4.3.19

La sentimentalidad de la tierra

Treinta y tres años. Exactamente la edad bíblica es el periodo de tiempo que lleva Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) dedicado a elaborar la cartografía de un espacio melancólico, con una escritura capaz de descifrar muchos de los enigmas que nos acechan. No es casual que su primer libro se titulase Territorio (1985) y que allí estuviese un verso fundacional de una escritura. “Hagamos de este lugar un territorio”, escribió aquel Valverde veinteañero, leal a la enseñanza de José Ángel Valente: en las primeras palabras de los poetas verdaderos reside toda la obra por venir.
Si alguien tenía dudas de ese anhelo, El cuarto del siroco (2018) las despeja. Este último libro, el décimo de poesía de Valverde, perpetúa su insistencia en una escritura concebida por un hombre que observa el paso del tiempo desde un espacio (Plasencia y los valles norteños de Extremadura) en el que ha sido capaz de encontrar respuestas a los interrogantes que nos golpean y desentrañar algunos secretos de nuestra existencia.
Esa esquina del mundo -la ciudad levítica, las casas familiares, los jardines escondidos, el molino de refugio, los parajes del paseante- es una constante en la escritura valverdiana. Está en toda su obra y un título como Plasencias (2013) certifica que la memoria y el entorno más cercano constituyen la argamasa de esta poesía: “Habito una ciudad de la memoria”. No es, sin embargo, esta posición en un territorio un atrincheramiento en la “alabanza de aldea”. Todo lo contrario: ese lugar en el universo ha permitido a Valverde extender su mirada y su memoria a otros lugares que, como el mismo desvela, “son más del pensamiento que otra cosa”.
La capacidad de otear otros horizontes -vividos y pensados- siempre ha confraternizado en la poesía de Valverde con su entorno geográfico y sentimental más cercano. Lo hizo con Más allá, Tánger (2014), un libro donde un lugar, la ciudad norteafricana, es materia de recuerdo y experiencia, tanto propia como ajena. Ahora, con El cuarto del siroco, es más nítido el compromiso con la escritura de lo “particular universal”, en la misma estirpe del irlandés Patrick Kavanagh (“Yo hice la Ilíada una riña local”) o del portugués Miguel Torga (“O universal è lo local sem paredes”).
Aquí es donde Valverde se convierte en uno de los autores esenciales de la sentimentalidad de la tierra, en una tradición que John Keats fijó con un verso germinal: “La poesía de la tierra nunca muere”. Pero esa tradición va, en este caso, más allá. Se trata de una sentimentalidad ontológica, abrazada por las nieblas de la melancolía y de la nostalgia de los pobladores de los territorios del Oeste ibérico: un fulgor compartido que los galaicoportugueses llaman saudade y los asturleoneses, señardá, y que se extiende desde el Cantábrico hasta los valles extremeños de robles, castaños, cerezos y alcornoques.
Esa manera de estar en la vida, esa posición del alma para entender y ver el mundo, atraviesa desde sus inicios la obra de Álvaro Valverde y la dota de un sentir y un pensar propios. Una sentimentalidad que se acrecienta en este libro, donde hay esa búsqueda de refugios existenciales, no solo frente il pazzo vento di Scirocco, que acertadamente articula la concepción del libro, sino frente a los malos aires que nos asuelan, a las demoliciones existenciales de la senectud y, sobre todo, al cúmulo de pérdidas irreparables. No es extraño que el poeta reclame para sí “un lugar melancólico / donde saudade fuera / una expresión corriente”.
La poesía de Valverde siempre ha sido meditativa. Las lecturas anglosajonas Eliot), las lecciones de Leopardi (“Aquí, de solitario a solitario”) y el aprendizaje de los maestros hispanos (ahora más Antonio Machado que Juan Ramón Jiménez, siempre Cernuda, Claudio Rodríguez o Antonio Colinas) han hecho su trabajo. Es su escuela la de la “razón poética” zambraniana y que Unamuno fijó en un verso: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”. La voz de Valverde no renuncia a los legados, pero el paso del tiempo ha ido imponiendo la claridad y la sencillez para conformar un tono sentencioso, donde lo senti-mental impone sus reglas.
Son más de tres décadas las que ha dedicado Álvaro Valverde a crear una obra hecha de “metáfora y verdad”, es decir, de compromiso ético con los suyos y su entorno. Y en ello sigue. Ahora, sin renunciar a este deber, ha dado un paso más y se ha propuesto, al igual que hizo Joan Vinyoli, “(…) escribir poemas concretos (…) / y como él necesito / realidades, no humo”.

Nota: Esta reseña se publicó el pasado día 28 de febrero en el Cultura, suplemento de La Nueva España junto a una entrevista de José Luis Argüelles que ilustraba una fotografía de Salvador Retana que aquí reproducimos.