Vicente Gallego
Visor. Palabra de
Honor, Madrid, 2019. 172 páginas.
No creo que Vicente Gallego (Valencia, 1963) necesite presentación;
no obstante, conviene recordar que en 2003 reunió en El sueño verdadero su poesía publicada hasta entonces, seis libros
entre los que cabe destacar La luz, de otra manera (Premio Rey Juan
Carlos), Los ojos del extraño (Premio Loewe Joven), La plata de
los días (Premio Ciudad de Melilla) y Santa deriva
(Premio Loewe y de la Crítica). Por utilizar los términos de Antonio Moreno, esa recopilación recoge buena
parte de su poesía “prescrita, excluida, pretérita”, casi en su
totalidad reescrita a posteriori, un gesto a lo Juan Ramón, que definió la
poesía como “el arte de quitar lo que sobra”.
Después llegaron Si
temierais morir, Mundo dentro del claro, Cuaderno de brotes, Saber de grillos (Premio Emilio Alarcos) y Ser el canto (Premio Generación del 27).
Una obra, ya se ve, abundante,
avalada por numerosos premios adscritos, digamos, a la casa Visor.
Como bien ha dicho Carlos
Marzal, que hizo un trayecto parecido, Gallego “ha viajado, en su aventura
literaria, desde la poesía de la experiencia hasta la experiencia de la poesía
entendida como aventura verbal de la conciencia del mundo”. Los dos pertenecen
a esa estirpe de excelentes poetas valencianos que tienen a Francisco Brines,
grande entre los grandes, como maestro. De la que formaba parte, por cierto, el
llorado Antonio Cabrera.
No está de más
mencionar la faceta ensayística del autor, tan ligada a su poética y, en
consecuencia, a su poesía. Kairós ha publicado sus tres libros de ensayo: Contra toda creencia, Vivir el cuerpo de la realidad y Para caer en sí (Diálogos en torno a la palabra
de Nisargadatta Maharaj).
Por último, como
visión de conjunto, nada más pertinente que leer la antología esencial Cantó un pájaro, que vio la luz en FCE hace tres años con selección y prólogo del
citado Moreno y en la que se da cuenta de su “poesía vigente”. Al final, en una
nota, escribe Gallego: “En mitad de mi primera juventud, cantó un
pájaro. Escuché claro su trino y ya no pude volver a dormirme en mi inconsciencia”.
No es raro, pues, que su nuevo libro (voluminoso,
consta de 77 poemas) se titule A pájaros y migas ni que la presencia de
las aves, en tanto que símbolo o metáfora, sea una constante.
No se desvía de su
línea habitual, la que insiste en la depuración y la síntesis, si bien, a
diferencia de lo que ocurría en anteriores entregas, abunden los poemas de mayor
extensión y discursivo tono metafísico (siquiera sea “a la valenciana”),
siempre atentos al mandato “No es buscar es hallar”. Así, “Vigilia”, “A media
noche” o “La sed”.
Bajo una potente luz
solar mediterránea, la vida se desliza, que diría César Simón (del que editó su
poesía completa). Allí, la infancia y lo doméstico: una droguería (Casa Paqui),
la playa, los viejos de la petanca (“ya no tienen / más prisa que morir / de la
mejor manera”), la comida y la cocina (el arroz, entre pucheros teresianos), los
pueblos, los padres…; el amor, marca de la casa (“Y si ya no existiera, / di
que amor no fue sólo otra vana palabra”); la música (en especial la de las
palabras, que se decantan, mediante el encabalgamiento y la oralidad, gracias a
la sintaxis, a favor del ritmo); la naturaleza de un mundo animal (poblado de
pájaros, del gorrión al mirlo) y vegetal (con plantas en jardines y azoteas,
como el humilde perejil); los objetos y las cosas, pura cercanía. Allí, en fin,
lo íntimo, pero al servicio de la poesía, como “En el secreto”.
Alguien observa el
mundo y lo describe. Con asombro y minuciosidad. Algunos poemas podrían pasar
por orientales acuarelas. Su verdad y su belleza, que lo mismo tiene que ver
con la amenidad de un paisaje fluvial (el del río Palancia) que con la
desolación de los polígonos y las periferias. Qué logrados los poemas
“Domingo”, “Intemperie” o “Puerto de Valencia”. En el primero leemos: “hay algo
propio / en todo lo sufrido, / lo terrestre, / en cada vidrio roto, / cada
añico”.
En otro, “La reina del
rellano”, más ligero, deja que ésta recomiende al vecino soltero: “tú no mires
si es mona / que eso dura un suspiro / búscate a una mujer / que sea como yo /
que esté contenta”.
Se aprecia una
limpieza en el decir que recuerda la del verso transparente en su misterio de
Claudio Rodríguez, lo que no me parece poco elogio. En poemas como “Madrugar”,
pongo por caso: “porque no se madruga / sino por puro amor, / y no por el
salario”.
Resuenan al fondo Juan
Ramón, ya se dijo, y Lorca.
Detrás de las
dedicatorias, alumbran los homenajes.
Son muchos, cabe añadir, los poemas dedicados. Elijo dos. El de José Mateos,
cuya poesía está en “Puntada”, como lo está la de Hugo Mujica en “Alma”.
Destacaría también “La
cadencia”, el destinado a un querido amigo muerto: Mario Míguez. De Míguez es
el verso que figura al principio de la obra: “Al oído de amor sobran palabras”.
El poema que da título a esta entrega, penúltimo del índice,
es clave. Una suerte de poética que comienza: “Que haya verdad / en poco / que
se pueda / ir a migas / a pájaros / cantar con casi nada / no saber / de qué
modo / en qué punto / un silencio se hará / de la palabra”.
Se cierra el conjunto con un emocionante poema dedicado a su
pequeña sobrina Aroa, más allá de la muerte: “Ojos tan generosos, / que
viéndose morir, / aún nos amaban”. Demuestra a las claras qué es la poesía y
para qué sirve.
Nota: Esta reseña apareció el pasado viernes, 19 de julio, en El Cultural. Al lado, hay entrevista, de Nuria Azancot.
Nota: Esta reseña apareció el pasado viernes, 19 de julio, en El Cultural. Al lado, hay entrevista, de Nuria Azancot.