20.8.19

La luz de la melancolía

Los primeros versos de Victoria León (Sevilla, 1981) que uno leyó se publicaron en esta revista. Fueron una feliz sorpresa. También aquí había dado a conocer distintas traducciones (Tennyson, John McCrae, un anónimo latino…) en colaboración con Luis Alberto de Cuenca, del que editó una antología para Renacimiento. Además de ejercer la crítica, es traductora; del inglés, sobre todo.
Para entonces ya conocíamos su primer libro, de aforismos: Insomnios (La Isla de Siltolá, 2017). Me gustaron -dije en otra parte- “por su carga de razón, de sensatez. Por su elegancia intelectual. Por su lucidez y su elocuencia. Por su clasicidad”. Esto podría aplicarse a los poemas que componen Secreta luz, su ópera prima poética. No lo parece, cabe afirmar de inmediato. Se nota el lento y largo aprendizaje: lecturas, traducciones, sentencias… En consecuencia, nada más lejos del titubeo, la imitación o el despropósito. De fracasadas experiencias previas como las que pudieron perpetrar en sus inicios sus compañeros de generación, poetas nacidos entre 1971 y 1985, como los reunidos por José Andújar Almansa en su espléndido florilegio Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Pre-Textos); tan alejados, en general, de su manera de decir.
Si por algo se caracteriza esta obra -retomo el hilo- es por su solidez. Formal e intelectual, si cabe el distingo. De estirpe clásica (ya se apuntó), los endecasílabos fluyen con una naturalidad de talante anglosajón, sin concesiones a la inútil retórica, con un grato regusto a Siglo de Oro y, cómo no, a la poesía de otros contemporáneos, nacionales y foráneos. El magisterio, en todo caso, es amplio, propio de alguien que ha leído mucho, con un gusto fundado en el propio criterio. No creo que quepa soslayar la tradición lírica sevillana, un micrcosmos poético digno de elogio y de cuya maestría ha bebido, a buen seguro, la escritora. Tres conspicuos vates sevillanos, por cierto, formaban parte del jurado que concedió a Secreta luz el premio Hermanos Machado: Jacobo Cortines, Abelardo Linares y Javier Salvago.
Los poemas de VL hablan de la vida, sí, y, por lo mismo, sin que pequen de culturalistas, de la literatura (Dante, Propercio...). “La poesía exige incandescencia, / vivir o haber vivido entre las llamas”, son los dos versos que lo abren. Como las llamas del amor, que ahora son ceniza, pues que del desamor y de la pérdida hablan estos poemas breves, de una concisión acerada y cierta sequedad metafísica, cercanos al epigrama, donde imperan la soledad y el dolor, palabra que ya aparece en la cita de Bécquer que encabeza el delgado volumen. La otra, de Stevenson, se refiere al amor que uno ve venir y luego ve partir.
Poesía amorosa, cabe precisar, que huye tanto de la efusividad como de la desesperación. Lejos de ese sentimentalismo anodino tan a la moda. Y, por eso, del carácter frívolo de nuestra época. Versos irónicos y serenos en su interna acritud que el lector recibe con menos daño que tristeza (“Qué difícil dar nombre a la tristeza / con palabras ajenas; qué milagro”). A lo Leopardi: “había luz en tu melancolía”. Dolor sublimado por la poesía. Por su íntimo fervor.
Una trama narrativa secuencia las escenas de donde brota su “secreta luz”. Esa que surge, paradójicamente, del sufrimiento. Porque se canta lo que se pierde.
A pesar de ese común asunto que subyace, la unidad viene marcada por el tono, por la voz de VL, del todo conseguida y diferenciada, homenajes aparte. A Borges, por ejemplo, en “Ficciones”.
Una voz femenina, de mujer. Sin afectación. En absoluto sobreactuada, como les gusta a otras. Plena de belleza y de verdad. O de “Amor, verdad, locura”.
Afloran aquí y allá, lógico en ella, los aforismos. Versos que podrían serlo, quiero decir. Versos que bajo esa condición trasladan la fuerza del adagio: “El silencio es el no de los cobardes”. “La soledad no advierte de dónde nos aguarda”. Ya que menciono ambas palabras, “El silencio” se titula uno de los poemas más logrados, donde se alude a “la interminable soledad del miedo”. Y ahí, el amor. Contra ese miedo, porque “silencia nuestra rabia y nuestro odio”. A través de la memoria, “amarga copa”. Aunque “no recuerdo el amor”, “Qué distinto nos suena nuestro nombre / cuando una voz que amamos lo susurra”.
“Llenabas el vacío de mi vida / que ahora ha vuelto a devorarlo todo”, escribe VL. Y: “Nadie oye ese ruido sordo y triste / que produce destruir una alegría”.
La lucidez aflora en “Retrospectiva apócrifa”, que termina: “¿Soportas la tristeza con que aguarda / tantísima belleza inútilmente?”
Sin alardes ni enojosos barroquismos formales, el lenguaje se acerca al lector con la debida sutileza. La misma con la que maneja el encabalgamiento, compone una enumeración caótica o deja caer algunos versos con rima asonante.
Tras el descenso a los infiernos, la luz, antes secreta, que alumbra el final de este camino. Cuando “La noche nos cobija en su refugio” y “Nos permite soñar que nos amaron / y fuimos una sombra iluminada / por una clara tarde que es eterna”.
Antes, en el poema “En la secreta luz”, se nos devela que “En las ruinas del mundo que soñé, / te seguiré esperando, hasta otra vida”.

Victoria León
Vandalia. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2019.

Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 142 de la revista Clarín.