Que el Premio Internacional de Poesía de la Fundación Loewe (conocido como el
Loewe, a secas) se ha convertido en uno de los más acreditados, si no en el que
más, del panorama lírico hispanoamericano es ya un lugar común. Desde hace
tiempo, además. Me atrevería a decir que desde el principio, o casi, allá por 1988.
La nómina de galardonados habla por sí misma. Y lo que es más importante: el
catálogo de libros que conforman ese extenso y plural palmarés, editado desde
sus comienzos, uno de sus indudables aciertos, por la madrileña editorial
Visor. Otro está fundado en la calidad del jurado que dictamina el fallo, constituido
por relevantes poetas (sobre todo) de un lado y otro del Atlántico; un tribunal
que durante unos años presidió el Nobel mexicano Octavio Paz.
El verdadero
lujo que patrocina esa empresa lujosa es, precisamente, la excelencia poética,
más en una época dominada, siquiera en parte (la de las internáuticas redes
sociales), por una aparente nueva forma de poesía que, porque de inédita y de poesía
en realidad tiene poco, Luis Alberto de Cuenca ha denominado parapoesía. Nada más alejado de ese
fenómeno de masas que la que representa, genuina (por parafrasear Poetry, de Marianne Moore), el libro que
logró la trigésimo primera edición del premio gracias a la arriesgada, valiente
decisión de un jurado presidido por el profesor y académico Víctor García de la
Concha (que durante años ejerció la crítica a pie de calle en el diario ABC).
Un osado acuerdo, sí, que llegó en un momento crucial en la trayectoria del
Loewe, más después de que en el vídeo promocional de su 30 aniversario se diera
cabida, para pasmo de algunos, a parapoetas,
esto es, a portavoces de lo que el estudioso Martín Rodríguez-Gaona ha
denominado poesía pop tardoadolescente
y, en consecuencia, a algo que está en las antípodas del rigor y la eminencia
de He heredado un nogal sobre la tumba de los
reyes,
el extenso título de aires bíblicos del laureado libro que ahora que reseñamos.
Para no pocos, apuntaremos antes, ese resultado fue una sorpresa. No para
quienes conocían el sólido, coherente itinerario de Sánchez, al que ahora
muchos celebran en este país tan dado a las frívolas, fugaces exaltaciones. Los
lectores lo acogieron, ya digo, como lo que es: un motivo de esperanza, de fe
en la poesía, en tiempos de vacío, incultura y miseria.
Su autor, Basilio Sánchez
(Cáceres, 1958), no fue un poeta temprano. Su primer libro, A este lado
del alba, obtuvo en 1983 un accésit del premio Adonais (el más
reconocido hasta que apareció el Loewe). A esa ópera prima le siguieron: Los
bosques interiores, La mirada apacible, Al final de la
tarde, El cielo de las cosas, Para guardar el sueño, Entre
una sombra y otra y Las estaciones lentas. En 2010 publicó
su poesía reunida: Los bosques de la mirada (Calambur). Después llegaron Cristalizaciones y
Esperando las noticias del agua.
La mayor parte
de estas obras merecieron algún premio. Además de un accésit en el Gil de Biedma, BS obtuvo el Unicaja, el Tiflos,
el Extremadura a la Creación y el Ciudad de Córdoba.
Conviene mencionar dos libros en prosa de su bibliografía: El cuenco de
la mano y La creación del sentido. Dos entregas, cabe
matizar, que podrían pasar, en sentido estricto, por poéticas. Por el asunto
del que se ocupan y la escritura que las identifica.
En una entrevista concedida a
Nuria Azancot para El Cultural, Sánchez comentaba: “Utilizando una imagen del
poeta peruano Eduardo Chirinos, percibo mis
libros como planetas solitarios que giran alrededor de su propio eje, pero
sometidos todos a unas mismas leyes de movimiento, a un orden cosmológico
superior que no es otro que la idea que yo tengo de la poesía. Concibo la creación poética como una especie de
diario del espíritu, como una forma de anotar y de poner en relación la vida de
uno mismo con el mundo que nos rodea tal y como el poeta
consigue percibirlo a lo largo de las diferentes etapas por las que va
pasando. He heredado un nogal sobre la
tumba de los reyes es una expresión más, sin duda incompleta,
pero reveladora, de mi forma de decir y de vivir en el tiempo. En lo formal, es
un paso más hacia la naturalidad y la transparencia”.
Aunque extensa, transcribo la
cita por su elocuencia. Sánchez, ya se ve, aborda con lucidez la lectura de sí
mismo. Se constatará luego. De ahí que cuando le pregunta la periodista por la tradición
poética en la que se inscribe, responda: “Podría ser en la poesía del fervor,
como la llamaría el poeta polaco Adam Zagajewski, o en la poesía
del entusiasmo, como querría Hölderlin”.
Pronto cae en la cuenta el
lector de que He heredado un nogal… tiene mucho
que ver con su entrega anterior: Esperando las noticias del agua.
Un año separa ambas ediciones. A mi modo de leer conforman incluso una suerte
de bilogía, más allá de su
indiscutible independencia.
De aquél dijo BS: «es un
poema único compuesto por cuarenta y ocho fragmentos que, de una forma
alegórica y utilizando como hilo narrativo el amor entre dos jóvenes,
reflexiona sobre la entereza y la perseverancia como únicas maneras de
sobrevivir al extravío ético de nuestras sociedades actuales”.
Uno, al reseñarlo, destacó,
por ejemplo, su sutileza, transmitida “a través de un lenguaje altamente
imaginativo, que a rachas parece el fruto de la más elevada inspiración
(aquella que linda con la mística), alegórico en todo caso, construido con
palabras comunes que remiten a conceptos metafóricos y simbólicos complejos”, o
el uso de versos que podrían pasar por aforismos.
Anoté, en fin, algo acerca del
marco, porque “lo temporal y lo espacial (aunque aquí caben más los términos
intemporal e inespacial)” se diluyen para conseguir aún más
protagonismo del misterio, una palabra clave para entender esta poética del
secreto y el enigma. “Del origen”, según Piedad Bonnett, miembro del jurado y autora
del penetrante texto de la contracubierta. Como el autor ha escrito, “sin
apenas anclajes geográficos o temporales, el poema construye el escenario
mítico”, si bien, nunca pierde de vista el presente.
Todo lo dicho sirve para explicar
esta nueva obra dividida en tres partes y una coda; compuesta por sucesivos
fragmentos (a su imán, que diría Lezama), sin título, que fundan su unidad de
sonido y sentido en un lenguaje claro y austero (“Amo la austeridad de los que escriben
/ como el que excava un pozo”), y en un ritmo muy particular también y muy logrado
que se aprecia, sobre todo, al leer los poemas en voz alta.
Al decir de BS, un hombre esforzado
y contemplativo, tiene un “carácter de libro de meditaciones” (también lo ha
denominado “cuaderno de campo de un naturalista”) construido con lentitud (“Amo
lo que se hace lentamente”) en la soledad (“Siempre supe estar solo”) y el
silencio (“El silencio es la elegancia absoluta”). En efecto, a esa tradición,
la meditativa (escrutada en su día por Valente) se adscribe esta poesía del
pensamiento (que siente). Lo que no obsta, como señala Colinas, para que tienda
“a lo surreal, al irracionalismo”. Por eso es normal que a veces el lector
pierda pie (“Ninguno de nosotros / está aún preparado para lo incomprensible”) y,
sin entender, vislumbre, absorto en la enigmática belleza de unos versos que a
rachas devienen versículos, algo del todo adecuado si tenemos en cuenta la honda
espiritualidad que emana del conjunto.
A través de las cosas
(“Acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado / que
permanece en ellas”). En medio de la naturaleza (tan presente aquí): “Dichoso
el que, sentado / bajo los grandes árboles / que iluminan de verde las mañanas
del mundo, / no renuncia al regalo de lo inmenso”.
Sí, el tono es hímnico. Hay
“una celebración tenaz de lo que existe”. Porque aún se oye el último eco de “la canción del paraíso”. Porque, evocando
a Claudio Rodríguez, “El mundo se nos revela siempre en un estado / de perfecta
ebriedad”.
A pesar del dolor (léase el
precioso poema de la página 68, que comienza “No hay azafrán ni clavo”) y la
muerte (BS es médico intensivista) y de que nadie sepa “cómo estar en el
mundo”: “Es verdad / que en la idea del jardín subyace oculta / la idea del
sufrimiento, / la de que prevalece / sobre el orden de la naturaleza / el orden
de los hombres”. No en vano esta poesía se distingue por su alta carga de
humanismo.
“Yo mendigo la luz”, escribe.
Y: “He aprendido a convivir con las ruinas”.
No puedo concluir esta nota sin
aludir a una línea central del libro, la que a uno más le ha interesado. Me
refiero a los numerosos poemas que indagan acerca de la propia escritura.
Metapoéticamente. También sobre la frágil figura del poeta. Son, además, una
perfecta guía de lectura. Así, leemos: “Los poemas que nos hacen mejores / son
los que nos devuelven / a ese estado anterior / en el que era posible, / en
nuestras relaciones con el mundo, / conducirnos con naturalidad, sin artificio”.
“La poesía no explica ni
argumenta. / La poesía sólo llama a las cosas”. Es “el oficio del espíritu”.
“Vivir en las palabras, /
asumir el fervor como una forma secreta de penuria / lo decide uno mismo”.
“Escribir un poema es andar
sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”.
“Uno escribe un poema para
sentirse vivo”. Y añade: “para que otro descubra que está vivo”.
Y, desde la compasión: “La
poesía / no es una ambigüedad del corazón, / es una forma / de sentirte tú
mismo siendo otro, / de asumir la existencia de los otros / como si fuese
tuya”.
No es preciso comentar nada.
En un momento dado, Basilio
Sánchez escribe: “Hay libros que son fértiles”. Este es el caso. Armonía sería
un término muy adecuado para definir de una vez la obra de alguien que confiesa:
“Las palabras son mi forma de ser”. Además de avalar a un premio prestigioso y
a un jurado digno, resalta la importancia de la verdadera poesía, en rigor la
única posible, ajena a las modas, las ocurrencias y la prisa. Porque sólo desde
la tradición se puede alumbrar lo nuevo.
Basilio Sánchez
Visor, Madrid, 2019.
83 páginas. 12,00 €
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 832 (octubre de 2019) de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 832 (octubre de 2019) de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.