21.4.20

Notas (íntimas) desde el encierro

1. Ya dije aquí atrás que, a diferencia de Almudena Grandes, lo que peor llevaba del maldito confinamiento no era carecer de "asistenta", sino prescindir de mi paseo diario a la orilla del río. Al principio, bloqueado por la situación (en esto y en más), no era capaz de deambular por casa. Luego ya sí. Ahora camino una hora. Pasillo arriba, pasillo abajo. También recorro algunas habitaciones. Es aburrido, sí, y algo mareante, sobre para los que tenemos el umbral del equilibrio demasiado bajo. Los propensos al vahído. Soy incapaz, por ejemplo, de evadirme en medio de ese torpe, elemental ejercicio. No, no levanto el vuelo, como era capaz de hacer cuando caminaba al aire libre. Cuento los pasos, las vueltas, miro al reloj... Podría ir escuchando música o llevar puesta la radio, pero me puede la fuerza de la costumbre. La de no hacerlo. No veo el momento de que al menos me dejen hacer eso. Una horina paseando fuera, ¡uf! Soy pesimista, lo confieso. Como le pregunté a Yolanda cuando hablaron del desconfinamiento de "los mayores": ¿Nosotros ya lo somos? 

2. El otro día le dije a mi hermano el cura que se pasara con la moto por la puerta de casa, siempre y cuando no fuera considerado delito. Va a comer cada día con mi madre. Era poca la vuelta. ¿Con qué intención? Además de para verlo (los dos a un par de metros y con mascarilla), para darle tres ejemplares de Porque olvido. El suyo, el de nuestra madre y el de los hermanos Antón. Fue Santiago el que me dio la idea: "¿Por qué no metes el libro en una bolsa de basura y nos lo subes a casa?", dijo. Como eso, teniendo en cuenta la distancia entre nuestros respectivos domicilios, sí sería causa de multa, di con esta solución. Ya están en ello. Me hace ilusión que este libro fantasma tenga al menos cuatro posibles lectores. Por lo que me comentan, dos ya seguro.

3. No llevo bien, y perdón por la jeremiada, lo de ejercer de maestro virtual. Es un timo. Ahora se aprecia más que nunca lo importante que es el contacto directo con el alumno, la explicación palabra a palabra y sin necesidad de apoyos tecnológicos (si acaso la tiza y el encerado), la observación de sus movimientos en el aula: las miradas, los gestos, las posturas...
Envío a los míos (padres y madres mediante) las tareas a través de sencillos correos electrónicos y ellos me mandan sus deberes diarios mediante fotografías del cuaderno. Esto lo pueden hacer todos. Sólo se necesita un móvil. Lo de la videoconferencia y otras monadas sería, digan lo que digan, un ataque a la igualdad de oportunidades. O eso creo. Debo de ser muy antiguo. Desde luego, nunca un youtuber, como repito ahora con frecuencia ante la avalancha de pedidos de vídeos con poemas grabados. No disfruto nada con esa manera de proceder. Ni con la sobreexposición internáutica. Qué necesidad tiene uno, por ejemplo, de mostrarse en las pantallas y de enseñar de paso su casa. La intimidad para mí es sagrada. Pudoroso que soy.
No, esto no es, en rigor, enseñar, por más que los muchachinos aprendan. Sí, porque he decidido (para eso existe la libertad de cátedra y cierta flexibilidad en las enojosas instrucciones de las autoridades educativas) avanzar con el temario. Poco a poco. Sin agobios ni exigencias, que bastante tenemos. Porque los contenidos son asequibles y los alumnos listos y capaces.
Me estoy replanteando seriamente si seguir así (ya están los agoreros hablando de un próximo curso con mascarillas, toda una pista) o jubilarme de una santa vez. Mi duda es metódica, lo reconozco. En septiembre cumpliré treinta y cinco años de trabajo en la función pública y cuarenta en la educación. Para esto, mejor fuera. Aunque sea en un "fuera" que es dentro, ya se sabe. Cuándo se normalizará esto. Ni a ver obras va a poder ir uno como cualquier jubilado que se precie. Menos mal que no tengo nietos.

Ilustración: Vista desde una de nuestras ventanas.