21.6.20

En la muerte del padre

Carlos Alcorta nació en Torrelavega en 1959. Es editor (director literario de Calambur), crítico y gestor cultural, pero, ante todo, poeta. Autor de Condiciones de vidaCuestiones personalesTramaCorriente subterráneaSuturaSol de resurrecciónEjes cardinales, Ahora es la noche o Tiempo vivo. También del ensayo literario Casa sin puertas. Codirigió la colección de poesía Scriptvm y la revista Ultramar. Actualmente, coordina las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo. Desde 2012 edita un blog en la dirección carlosalcorta.wordpress.com. 
En la citada Calambur publica ahora  Aflicción y equilibrio, título que explica, luego se verá, en el último poema del conjunto. Un conjunto, cabe precisar, pequeño, pues sólo reúne veintiún poemas, eso sí, de extensión considerable, algo del todo lógico en función del tono meditativo que adoptan, donde discurso y reflexión se dan la mano. Un tono grave que tiene mucho que ver con las lecturas y las afinidades poéticas de Alcorta que, como se aprecia en las citas que aparecen en el libro, se dirigen principalmente al ámbito anglosajón. Y ya que menciono esos epígrafes, estos empiezan por Manrique, Ivo, Hustvedt y Voltaire y aluden a la verdad, la salud, el padre, los muertos y la muerte. Con todo, el padre es el principal protagonista, muy a su pesar, de la obra. La dedicatoria ya lo señala. A partir de ahí, asistimos a un diálogo del poeta consigo mismo y con su padre (este es un libro, diría, conversado, en segunda persona, hacia un “tú” cernudiano) donde la vida de uno y de otro, y de los dos a un tiempo, cobra el valor de objeto del pensar (porque esta es una poesía del pensamiento). De pensar sobre lo sucedido y de lo por suceder. “Siempre quise que mi vida significara algo”, dice al principio. O: “He perdido ya demasiadas cosas / en mi voluntaria batalla con el mundo”. Y: “Uno no puede renunciar a lo que ha sido”. También desde el comienzo se expresa la conciencia de que el viaje ha de hacerse, como se ha venido haciendo, por medio de la escritura: “Quiero ser –pensaba– no parecer, por eso he buscado sentido / a la vida a través de las palabras”. Así lo justifica: “Es más vida la vida en la ficción. / Realmente vivimos más cuando lo escribimos”. En otro lugar leemos: “¿Describen las palabras solo lo visible, / lo que imaginas real o aquello que se vuelve /realidad al escribirlo?”
Vida y poesía caminan al unísono. “¿Quién pudiera ser de nuevo el autor / de su primer poema? / ¿Quién del todavía no escrito?”. Eso sí, no se trata de irse por las ramas (a lo que tiende a veces la poesía): “ahora quiero hablar de experiencias reales”. “Quiero hablar claro, sin las tretas de la literatura; / sin palabras, solo con el silencio”, “porque en su interior nacen los misterios / más insondables”. 
“El lenguaje fue siempre un fiel aliado”, reconoce. Y vuelve a apelar a la poesía para enfrentarse a las “catástrofes cotidianas”. Y para evitar aislarse de los otros: “La distancia es un dulce somnífero”. Nos aleja de la “desdicha humana”. No abandona, sin embargo, la indagación introspectiva, pues “bajo las apariencias hay otra realidad”. Ni el asunto de la muerte: “Nunca estás preparado para recibir a la muerte”. Y añade: “He pasado muchas noches en vela / recordando a mi padre y los terribles / últimos días de su vida”. En otro poema leemos: “El temor a la muerte da sentido a la vida”.
Conviene subrayar que las meditaciones se mezclan con pasajes descriptivos, de la naturaleza mayormente. Una naturaleza doméstica, cercana, civilizada, en suma, como la del jardín. Versos que actúan, se podría decir, de contrapeso. Eso alivia cierta tensión metafísica y acerca al lector a una vitalidad gratificante. También le permite al autor jugar con metáforas iluminadoras; de aves, pongo por caso (“El olfato del buitre”). O de árboles. Y con la presencia del mar, un elemento fundamental de esta poesía escrita por alguien que ha vivido siempre a sus orillas.
A pesar de lo que afirmo, de esa notable carga conceptual, si algo no falta aquí son emociones y sentimientos. En este sentido, la poética de Alcorta se acerca a la de Unamuno, en esa fértil correspondencia entre el sentir y el pensar. 
Ya se explicó que la experiencia iba a sustentar este andamiaje que al cabo se convierte en una casa. Porque “una cosa son las palabras y otras los hechos”. De ahí los hospitales, los ancianos, el sillón ergonómico, el funeral, el asma, la unidad de cuidados intensivos, y, en fin, todo aquello que sobrepasa el mundo de las ideas para aterrizar en la dura realidad. La nuestra de cada día. Porque “una madre no es una carmelita”. Porque “el dolor, si adormece / a la desesperanza, te renueva, si no, te mata”. Porque “toda muerte es terrible y arbitraria y crea un vacío”.
Evoca Alcorta al padre nadador en uno de los poemas más logrados del libro, ese en el que leemos (vuelvo a la noción de “casa”): “Me propuse escribir este poema  / como quien construye la casa natural / de la vida”. 
A él se dirige cuando dice: “Padre, nunca seré lo que tú hubieras / deseado que fuera”. Y: “pero puedo decirte / que desde que fui padre comprendí / por fin lo que supone ser un buen hijo”. 
Vuelve a reafirmarse en la escritura. Una y otra vez. En un ejercicio que tiene mucho de metapoético. Gracias a ella, confiesa, “has soportado la sordidez de una vida mediocre y rutinaria”. 
En ese uso del lenguaje que oscila entre lo coloquial y lo trascendente, resulta significativo, a título de ejemplo, la comparación entre un mes de octubre “especialmente extraño, irrespirable e indigesto” con un “potaje de garbanzos o una enchilada”. 
La anécdota elevada a categoría queda reflejada a la perfección en el poema “Sincronías” donde narra (hay mucho relato en estos versos) un antiguo accidente de tráfico en el que destroza el coche de su padre. 
Hice antes alusión al poema final, que lleva el mismo título que el libro. Cito: “Hacer vida –esa es la intención / con la que he escrito este libro– es vivir, / no como si hubiera otra vida, sino como si todo / lo vivido hasta ahora fuera insuficiente, / es hacer de las lágrimas del duelo / semillas que fecundan el futuro / porque, con el dolor como aliado, / la alegría florece con más fuerza”. Y sigue: “Hacer vida es aprender a morir. / Pasada la aflicción, empieza el equilibrio”. No es mala lección.  

Aflicción y equilibrio
Carlos Alcorta
Calambur, Madrid, 2020. 100 páginas. 

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista El Cuaderno