Lo he dicho alguna que otra vez: no me tengo por buen lector de narrativa.
De narrativa en sentido estricto, cabe matizar; de cuento y novela, vamos.
Dicho lo cual, y de inmediato, debo añadir que la he leído y que la leo. Y que
hasta cometí el atrevimiento de escribirla, lo que nunca me ha permitido
presumir de novelista. No lo soy.
De algunos narradores, además, soy lector confeso. De Luis Landero, por ejemplo. O, por citar a otro paisano de Tusquets, Gonzalo Hidalgo Bayal.
No, no he leído todas las novelas del de Alburquerque, pero hay dos libros suyos que forman parte de lo más selecto y querido de mi biblioteca, que es tanto como decir (recordó Manguel) de mi autobiografía: El balcón en invierno y, desde ahora, El huerto de Emerson. Éste acaba de salir. Lo leí del tirón, como quien dice. En tres tardes. Y eso que me apetecía que la lectura se demorase. Porque tiene la densidad debida, es necesario reflexionar mientras se lee, disfrutar de su prosa (tan oral) y subrayar mucho (los que lo hacemos). No quería, en fin, que se acabara. Al terminar, me apetecía comentar en voz alta esta experiencia. Y eso he hecho. Consiéntanme la osadía.
De inmediato, y ya que lo mío (y no sólo aquí) es reseñar libros de versos,
conviene que señale que en éste hay mucha poesía. De la genuina. De aquella que
aspiró a escribir, cuando empezaba, el joven Landero, quien a lo largo de la
obra se califica en numerosas ocasiones de “poeta”: “Yo entonces era ya poeta”
(pág. 199).
El huerto de Emerson está dedicado a su hijo Luis, su nuera Nisrin y su nieto Diego (“la joven ardilla, del viejo zorro del desierto”) y es muchas cosas. Quiero decir que no estamos ante una novela al uso, como su exitosa Lluvia fina, sin ir más lejos. Aquí Landero nos habla de nuevo de su vida, aunque la tenga “ya vendimiada”, y más en concreto de su infancia (“la edad de los hallazgos perdurables”), centro de sus asedios literarios: “Si acaso en la escritura he encontrado acomodo para que viaje conmigo, en calidad de polizón, el niño que fui”; de la escritura y del oficio de escribir, a pesar de que para él no lo sea: “Yo soy un hombre sin oficio”; del “afán”, un clásico en su obra; de los viajes (“si dulces son de por sí los viajes, más dulces y hermosos son aún los imaginados o los recordados”, leemos, si bien es en “Mar desde el huerto” donde se explica mejor y encontramos esta otra frase: “Dejemos los viajes para los hombre sin imaginación”, parafraseando a Proust); de algunas peripecias de su adolescencia y juventud en Madrid (sus andanzas darían para otro Madrid); los hombres y las mujeres (y el amor y el noviazgo y el sexo), etc.
Se compone de quince capítulos, cada cual con su título. Todos
independiente, pero anudados entre sí como sólo sabe hacer quien está
acostumbrado a tejer novelas.
Y todo escrito (en un modesto cuaderno) con la maestría a que Landero nos tiene acostumbrados, en pos de “la lascivia de la exactitud. “Sí, es un gusto escribir”, nos cuenta. En especial cuando uno puede volver a hacerlo. De una larga y penosa travesía, se nos da a entender, provienen estas páginas dichosas. Luego añade: “un libro es la cosa más natural del mundo”; sobre todo, cabe matizar, cuando lo firma él. Está en su estilo.
“Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria” podría ser su lema. “La memoria de lo vivido no se acaba nunca”.
Se permite, y hace bien, recordarnos lo que les transmitía a sus alumnos (otro oficio, el de profesor, que niega, pero que, como este otro, dominó de corrido). Así aprendemos todos: “Lo mejor que he podido transmitir a mis alumnos es mi entusiasmado amor por las palabras y a los libros”.
Nos explica que los males son “la inseguridad y la prisa”. “Estás enfermo de impaciencia”, le decían desde chico. Que “hay que vivir a compás” (que para eso fue guitarrista flamenco). Léase “El niño y el sabio”, un capítulo donde rememora lo que les relataba a esos muchachos y que uno escucha, digo bien, embobado. Es ahí donde explica lo del bonito título: “Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar”. O eso creía él que había dicho el filósofo norteamericano, porque luego, en un quiebro genial, se desdice.
Nos confiesa que leer sus ensayos “fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes o no del todo, sino que parece recién nacido a una vida nueva, como si en efecto hubiese sufrido una sutil pero esencial metamorfosis”.
Prevalece, por encima de otros “oficios”, el de lector. Cervantes (“saber sentir es saber decir”) y el Quijote, Kafka, el Lazarillo, Machado, Faulkner y muchas otras obras y escritores menudean en estas páginas. “Soy lector, escritor y profesor, por ese orden cronológico”, escribe. De esas lecturas surgen no pocas de las lecciones que este libro atesora. Iluminaciones, mejor. A veces, en forma de aforismos o de sentencias: “Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia”.
Algunos capítulos son ejercicios narrativos netos. Relatos en sí mismos. Como “Donde Pache” (que a uno le ha parecido soberbio, tal vez por un plus de paisanaje: qué Extremadura aquélla), “Un noviazgo” (¡vaya par!) y “El viejo marino” (contra la monotonía, siempre a la espera). Aun así, participan de lo autobiográfico (sin yoyeo), que es algo consustancial a este libro que, por eso, es inevitable relacionar con El balcón en invierno. Cuestión de tono. Y de intención.
Cómo se aprecia al leer esas conmovedoras historias el carácter compasivo de la literatura landeriana, su tremenda humanidad, su emocionante sentido de la piedad. Basta con leer “Plegaria”, uno de los capítulos más inspirados y emotivos del conjunto, que uno ha subrayado casi por completo: “Líbrame, señor, del sueño de la perfección, pero a la vez recuérdame que no merece la pena escribir si no se aspira a la perfección, para que así yo pueda conseguir el misterioso encanto de lo que, siendo imperfecto, sugiere un vago presagio de perfección”. Luego añade: “no consientas que me pierda en abstracciones sino que aprenda a descubrir el valor de lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y esencial”.
Leyendo la preciosa página que dedica al moño de su abuela, no he podido por menos que recordar el hermoso poema de Irene Sánchez Carrón, que, aun siendo más joven, comparte con Landero esa casi perdida memoria rural extremeña que ellos se empeñan, loado sea, en salvar.
“¡Qué extraña y cómica es la vida!”, exclama, que “no es un remanso sino un camino”. Y qué importancia le da a prologar la infancia: “juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser, en eso consiste el secreto del arte y de la lucidez, tal como tantas veces les recordaba a mis alumnos”.
Paradójico, pide: “Hazme leve, pero hazme también denso, y transparente y opaco a la vez”. Hay que libar “en la flor no en la miel”. Y “escarbar en la evidencia”.
Anota: “El ritmo, el ritmo, siempre el ritmo, porque en él está todo”. Y cómo se aprecia en la prosa que gasta el extremeño (en ese sentido, poética). También: “Lánzame sin piedad al río voraginoso de la sintaxis”.
Ya se ve que estamos ante un curso acelerado de escritura que vale, me temo, por cien talleres. Así cuando escribe: “Y no permitas, señor, que olvide el lenguaje oral que oía de niño, recuérdame que esa y no otra es mi mejor escuela literaria”. De dónde, si no, su jeito.
Y pues que de lo que está bien hecho hablamos, de ese «dar lo máximo de uno mismo en lo mínimo que hace», qué salero, por decirlo en andaluz y no en rayano, el de Landero. Es imposible no sonreír casi de continuo. Qué personajes, qué sucesos. Qué sentido del humor, en suma. Con el “guayabo”, pongo por caso. O con el “aldabón”. O con el proyectado libro de los “polvos”. O con lo de “aquí no trabajamos el mejillón pequeño”. O en el capítulo “Imposturas”, el del abogado Francisco Bermejo, nombre, por cierto, de uno de mis amigos de colegio. Un humor, precisemos, que se acompaña de la ironía, esa suerte de lucidez que nos ampara.
Hay una cata histórica que quiero ponderar. Un delicado elogio de los tiempos de la Transición, tan denostada por algunos ahora. De cuando estaba casi todo por hacer. “Esto ocurrió –dice Landero– en un tiempo y en un país en que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida”. “Era una época incierta, pero nosotros vivíamos confiados y alegres”. “Casi podíamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta cómplice”. “Éramos felices, pero no solo por ser jóvenes sino porque todo parecía entonces joven”. “Las promesas tenían casi tanto valor como las monedas de curso legal”. “Así que yo vivía en un mundo de plenitud personal, pero también histórica”.
Son unas páginas conmovedoras (insertas en el capítulo “Cuando éramos tan
guapos”, el de Marta) cuyo sentido compartirán, supongo, no pocos lectores de
cierta edad. Sí, uno se acuerda.
“Días de invierno” se titula el episodio final, pero nada mejor para combatir el frío y las penalidades de esta maldita pandemia que este libro. Cuántas telarañas echa fuera. Cuánto alivia de la pesadumbre y del dolor.
Hace falta haber vivido una vida para llegar hasta aquí, donde Landero ha llegado. O soñarla: “me ha gustado más soñar la vida que vivirla”. En todo caso, tan lejos y tan hondo. Cuánta sabiduría para cultivar como es debido este huerto.
Escrito a tumba abierta (pero con plena conciencia de lo que tenía entre manos), reflejo de esa naturalidad que a la fuerza es sincera, literatura mediante (“Porque yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar me lo reinvento casi todo. Yo solo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario”), este es sin duda un libro único. En la trayectoria de su autor, llena de hitos memorables, y en la de nuestras letras, de éste y de aquél lado del charco.
No soy partidario de recomendar lectura alguna, pero con ésta jugaría sobre seguro.
El huerto de Emerson
Luis Landero
Tusquets Editores, Barcelona, 2021. 240 páginas. 19.00 €
De algunos narradores, además, soy lector confeso. De Luis Landero, por ejemplo. O, por citar a otro paisano de Tusquets, Gonzalo Hidalgo Bayal.
No, no he leído todas las novelas del de Alburquerque, pero hay dos libros suyos que forman parte de lo más selecto y querido de mi biblioteca, que es tanto como decir (recordó Manguel) de mi autobiografía: El balcón en invierno y, desde ahora, El huerto de Emerson. Éste acaba de salir. Lo leí del tirón, como quien dice. En tres tardes. Y eso que me apetecía que la lectura se demorase. Porque tiene la densidad debida, es necesario reflexionar mientras se lee, disfrutar de su prosa (tan oral) y subrayar mucho (los que lo hacemos). No quería, en fin, que se acabara. Al terminar, me apetecía comentar en voz alta esta experiencia. Y eso he hecho. Consiéntanme la osadía.
El huerto de Emerson está dedicado a su hijo Luis, su nuera Nisrin y su nieto Diego (“la joven ardilla, del viejo zorro del desierto”) y es muchas cosas. Quiero decir que no estamos ante una novela al uso, como su exitosa Lluvia fina, sin ir más lejos. Aquí Landero nos habla de nuevo de su vida, aunque la tenga “ya vendimiada”, y más en concreto de su infancia (“la edad de los hallazgos perdurables”), centro de sus asedios literarios: “Si acaso en la escritura he encontrado acomodo para que viaje conmigo, en calidad de polizón, el niño que fui”; de la escritura y del oficio de escribir, a pesar de que para él no lo sea: “Yo soy un hombre sin oficio”; del “afán”, un clásico en su obra; de los viajes (“si dulces son de por sí los viajes, más dulces y hermosos son aún los imaginados o los recordados”, leemos, si bien es en “Mar desde el huerto” donde se explica mejor y encontramos esta otra frase: “Dejemos los viajes para los hombre sin imaginación”, parafraseando a Proust); de algunas peripecias de su adolescencia y juventud en Madrid (sus andanzas darían para otro Madrid); los hombres y las mujeres (y el amor y el noviazgo y el sexo), etc.
Y todo escrito (en un modesto cuaderno) con la maestría a que Landero nos tiene acostumbrados, en pos de “la lascivia de la exactitud. “Sí, es un gusto escribir”, nos cuenta. En especial cuando uno puede volver a hacerlo. De una larga y penosa travesía, se nos da a entender, provienen estas páginas dichosas. Luego añade: “un libro es la cosa más natural del mundo”; sobre todo, cabe matizar, cuando lo firma él. Está en su estilo.
“Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria” podría ser su lema. “La memoria de lo vivido no se acaba nunca”.
Se permite, y hace bien, recordarnos lo que les transmitía a sus alumnos (otro oficio, el de profesor, que niega, pero que, como este otro, dominó de corrido). Así aprendemos todos: “Lo mejor que he podido transmitir a mis alumnos es mi entusiasmado amor por las palabras y a los libros”.
Nos explica que los males son “la inseguridad y la prisa”. “Estás enfermo de impaciencia”, le decían desde chico. Que “hay que vivir a compás” (que para eso fue guitarrista flamenco). Léase “El niño y el sabio”, un capítulo donde rememora lo que les relataba a esos muchachos y que uno escucha, digo bien, embobado. Es ahí donde explica lo del bonito título: “Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar”. O eso creía él que había dicho el filósofo norteamericano, porque luego, en un quiebro genial, se desdice.
Nos confiesa que leer sus ensayos “fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes o no del todo, sino que parece recién nacido a una vida nueva, como si en efecto hubiese sufrido una sutil pero esencial metamorfosis”.
Prevalece, por encima de otros “oficios”, el de lector. Cervantes (“saber sentir es saber decir”) y el Quijote, Kafka, el Lazarillo, Machado, Faulkner y muchas otras obras y escritores menudean en estas páginas. “Soy lector, escritor y profesor, por ese orden cronológico”, escribe. De esas lecturas surgen no pocas de las lecciones que este libro atesora. Iluminaciones, mejor. A veces, en forma de aforismos o de sentencias: “Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia”.
Algunos capítulos son ejercicios narrativos netos. Relatos en sí mismos. Como “Donde Pache” (que a uno le ha parecido soberbio, tal vez por un plus de paisanaje: qué Extremadura aquélla), “Un noviazgo” (¡vaya par!) y “El viejo marino” (contra la monotonía, siempre a la espera). Aun así, participan de lo autobiográfico (sin yoyeo), que es algo consustancial a este libro que, por eso, es inevitable relacionar con El balcón en invierno. Cuestión de tono. Y de intención.
Cómo se aprecia al leer esas conmovedoras historias el carácter compasivo de la literatura landeriana, su tremenda humanidad, su emocionante sentido de la piedad. Basta con leer “Plegaria”, uno de los capítulos más inspirados y emotivos del conjunto, que uno ha subrayado casi por completo: “Líbrame, señor, del sueño de la perfección, pero a la vez recuérdame que no merece la pena escribir si no se aspira a la perfección, para que así yo pueda conseguir el misterioso encanto de lo que, siendo imperfecto, sugiere un vago presagio de perfección”. Luego añade: “no consientas que me pierda en abstracciones sino que aprenda a descubrir el valor de lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y esencial”.
Leyendo la preciosa página que dedica al moño de su abuela, no he podido por menos que recordar el hermoso poema de Irene Sánchez Carrón, que, aun siendo más joven, comparte con Landero esa casi perdida memoria rural extremeña que ellos se empeñan, loado sea, en salvar.
“¡Qué extraña y cómica es la vida!”, exclama, que “no es un remanso sino un camino”. Y qué importancia le da a prologar la infancia: “juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser, en eso consiste el secreto del arte y de la lucidez, tal como tantas veces les recordaba a mis alumnos”.
Paradójico, pide: “Hazme leve, pero hazme también denso, y transparente y opaco a la vez”. Hay que libar “en la flor no en la miel”. Y “escarbar en la evidencia”.
Anota: “El ritmo, el ritmo, siempre el ritmo, porque en él está todo”. Y cómo se aprecia en la prosa que gasta el extremeño (en ese sentido, poética). También: “Lánzame sin piedad al río voraginoso de la sintaxis”.
Ya se ve que estamos ante un curso acelerado de escritura que vale, me temo, por cien talleres. Así cuando escribe: “Y no permitas, señor, que olvide el lenguaje oral que oía de niño, recuérdame que esa y no otra es mi mejor escuela literaria”. De dónde, si no, su jeito.
Y pues que de lo que está bien hecho hablamos, de ese «dar lo máximo de uno mismo en lo mínimo que hace», qué salero, por decirlo en andaluz y no en rayano, el de Landero. Es imposible no sonreír casi de continuo. Qué personajes, qué sucesos. Qué sentido del humor, en suma. Con el “guayabo”, pongo por caso. O con el “aldabón”. O con el proyectado libro de los “polvos”. O con lo de “aquí no trabajamos el mejillón pequeño”. O en el capítulo “Imposturas”, el del abogado Francisco Bermejo, nombre, por cierto, de uno de mis amigos de colegio. Un humor, precisemos, que se acompaña de la ironía, esa suerte de lucidez que nos ampara.
Hay una cata histórica que quiero ponderar. Un delicado elogio de los tiempos de la Transición, tan denostada por algunos ahora. De cuando estaba casi todo por hacer. “Esto ocurrió –dice Landero– en un tiempo y en un país en que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida”. “Era una época incierta, pero nosotros vivíamos confiados y alegres”. “Casi podíamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta cómplice”. “Éramos felices, pero no solo por ser jóvenes sino porque todo parecía entonces joven”. “Las promesas tenían casi tanto valor como las monedas de curso legal”. “Así que yo vivía en un mundo de plenitud personal, pero también histórica”.
“Días de invierno” se titula el episodio final, pero nada mejor para combatir el frío y las penalidades de esta maldita pandemia que este libro. Cuántas telarañas echa fuera. Cuánto alivia de la pesadumbre y del dolor.
Hace falta haber vivido una vida para llegar hasta aquí, donde Landero ha llegado. O soñarla: “me ha gustado más soñar la vida que vivirla”. En todo caso, tan lejos y tan hondo. Cuánta sabiduría para cultivar como es debido este huerto.
Escrito a tumba abierta (pero con plena conciencia de lo que tenía entre manos), reflejo de esa naturalidad que a la fuerza es sincera, literatura mediante (“Porque yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar me lo reinvento casi todo. Yo solo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario”), este es sin duda un libro único. En la trayectoria de su autor, llena de hitos memorables, y en la de nuestras letras, de éste y de aquél lado del charco.
No soy partidario de recomendar lectura alguna, pero con ésta jugaría sobre seguro.
Luis Landero
Tusquets Editores, Barcelona, 2021. 240 páginas. 19.00 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista El Cuaderno.