Rodrigo Olay (Noreña, Asturias, 1989) es doctor en
Investigaciones Humanísticas (Literatura española) por la Universidad de Oviedo
y autor de los libros de poemas: Cerrar los ojos para verte (Oviedo,
2011, Premio Asturias Joven y Premio de la Crítica Asturiana), La víspera (Sevilla,
2014, de nuevo Premio de la Crítica Asturiana) y Saltar la hoguera (Madrid,
2019, Premio Jaén).
Ha
sido incluido en las antologías Siete mundos. Selección de nueva poesía; Re-generación.
Antología de poesía española (2000-2015); Nacer
en otro tiempo. Antología de la joven poesía española; Mucho
por venir. Muestra consultada de poesía asturiana (2008-2017) y
Los últimos
del XX. Antología de poesía (1980-1997). Es colaborador de la revista Anáfora.
Además
del Olay poeta está el Olay Valdés filólogo, especialista en el siglo XVIII,
fallido líricamente. Se pueden rastrear sus investigaciones literarias en Google Académico. Por su edición del
tomo VIII (880 páginas, 140 introductorias) de las obras de Benito Jerónimo Feijoo, el padre
Feijoo (al que dedicó su tesis doctoral), donde se reúne su poesía completa (reseñada por Luis Alberto de Cuenca en ABC), fue distinguido con
el premio anual de la Sociedad Española de Estudios del Siglo XVIII. Olay logró
recuperar 37 poemas inéditos del fraile benedictino y fijó su corpus en 131
composiciones.
En una reseña
publicada hace poco en EL CUADERNO sobre la última de las antologías citadas, la
de Miguel Munárriz, escribí algo que vuelve a venir a cuento: «Rodrigo Olay acaba de conseguir, con su tercer
libro, un accésit del Adonais. Es el prototipo del poeta-profesor (…). Reconoce
que siempre se ha sentido atraído por esa figura. Bueno, el dice doctus
poeta y es que se nota esa condición didáctica y docente. (…) Para
definir la poesía echa mano de Wordsworth, Coleridge, Auden u Ory, y recalca la
importancia de las “lecturas de formación” hasta el punto de defender, sin
empacho, que “quienes saben de poesía son más los filólogos que los poetas”.
Sus “eruditerías” sorprenden. (…) Otra predilección confesa: “las líneas
figurativas”, las “corrientes realistas”».
El
aludido accésit es ya su cuarta entrega: Vieja
escuela y, según el jurado, lo consiguió “por la fértil interacción
de vida y literatura, sustentada en una gran variedad de registros y en un
sobresaliente dominio y actualización de la dicción clásica”. Lleva en la
portada dos fechas: 2009-2020. Entre ambas, Olay ha dado a la imprenta sus tres
primeros libros.
Lo abren cuatro citas y sólo son las primeras de una numerosa
serie de epígrafes que confirman su sólida vocación lectora. Para seguir con
las pistas, del Cancionero de Baena, Garcilaso, Lope y Lausberg, el filólogo
alemán especializado en Retórica, del que toma estas palabras, verdadero lema
de este libro: “La unidad superior al poema es la vida”. Sí, recurriendo a
composiciones estróficas clásicas, que se renuevan o actualizan –sobre todo,
gracias a la sintaxis–, todo va sustentarse y debatirse entre el elaborado
artefacto literario que cada poema representa y la sencilla verdad que se
embosca en su significado. Hablando de verdades, la del amor es tal vez la más
omnipresente, ya sea con respecto a una mujer (léase “Dedicatoria”: “la mujer
que elegí, que me eligió”), la familia o la amistad. Raro es el poema que no
está dedicado.
La estructura del libro obedece también a un decidido
ejercicio de perfección y virtuosismo. En “Obertura: Roda”, “España 2019”. La
realidad. El presente. “Los versos no alcanzan, nunca alcanzan”. Cita a Cetina.
“Contra todo tú solo, contra todo, / mi vieja escuela y siempre medicina”.
“Quizá yo” reúne cinco poemas. Cada parte o serie temática va
a contener ese número exacto de composiciones. En esta prima, el título es
elocuente, el “yo”. Lo autobiográfico es inseparable de estos versos. En
“Personalidad múltiple” juega con las diferentes maneras que tienen de
nombrarle, cómo le llaman unos u otros.
En “Buenavista” aparece su abuela Gelina. Con ella, el niño y
el miedo y el lobo y el padre.
“Siempre he creído que iba a morir joven” es un poema
central. Ahí, la enfermedad. De la piel, según entiendo, pero que le afecta a
la vista. “Yo me iba a morir”. “Mis cataratas a los treinta años”. “El niño del
milagro”. El superviviente, en suma. En “Apunte” leemos: “Yo, que siempre
parezco estar muriendo”.
“Víctimas” es otro poema muy significativo (cita a Gamoneda y
Carnero: “La verdad acontece con el daño”). De nuevo, el niño. Y el dolor. Y
los otros: “Fue su amor sin porqué, como la rosa”. Antes, confiesa: “La
enfermedad (…) nunca me dio bondad”. Termina: “Yo mismo puedo ser peor que yo”.
“Llama única” (o del amor) comienza con “La caricia del
alba”: “Otra vez que amanece y no he dormido”. Porque ha estado escribiendo,
“esclavo entre letras”.
“En voz queda”, “canta, canta, canta, que te mire”. El amor y
el bíblico Cantar de los Cantares.
“Iberia 0479” es un buen ejemplo de cómo la sintaxis actúa
como fuerza esencial de esta poesía que, sin remedio, a pesar de su carga
retórica, no deja de ser actual, de este tiempo.
En “Media vida” recuerda a Félix Grande y escribe un feliz verso
que ya he citado alguna vez: “y es dulce conmorir con quien se ama”.
La serie “Álbum” empieza con “Urueña”, la villa castellana de
los libros. Con los amigos, “a la busca de viejos libros libres”.
“Neuvic” es otro texto significativo. Técnica, lenguaje,
soltura. Se imponen las minúsculas. “Si tengo todo el tiempo por delante /
tengo todo el espacio por delante”. Su último verso: “juro que amé la vida y
que me amaba”.
Los recuerdos de la primera juventud afloran en “Pavía”.
Maestros y discípulos. Clases y alumnos.
“La Vega” nos lleva a la casa familiar (“que es todo lo de
entonces”), al campo. “Sólo quiero una cita. / Solo verla otra vez. / Solo ver
otra vez a mi abuela Jovita”. “¿Quién va a arreglarlo todo ya sin padre?”.
“Regnum Asturorum”
aterriza aún más en la actualidad y en su tierra: “He heredado el pavor a la
pobreza, / niño de la bonanza”. Al fondo, sí, Ben Clark y Rocío Acebal. Himnos
generacionales. “¿Mi país ha proscrito la esperanza?”
“Intermedio: Oda” contiene el extenso y logrado poema
“Foncalada 27”. El amor, la pandemia, 2020.
“Enunciados informativos” gira en torno a la escritura y sus
márgenes: “escribo y quien yo quiero sigue vivo”.
Revelador resulta el poema “«Acusado por los críticos
literarios de…» (En efecto, otra cita de González)”. Tras desvelar los nombres
de sus presuntas influencias, irónico proclama: “¿Y el dolor? En mis poemas /
sólo es mío lo peor”.
En la misma tónica, “Canción de los exiguos antiguos y de los
hodiernos modernos (Informe informe) o La generación del 89”, que, por si era
un título corto (de premeditado aire novísimo),
subtitula: “(Nueva «Oda a los nuevos bardos»)” (en referencia al conocido poema
de uno de sus maestros, recién mencionado: Ángel González). Empieza: “Sí sé que
los Antiguos siempre pierden”. Es, sin duda, uno de los más divertidos del
conjunto, claves mediante.
“Autografía” y “Poética” dan vueltas al asunto de qué y por
qué se canta.
“Prolegómenos a una brevísima historia personal de la
literatura” incluye “Ítaca”, una nueva vuelta de tuerca al tema homérico con
algún alarde (“que amar a mar amarga sabe al cabo”) y no pocos versos certeros:
“–Nosotros, Nadie, acaso tú: cualquiera–. “Tal vez Ítaca esté donde no estés”.
En “Burdeos” recurre al romance. “Yo doro grial” es una
sextina que podría haber escrito Cirlot.
En esta parte (y en el resto del libro) menudean, ya que de
influencias hablamos, se apuntó hace un momento, los homenajes, más o menos
velados, a algunos novísimos o, mejor
dicho, a la poesía que aquellos poetas, castelletianos o no, idearon. Guiños
culturalistas, cierto exceso verbal, por ejemplo. Eso no impide afirmar que, ya
se anotó, es a la poesía figurativa de los ochenta (sin olvidar la lectura de
la del 50 realizada por aquella tendencia) a la que la poética de Olay se
mantiene más fiel.
“El don de la mirada”, la última serie, se abre con “Yann
Tiersen”, poema de un solo verso: “La máquina del tiempo está en la música”. “Lluvia
fina” agrupa diez haikus. En “Cementerio marino (epitafio)” leemos: “Era yo lo
que eres. // Tú serás lo que soy”.
En “Final: Coda”, “Corazón de tinta”: “Un día entenderás, y
será tarde, / que sé que es solo verso lo que arde / y que toda mi sangre está
en mi obra”. La última o única verdad de este libro que concluye con “Envío”.
Ya en “Dedicatoria” se explicaba: “Yo solo sé de mí que amé
vivir, / que alegría se impuso a enfermedad, / que supimos medirnos con el
miedo / e intenté merecer lo que tenía”. Lo demás…
Vieja escuela
Rodrigo Olay
Adonais, Madrid, 2021. 110 páginas.10 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.