Josu de Solaun (1981), valenciano de origen vasco, es un
pianista reconocido en el panorama internacional. Sobre todo por ser el primer
y único español que ha logrado ganar los prestigiosos concursos de piano Enescu
(2014) e Iturbi (2006), así como el de la Unión Europea (2009). En
Bucarest, Valencia y Praga, respectivamente. Es autor de una selecta
discografía; con obras del citado violinista y compositor George Enescu, por ejemplo, del que ha grabado
sus obras completas para piano.
Formado en el Colegio Americano de su ciudad natal, de 1999
a 2014 residió en la ciudad de Nueva York (“era
mi ciudad”, comentaba en una entrevista, parafraseando a Woody Allen),
donde llegó para quedarse con diecisiete años. “Me
siento neoyorquino; la ciudad me ha formado como persona y como músico”, comentó en la revista Ritmo. Allí se graduó en la Manhattan School of Music
(una institución que ayudó a fundar Pau Casals en 1917) como Licenciado en
Música, Magíster en Música y Doctorado en Artes Musicales, sucesivamente. Aunque
reconoce que “a través del piano soy músico”, también estudió música de cámara,
dirección de orquesta y ha sido profesor de piano en Sam Houston State University. En
2019 regresó a España.
De esa larga e intensa estancia en Nueva York –no
fueron años sencillos– surge este libro. El primero de Josu de Solaun.
Reconozco que es emocionante acompañarle en su debut literario, más a una edad
en la que pocos poetas suelen iniciar su carrera, tan distinta, por cierto, de
la musical. Con todo, no hace falta recordar la íntima relación que existe
entre la música y poesía, que, si hacemos caso a Eliot, fue primero eso, puro
ritmo. Nadie como san Juan de la Cruz para definirla: “música callada”. De
Solaun las compara: “la poesía se parece a la música, sugiere más que
dice algo concreto”. Y añade: “[la poesía] siempre tiene un sentido, aunque no
sea fácil de acotar. Exactamente como en la música”.
Cuando el periodista González Chamorro le pregunta en esa
misma conversación si tiene “alma de poeta”, éste le
contesta: “Qué casualidad, soy lector de poesía desde muy joven y también la
escribo”. Pues bien, por mediación de un amigo común, el neoyorquino de
Navalmoral de la Mata José Muñoz Millanes, vecino suyo en la ciudad de los
rascacielos, conocí hace algunos años los primeros versos de este impenitente
lector de poesía. Me causaron una buena impresión. Había elegido excelentes
maestros, como el sevillano Cernuda (del que puede que tome la costumbre de
iniciar cada verso con mayúscula) o su paisano César Simón, dos poetas que
también tiene uno por modelos. Pero es ahora, al leer su primer libro, de
gestión lenta, ajena a la presión del joven poeta que quiere hacerse un nombre
y publicar cuanto antes su ópera prima, cuando reparamos por completo en su
recién estrenada condición de poeta.
Abundan en él las citas o epígrafes. También los
homenajes. El libro está dedicado al padre. Pero vayamos por partes.
Las
grietas abarca un amplio marco temporal de veinte años exactos,
de 1999 a 2019. Se abre con dos citas, de Cernuda y Simón, ya mencionados. El
primero alude a la soledad. El segundo reconoce que “la vida es densidad”. Comienza
precisamente con “Densidad primera (1999-2001), y con “Las edades del sol”;
“Cinco monólogos en un paseo”, reza el subtítulo. En ellos, es lógico, habla
consigo mismo. Estamos, sí, ante una poesía intimista, dicha en voz baja.
Melancólica. De soledades. Propia, acaso, del silencio que precede, primero, y
sucede, después, a la música. De los espacios vacíos que llena un hombre
entregado a una absorbente pasión musical. Una suerte de diario vital (“Querido
diario”, dice en el poema “El Yo Dividido”). Del difícil, complejo transcurrir.
Del día a día. Anotaciones que intentar explicar lo que sucede. Y lo que a uno
le sucede. Por aquello de que sólo al escribir puede el poeta comprender lo que
ve, oye o, en general, siente. Para saber. A la busca del sol. En medio de la
noche. En el silencio: “Porque el silencio es el paraíso de quienes
escuchan”. Ante “el horizonte de nuestra fragilidad”. Allí, “La belleza
ingrávida hecha carne. / Es como el intenso olor de las resedas, /O el sonido
de los viejos relojes, /Que están ahí, permanentemente, / Escondidos bajo el
ropaje de nuestra desidia, / Cuyos latidos ya no sentimos, / Por miedo a
perdernos en la oquedad / Del espacio inmóvil, yerto”.
“Ciudad sin nombre” está escrito, como la sección anterior, entre 1999 y
2001. Se trata de un poema en seis partes que homenajea a Lorca, “neoyorquino de
siempre”, al menos desde que escribiera su fulgurante Poeta en Nueva York, un hito de la poesía contemporánea.
Los lugares (el Straus Park de Manhattan; Spuyten Duyvil, el
barrio del Bronx; Morningside Heights, en Manhattan también…), las sensaciones (“Un
día se levanta /
Y descubre que el tiempo no / Existe”), etc.
Y más homenajes: a Stevens y a Eliade. En “Rutas del
desierto” opta por la brevedad del impresionismo.
“Las grietas” se concibe entre 2001 y 2004. Tardes en el
metro, en un restaurante… “Ver
los colores. / La debilidad que nos sostiene. / La verdadera flaqueza. / El ser
/ honesto con la nube, / El beso, con los pájaros, / Contigo...”. En “Amores Cartesianos” see lee: “Te
quiero, luego existo. // Luego, existo y te quiero / Existiéndome”. Y en “Codetta”: “Toda metafísica debe ser un secreto. / Y no, poeta, no hay suficiente / En no pensar en nada” (que diría
Pessoa).
“Entre
bastidores” está escrito entre 2004 y 2012 y se compone de dos partes. En la
primera hay homenajes a Malher, Wittgenstein (a propósito de la famosa proposición
del Tractatus: “De lo que no
se puede hablar hay que callar”: “Toda metafísica debiera ser / Un secreto.
Toda historia / De amor, toda obra / De arte, toda futura / Estilización o ritual
o artificio / O artesanía / O retórica: todo / Un secreto”), Tarkovsky (De
Solaun ama el cine), Rauschenberg o Levertov.
En la segunda, distintas reflexiones en forma de poemas
concebidas en Varsovia (“En este pequeño cuarto oscuro / Deja que todo se descifre
/ Con la lentitud del alba, / La única lentitud que te exalta, / La única
lentitud porque mueres”) o la Universidad de Princeton (“Y es aquí [en el jardín de siempre], en esta mañana tranquila, / Donde por fin
entiendo / Todas / Las mañanas del mundo”). Inspirándose en una película de
Aki Kaurismäki “Es tu nombre / De poeta triste y de calle soñolienta / El que
los invoca, / El que inventa / El nuevo porvenir”).
El libro se cierra con “Últimos poemas”, los escritos entre
2012 y 2019. Versos de un verano en Miami (el extenso “El Maestro de la
Angustia”), de un otoño en Tbilisi (“Mis días aquí han terminado, piensas, /
Mientras intentas mirar / Tras las cortinas y el amplio ventanal / Hacia los tristes edificios
primero / Y luego hacia las montañas, / Buscando en vano respuestas / A las
preguntas de siempre”), otro verano en Martina Franca (“Si las musas fueran / Flores silvestres / Y
dejaran correr su aroma / Por los ángulos angostos”)… En el largo poema
final, un homenaje a Salinas (que también lo es a Neruda), leemos: “Hay hielos que abrasan / Con tan
sólo pensarlos”. Tal vez ese sea el misterio de la poesía. A ella se da De
Solaun con fervor, como diría Zagajewski. Poesía, la suya, de la lentitud, del
ensimismamiento, interior y meditativa, pero nunca ajena al mundo que le rodea.
Más a él, incansable viajero con el piano –esto es, su vida– a cuestas. Adéntrese
el lector sin miedo y sin prisa en esta sucesión de momentos que gracias al
arte poética han quedado fijados en un presente eterno.
Plasencia, enero de 2021
NOTA: Este es el prólogo del libro Las grietas, ópera prima poética del pianista Josu de Solaun.