21.5.21

La casa de mi padre

José Carlos Díaz
(Gijón, 1962) licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, fundó en 1984, junto a Juan Ignacio (Nacho) González, el Grupo Poético Cálamo y formó parte del equipo de los cuadernos Heracles y Nosotros. Desde 2006, mantiene el blog Los Diarios de Rayuela.
Es autor de los libros de poesía Velar la arena (1986), La ciudad y las islas (1992), Contra la oscuridad (con el citado Juan Ignacio González, 2004), Convalecencia en Remior (2015) y Cantata de los días tasados (2017, Premio Ramón de Campoamor). Como narrador, ha publicado las novelas Letras canallas (Premio Ciudad de Noega), Aunque Blanche no me acompañe (Premio Salvador Aguilar) y Vísperas de nada (Premio Castillo Puche).
Su última entrega poética, Aire de lugar y gente, ve la luz en una editorial –gijonesa, como él– visible y bien distribuida. Forma parte del catálogo de una colección acreditada.
En un “apunte al margen” (a modo de nota final), Díaz afirma: “El despojo alentó este libro. No de otra manera se siente la muerte”. La del padre, en este caso, muerto a principios de 2018. Estos poemas, confiesa, “fueron una manera prolongada de duelo”.
El libro tiene una trama narrativa. O, como se dice tanto ahora, incluye un relato. El de un hijo que va a enterrar las cenizas de su padre al lado de la casa donde éste nació. Allí, dos infancias se encuentran. Y otras circunstancias familiares.
La casa aparece en la cubierta. Está en Villanova (Boal). Todo es concreto aquí. O real. Aunque es una fotografía, parece un cuadro de Miguel Galano (al se cita dos veces en estas páginas), una de esas casas que “pinta a menudo diluidas en la niebla”.
La obra se abre con un poema titulado como el libro que va precedido de una cita de Ángel Campos Pámpano (de aires hernandianos): “Volver a casa / por los altos andamios / de la memoria, / y respirar su aire / de infancia humedecido”. Leemos: “Dibujar en la niebla / (…) / la forma de una casa”. Y “la sombra de quien la habitó un día”, que “da noticia / de que la vida quizás ha vuelto”. “Y dibujar además un aire / (…) / que sea el del lugar y el de su gente”.
Por seguir con ese orden narrativo a que aludía, en “Hacia” se agrupa una serie de poemas que tienen al río como protagonista. Ya nos advierte Díaz en el “apunte” que evoca “Un lugar al que se llega remontando un río. Como siempre se llega a la memoria”. No es el Tajo del famoso poema de Caeiro/Pessoa, “el río que corre por mi pueblo” (versos que copia Díaz como epígrafe), sino el Navia. Ahí, “la labial cartografía de mi infancia / en la que ahora duelo”.
El tono, desde el principio, es melancólico. Por el motivo del viaje (y lo que este conlleva) y porque, como señala César Iglesias en la contracubierta (quien “me persuadiese de procurarle imprenta”, anota el autor), la suya es “una sentimentalidad de la herida, a la manera del «bem que se padece e mal de que se gosta» de Manuel de Melo. Sentimentalidad con nombre propio en la lengua asturleonesa, el idioma de sus mayores: «la señardá», el decir emocional que el autor comparte con otros creadores, todos pobladores de la geografía afectiva del noroeste ibérico y otros parajes artúricos”. Se lee a las claras en “Islas” o en “La renuncia”: “Así era la vida”.
La segunda parte es “Flashback”. En una cita de Menéndez Salmón (otro gijonés), se insta a “aceptar que pavor y fiereza no tienen patria y que anida en todos los corazones por igual”.
Porque la memoria es caprichosa, “quizás nada de lo que cuente sea exacto”, escribe en “A modo de venganza” (abundan, por cierto, los “quizás” en este libro), donde se refiere al “pasado de los míos”. Más explícito es aún en “La mentira”, que empieza: “Toda familia se defiende / con mentiras urdidas / en el rencor o por vergüenza”. También la suya, “una carta olvidada / en el cajón de ese enser en desuso”. Los abuelos, los padres... La muerte. Y la guerra, el odio y el silencio. “Nuestra mentira fue / proclamar que nos fluye / por las venas coraje, / a la vez que rumiamos, / en silencio y por dentro, / el ácimo pan del reproche”.
“Causa general” lleva una cita de Chaves Nogales que termina: “Es el miedo el que da la medida de la crueldad”. El poema concluye: “Hubo que desterrarse / para empezar  desde la nada y el despojo. / Sin padre, sin tierra, sin lengua. // Al escribir siempre se exhuman / los huesos que nos yacen bajo olvido”.
“Lugar (y gente)” se titula la tercera parte. “El lugar”, precisamente, se titula el poema inicial, inspirado en un cuadro de Galano. Casas, aldeas, “los aislados”.
En “Nada tengo”: “Nada tengo allí”, “Nada me queda allí”, “Nada me espera allí”.
“La nostalgia es una suerte menor del miedo”, dijo Sergio del Molino y a partir de esas palabras Díaz construye un poema logrado: “Interpretación de la nostalgia”.
“Raíces” es otro poema importante en la estructura del volumen; unitario, ya se dijo, donde cada pieza obra a favor del relato autobiográfico que pretende transmitirse. Leemos: “Todo era distinto cuando en la casa había vida”. Y en “Abandono”: “La hierba ha ido borrando / el sendero que subía hasta la casa”.
En “Lavadero”, la ropa y las mujeres. Al frente, un verso de María Victoria Atencia: “Públicamente expongo al agua mis razones”. En “La noche”, el miedo. En “Lareira”: “Así era la brega de los días”. Cuánta penuria. Salvo “en los días dorados de luz”.
En “Nolugar” leemos: “En toda demolición se expía / un rastro edificado de soberbia”.
Road movie” habla de la imaginación. El precioso “Ciruelas amarillas”, de la vida de Andrés García Bermúdez, que prefería los árboles a las ruinas de la mina de wolframio.
 “Y leerás a la luz del sol entonces” dice en “Primavera”. “Esa perplejidad era el paisaje”, afirma en “Las manos”.
“El árbol” es un emotivo poema que habla de raíces y cenizas, y de un cedro que desafía a la intemperie. Como el que “crece y habla” en la página siguiente.
“René, mon père”, la cuarta parte de Aire de lugar y gente, es tan extensa como la anterior (las dos más sustanciosas del libro) y con varios poemas en prosa.
No vamos a descubrir ahora la importancia que el tema de la muerte del padre ha tenido y tiene en la literatura, aunque no todos los poetas que lo han abordado estuvieran a la altura del reto. Podría citar ejemplos cercanos, pero prefiero callarme.
Sí, el padre de Díaz tenía ese nombre “afrancesado”. En “Recuerdo” dice: “El olvido es una renuncia / que vuelve la vida fácil”.
Estamos ante un conjunto de gran transparencia, tanto en lo formal (esta es una poesía de “línea clara”) como, digamos, en su materia. Dan cuenta del baño de los sábados, de los mareantes viajes al pueblo por carreteras secundarias, del tráiler que conducía René, de las películas caseras, de las fiestas y las bodas… Y de las fotos antiguas: “Las fotos que nos tomaron cuando éramos dioses / y a pesar de que no lo sabíamos, / actuábamos como inmortales”. “Las fotos crueles que nos dan noticia / de que la vida fue posible también sin miedo”. También de la enfermedad, la “lenta despedida”, la incineración y las cenizas…
“Viviremos por un tiempo en la herida”, leemos, un verso que tiene relación con otro de Joan Margarit: “una herida es también un lugar donde vivir”.
Como buen gijonés, René siempre quiso “volver a Benidorm”, como relata en uno de los poemas más gratos del conjunto. Todo lo contrario que “Rendición”, donde se expresa una áspera verdad: “Y si no hay consuelo / a este trance indigno, / ¿por qué debe lucharse?”. “También su padecimiento fue dócil”. “Para qué luchar cuando de nada sirve”.
Es en estos poemas centrales donde encontramos nítidamente la sencillez y la humildad con la que este libro está concebido. Donde mejor alienta su pequeña verdad. Una verdad transferible que cualquier lector puede hacer suya. El dolor del que trata es, por desgracia, un sentimiento universal.
“Después”, la última sección, es una respuesta a la desolación, a esas preguntas retóricas que cada cual sabrá (o podrá) responder a su modo. Por la risa del hijo.
“Derrabe a cielo abierto” es otro poema clave: “La vida en marcha, / y la muerte inmóvil”.
“La luz juntos” un perfecto broche que afianzará en el lector el poso amargo de esta travesía hacia el pasado, río arriba, hacia la casa del padre, donde uno, como en la vieja canción de José Antonio Labordeta, también ha regresado. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.