Hace unos meses quedé en el bar Español de la Plaza
Mayor de Plasencia con Héctor Escobar, entre otras cosas (aquí vino como
músico), editor de Eolas y director de la colección “narraciones de un náufrago”.
Traía bajo el brazo un precioso tesoro en forma de libro; este, Cerezas en el
escondite. Textos periodísticos 2011–2020, del que es autor el zamorano residente
en León Tomás Sánchez Santiago.
Lo primero que llamó mi atención, como es lógico, fue su cubierta: la fotografía “Girasoles para Sonia”, de Encarna Mozas, a quien dedica, por cierto, uno de los textos que componen la obra.
El subtítulo puede dar lugar a equívocos. Para el lector desavisado, lo de “periodísticos” acaso mengue la categoría de estos textos que superan con creces los estándares de lo que se publica en los periódicos, más en estos ruidosos y apresurados tiempos. Estamos, sí, ante artefactos literarios y, en consecuencia, ante artículos serenos y reflexivos escritos con voluntad de estilo. Se suele repetir, y con razón, que a un poeta de fuste se le reconoce por su prosa. La de TSS, novelista y autor de libros de diarios y otras heterodoxias narrativas (en estas mismas páginas publica sus “Cuadernos pálidos”), es poderosa e inconfundible, propia de alguien que sabe que el lenguaje es la clave. Poco importa si lo que tiene delante es un poema o unas páginas para un periódico.
En el “Aviso inicial” nos recuerda que desde febrero de 2011 hasta mayo de 2020 colaboró en «La sombra del ciprés», el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, por expreso deseo de Angélica Tanarro, la jefa de sección de cultura de esa prestigiosa cabecera.
Esos “nueve años algo largos” dieron para mucho. Con “libertad total”, remarca, fue sacando adelante estos artículos que ahora reúne en forma de libro, “prueba irrebatible de que al final todas las palabras salen al aire”, dice él.
Relaciona su título (muy hermoso, por cierto) con la alegría, “único pariente de la felicidad que me es creíble”. Y con la metáfora del “escondite”, una suerte de refugio donde resistir los embates de la intemperie. “Buscaba yo cobijarme —y cobijar esta escritura— bajo una imagen que evocase algo parecido a la alegría, único pariente de la felicidad que me es creíble. Imaginaba eso: ir guardando cerezas sigilosamente en un escondrijo como quien preserva de las inclemencias del mundo un pequeño botín, infantil y secreto. En realidad, la propia aventura que me supuso escribir cada uno de estos textos fue eso para mí: llevar a un escondite el lujo rojo y frutal de unas cerezas brillantes. ¿Qué otra cosa es querer compartir en voz baja ocurrencias y propuestas con esa tribu invisible de lectores que se atreven a entrar, entre crujidos de ramas apartadas, en el bosque disimulado de un suplemento cultural? O sea, en un escondite”.
Lo aclara en la primera entrega: “el gran escondite es el lenguaje”. Y matiza: “ciertas maneras de tratar con el lenguaje”. Y sigue: “El poeta pide tan solo que le dejan ese escondite para enterrar y desenterrar de cuando en cuando unas cuantas palabras (...) Es una conducta solitaria y clandestina. Y sin certeza ninguna”.
No sólo de la poesía, esencial en su vida y en su obra, habla TSS. También de otro asunto íntimamente relacionado con ella: la lectura, de la que es inseparable. Y ahí, su club de lectura, ese microcosmos formado por seres misteriosos que cada martes conversan sobre un libro. En “La hora del lector” concreta más y allí alude a “la concentración, la reflexión sostenida, la paciencia, el silencio o el lenguaje interior del pensamiento”, elementos propios de esa “actividad extravagante, casi una religión” y tan lejanos de lo que es norma en nuestra sociedad tecnológica y sus “estímulos electrónicos” (aunque sea en forma de libro). Evoca, en fin, la apasionante lectura de la adolescencia y los veranos, en el corral de casa.
Habla también de los escritores, ya que los mencionamos, como el triste Sábato, los delicados José Antonio Abella (editor de Isla del Náufrago) y Gaspar Moisés Gómez (apenas una sombra), su amigo del alma Ángel Campos Pámpano (qué precioso y emocionante análisis de su poesía hace en “Cercano a lo que importa”), el feroz Luis Cernuda, el esquinado Cristóbal Serra, el añorado Luis Javier Moreno, el deambulante Aníbal Núñez, el sombrío Verne, el rescatado Aldecoa o el músico-poeta Leonard Cohen y su “voz de brea”.
Y de los graffitis; de las “ciudades interiores”: su natal Zamora, la de la calle Feria (la suya, la de Joaquín Lorenzo) y sus pequeñas tiendas de barrio, o León; de la fotografía y el “mucho mirar”; del lenguaje “estreñido” de los emoticonos, que uno se ha esforzado en no usar; de la pintura de Antonio López, Zacarías González o José María Mezquita; de la voz, que define nuestra personalidad como pocos atributos; del enfoque moral de estirpe camusiana (así, en “La vida pública”), el de “Para ser, es preciso hacer”; de la madre temerosa perdida entre las nieblas de la ancianidad; del robo de libros, un divertido relato cuyo protagonista es “Doce Dedos”; de la mesa de trabajo y el estilo (páginas 141 y 142); de las antologías, que aparecen en “Perdulario” y son retratadas con ironía en “Necesidad de subir al origen”; de la teoría del bostezo, donde el humor, tan presente en la prosa de TSS, brilla con candor, como en el hilarante “Los cierto y lo posible”; del “yo fermentado” y el abuso de los retratos; de las solapas y sus patéticos engaños, “porque el territorio de cualquier libro es la intemperie”; de la sequía; de los oficios, como el de jardinero (“El jardinero de los hombres es el escritor”); del mercado de abastos; de Cosme, el de las afueras; de la “palabra del año” y el peso del pensamiento; de las cosas (“Las cosas, las cosas...”), esa obsesión que analiza en “Objetos al acecho”; etc.
Y todo queda dicho, y bien dicho, desde “el claro nombrar”. Deja “a los nombres cerca de las cosas”, sin miedo, porque “el poeta verdadero trata de dar un significado a la experiencia”. Porque “la poesía busca el verdadero estar del hombre en la tierra –escribió Sophia de Mello– y por eso «donde la poesía no esté nada real puede ser fundado»”.
En una entrada reciente del diario antes citado leemos: “Cuidado con la arrogancia de los adjetivos. A veces, su estatura tapa todo lo que viene detrás, como cuando en el cine te tocaba justo delante un hombre demasiado alto o una mujer de peinado estrepitoso de chimenea y te impedían ver en toda su amplitud la película. También hay que procurar la discreción en las palabras. Recuerdo haber leído al gran Antonio Pereira (ese autor que cultivaba en sus relatos «un erotismo diocesano», al decir de Gamoneda) que entre dos palabras había que elegir siempre la más clara; y en caso de duda u ofuscación, la menos prestigiosa. Debería aplicármelo”. Creo que ya lo hace. Informa del tono de su escritura.
El suyo es, sin duda, un “oficio de paciencia”, como dijo Eugénio de Andrade, al que cita en varias ocasiones, como a Juan Ramón, otro de sus referentes. Seres que parecen tener las palabras adecuadas para cada situación. Léase “Batido de voces”.
Cierra el volumen un artículo que lo abrocha perfectamente. “Lo que habrían dicho ellos” se titula. Se pregunta TSS lo que algunos amigos muy queridos habrían decidido ante tal o cual situación sobrevenida. Me refiero a Rafael Chirbes, Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano, José Manuel Diego, Luis Javier Moreno y Tomás Salvador González. Arden las pérdidas, como diría otro de sus maestros.
Ha sido una estupenda idea la de agrupar estos textos periodísticos en un libro. Se ve a las claras que cuanto escribe Tomás Sánchez Santiago, poco importa el formato, está dotado de la gracia de la literatura. Por eso ha de salir de su escondite.
Lo primero que llamó mi atención, como es lógico, fue su cubierta: la fotografía “Girasoles para Sonia”, de Encarna Mozas, a quien dedica, por cierto, uno de los textos que componen la obra.
El subtítulo puede dar lugar a equívocos. Para el lector desavisado, lo de “periodísticos” acaso mengue la categoría de estos textos que superan con creces los estándares de lo que se publica en los periódicos, más en estos ruidosos y apresurados tiempos. Estamos, sí, ante artefactos literarios y, en consecuencia, ante artículos serenos y reflexivos escritos con voluntad de estilo. Se suele repetir, y con razón, que a un poeta de fuste se le reconoce por su prosa. La de TSS, novelista y autor de libros de diarios y otras heterodoxias narrativas (en estas mismas páginas publica sus “Cuadernos pálidos”), es poderosa e inconfundible, propia de alguien que sabe que el lenguaje es la clave. Poco importa si lo que tiene delante es un poema o unas páginas para un periódico.
En el “Aviso inicial” nos recuerda que desde febrero de 2011 hasta mayo de 2020 colaboró en «La sombra del ciprés», el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, por expreso deseo de Angélica Tanarro, la jefa de sección de cultura de esa prestigiosa cabecera.
Esos “nueve años algo largos” dieron para mucho. Con “libertad total”, remarca, fue sacando adelante estos artículos que ahora reúne en forma de libro, “prueba irrebatible de que al final todas las palabras salen al aire”, dice él.
Relaciona su título (muy hermoso, por cierto) con la alegría, “único pariente de la felicidad que me es creíble”. Y con la metáfora del “escondite”, una suerte de refugio donde resistir los embates de la intemperie. “Buscaba yo cobijarme —y cobijar esta escritura— bajo una imagen que evocase algo parecido a la alegría, único pariente de la felicidad que me es creíble. Imaginaba eso: ir guardando cerezas sigilosamente en un escondrijo como quien preserva de las inclemencias del mundo un pequeño botín, infantil y secreto. En realidad, la propia aventura que me supuso escribir cada uno de estos textos fue eso para mí: llevar a un escondite el lujo rojo y frutal de unas cerezas brillantes. ¿Qué otra cosa es querer compartir en voz baja ocurrencias y propuestas con esa tribu invisible de lectores que se atreven a entrar, entre crujidos de ramas apartadas, en el bosque disimulado de un suplemento cultural? O sea, en un escondite”.
Lo aclara en la primera entrega: “el gran escondite es el lenguaje”. Y matiza: “ciertas maneras de tratar con el lenguaje”. Y sigue: “El poeta pide tan solo que le dejan ese escondite para enterrar y desenterrar de cuando en cuando unas cuantas palabras (...) Es una conducta solitaria y clandestina. Y sin certeza ninguna”.
No sólo de la poesía, esencial en su vida y en su obra, habla TSS. También de otro asunto íntimamente relacionado con ella: la lectura, de la que es inseparable. Y ahí, su club de lectura, ese microcosmos formado por seres misteriosos que cada martes conversan sobre un libro. En “La hora del lector” concreta más y allí alude a “la concentración, la reflexión sostenida, la paciencia, el silencio o el lenguaje interior del pensamiento”, elementos propios de esa “actividad extravagante, casi una religión” y tan lejanos de lo que es norma en nuestra sociedad tecnológica y sus “estímulos electrónicos” (aunque sea en forma de libro). Evoca, en fin, la apasionante lectura de la adolescencia y los veranos, en el corral de casa.
Habla también de los escritores, ya que los mencionamos, como el triste Sábato, los delicados José Antonio Abella (editor de Isla del Náufrago) y Gaspar Moisés Gómez (apenas una sombra), su amigo del alma Ángel Campos Pámpano (qué precioso y emocionante análisis de su poesía hace en “Cercano a lo que importa”), el feroz Luis Cernuda, el esquinado Cristóbal Serra, el añorado Luis Javier Moreno, el deambulante Aníbal Núñez, el sombrío Verne, el rescatado Aldecoa o el músico-poeta Leonard Cohen y su “voz de brea”.
Y de los graffitis; de las “ciudades interiores”: su natal Zamora, la de la calle Feria (la suya, la de Joaquín Lorenzo) y sus pequeñas tiendas de barrio, o León; de la fotografía y el “mucho mirar”; del lenguaje “estreñido” de los emoticonos, que uno se ha esforzado en no usar; de la pintura de Antonio López, Zacarías González o José María Mezquita; de la voz, que define nuestra personalidad como pocos atributos; del enfoque moral de estirpe camusiana (así, en “La vida pública”), el de “Para ser, es preciso hacer”; de la madre temerosa perdida entre las nieblas de la ancianidad; del robo de libros, un divertido relato cuyo protagonista es “Doce Dedos”; de la mesa de trabajo y el estilo (páginas 141 y 142); de las antologías, que aparecen en “Perdulario” y son retratadas con ironía en “Necesidad de subir al origen”; de la teoría del bostezo, donde el humor, tan presente en la prosa de TSS, brilla con candor, como en el hilarante “Los cierto y lo posible”; del “yo fermentado” y el abuso de los retratos; de las solapas y sus patéticos engaños, “porque el territorio de cualquier libro es la intemperie”; de la sequía; de los oficios, como el de jardinero (“El jardinero de los hombres es el escritor”); del mercado de abastos; de Cosme, el de las afueras; de la “palabra del año” y el peso del pensamiento; de las cosas (“Las cosas, las cosas...”), esa obsesión que analiza en “Objetos al acecho”; etc.
Y todo queda dicho, y bien dicho, desde “el claro nombrar”. Deja “a los nombres cerca de las cosas”, sin miedo, porque “el poeta verdadero trata de dar un significado a la experiencia”. Porque “la poesía busca el verdadero estar del hombre en la tierra –escribió Sophia de Mello– y por eso «donde la poesía no esté nada real puede ser fundado»”.
En una entrada reciente del diario antes citado leemos: “Cuidado con la arrogancia de los adjetivos. A veces, su estatura tapa todo lo que viene detrás, como cuando en el cine te tocaba justo delante un hombre demasiado alto o una mujer de peinado estrepitoso de chimenea y te impedían ver en toda su amplitud la película. También hay que procurar la discreción en las palabras. Recuerdo haber leído al gran Antonio Pereira (ese autor que cultivaba en sus relatos «un erotismo diocesano», al decir de Gamoneda) que entre dos palabras había que elegir siempre la más clara; y en caso de duda u ofuscación, la menos prestigiosa. Debería aplicármelo”. Creo que ya lo hace. Informa del tono de su escritura.
El suyo es, sin duda, un “oficio de paciencia”, como dijo Eugénio de Andrade, al que cita en varias ocasiones, como a Juan Ramón, otro de sus referentes. Seres que parecen tener las palabras adecuadas para cada situación. Léase “Batido de voces”.
Cierra el volumen un artículo que lo abrocha perfectamente. “Lo que habrían dicho ellos” se titula. Se pregunta TSS lo que algunos amigos muy queridos habrían decidido ante tal o cual situación sobrevenida. Me refiero a Rafael Chirbes, Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano, José Manuel Diego, Luis Javier Moreno y Tomás Salvador González. Arden las pérdidas, como diría otro de sus maestros.
Ha sido una estupenda idea la de agrupar estos textos periodísticos en un libro. Se ve a las claras que cuanto escribe Tomás Sánchez Santiago, poco importa el formato, está dotado de la gracia de la literatura. Por eso ha de salir de su escondite.