Ana Luísa Amaral
Traducción de Paula Abramo
Sexto Piso, Madrid, 2022. 200 páginas. 20 €
La profesora, poeta, ensayista y traductora portuguesa Ana
Luísa Amaral (Lisboa, 1956), pero residente, desde niña, en Leça de Palmeira,
cerca de Oporto, donde murió el pasado 5 de agosto, ya había publicado en España Oscuro (Olifante, 2015) y What's In a Name (Premio del Gremio de Libreros de Madrid, Sexto
Piso, 2020), así como la antología El exceso más perfecto, editada por Pedro Serra para la Universidad
de Salamanca (2021) con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía
Iberoamericana. Sus versos también figuran en los florilegios Portugal: La mirada cercana (Hiperión) y Sombras de porcelana brava: Diecisiete poetas portuguesas (Vaso Roto). En su país está en prensa Poesia Reunida (1990-2021), un
volumen que recogerá su obra poética completa. Mundo es su décimo
séptimo libro de poesía. En el primer poema leemos: “conmigo compartid /
este sosiego”.
“Emily
Dickinson [a quien dedicó su tesis
doctoral] decía que la poesía es posibilidad. Poesía puede serlo todo porque es
una forma de abrirse al mundo y al otro”, señala Amaral. Y entre la realidad
más cercana −lo cotidiano (“O de un casi marítimo papel chino”) y lo menudo
(“El soplo”)− y la inevitable presencia del semejante −lo ético (“Tren a
Cracovia”)− se conforma esta poética que aporta claridad a lo oscuro, luz al
misterio. Ella se ha referido a su “mirada diagonal a las cosas”; visión inseparable,
cabe subrayar, de su condición de mujer. De mujer feminista, además.
Porque, según ella, “todo poema trata de quien lo escribe”, ese
mundo (y la historia y la política) y ese yo (y su genealogía) son,
inequívocamente, los suyos.
Observadora nata, atenta a cuanto sucede a su alrededor, trae
a sus composiciones a los seres y a las cosas más comunes. Animales (la primera
parte, “Casi en égloga, gentes”, es una suerte de bestiario): el ciempiés, la urraca,
la ballena azul, la araña, el pez, la abeja, el pavorreal, la gata, etc.; árboles
(“Marcas”) y plantas (el jardín ocupa un lugar central en su universo y );
cosas: la mesa, las botas, el cuchillo, la aguja, etc.
Sorprende el salto que da desde lo anecdótico y casual hasta
lo sustancial y razonado. Por eso sus finales son tan insólitos como imprevisibles.
Para conseguirlo, su lenguaje se adapta a la aparente sencillez y busca la
concisión, la sobriedad y la elipsis; algo que aprende de la tradición poética
anglosajona, que tan bien conoce. No le hace ascos al humor y a la ironía ni
teme pecar de prosaica. Ni a los clásicos, como se aprecia en el romance rimado
que dedica a la araña.
La atmósfera dickinsoniana, tan propia de ella, se respira
en “El viento y la flor”; ejemplo de un minimalismo que usa con naturalidad.
Destacaría del conjunto los poemas “La mesa” (“Mi patria / es
esta sala que se abre a la terraza / y es también la terraza con sus flores…”) ,
“La lucha” (“Ahora lo que importaba / era sobrevivir , / ser libro”), “Oda al
cigarrillo”, “Hoyo negro…” (“Mirar la oscuridad / de lo invisible”) , “La casa
y el tiempo” (sobre versos que perdió), “Hablando lenguas” (en Praga) o “Qué
será, será: mundos después”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.