Jordi Doce
Abada, Madrid, 2022. 120 páginas.
Siete libros de poesía ha publicado ya Jordi Doce (Gijón, 1967) que, además de poeta, es traductor (de Eliot, Auden, Hughes, Carson, etc.), ensayista, editor (coordina la colección poética de Galaxia Gutenberg), crítico literario, profesor en talleres de escritura y autor de singulares libros en prosa de difícil catalogación en cuanto al género; entre, digamos, el diario, la crónica y el aforismo; los últimos, La vida en suspenso. Diario del confinamiento (2020) y Todo esto será tuyo (2021). Vaya por delante que esa suerte de compartimentos estanco no sirven para clasificar su obra; así, teniendo en cuenta que la poesía lo atraviesa todo, escriba lo que escriba, su tono es deliberadamente híbrido, para bien de la literatura y de su personal manera de decir, una de las más conspicuas del panorama.
Después de la excelente recepción de No estábamos allí (2016, mejor libro de poesía del año según El Cultural, Premio “Meléndez Valdés”, traducido al inglés, al rumano y al árabe), aparece (según la primera acepción del diccionario de la RAE: “causando sorpresa”), Maestro de distancias. No es una entrega más en su trayectoria. O no sólo eso. Sorprende, sí, este monólogo escrito a tumba abierta. No porque no reconozcamos una de nuestras voces más singulares, sino por su radicalidad, en tanto que “perteneciente o relativo a la raíz” y por “fundamental o esencial”. No es Doce autor del “mismo libro”, en el sentido que le dio al término Andrés Trapiello; esto es, su poética ha ido variado a lo largo del tiempo sin que ello signifique, necesariamente, que su voz no sea particular y distinguible en todas y cada una de sus entregas.
Como es habitual en él (vuelvo al concepto de hibridez), Doce adopta para expresarse el poema en prosa. Un centenar se reúnen en este libro unitario compuesto por fragmentos (sin título) de un mismo sentir donde se establece la confusión como “modo de pensar.
Se abre con dos citas. Una de Mallarmé (“Arrecife y estrella, soledad”, dice después en un poema) y otra del romántico alemán Ludwig Tieck acerca del tiempo y la extrañeza. Y, en efecto, tanto el uno como la otra son elementos capitales de Maestro de distancias. “Del tiempo no sabemos”, reza el primer verso o aforismo, límite inexistente para alguien, ya se dijo, ajeno a los géneros. Y más adelante, bajo la reiterada forma “Del tiempo…”, “que acelera, que para, que no sabe”; “inmaterial”; “que es lo provisional”; “que irrumpe sin aviso, y es nadie”; “lo que vivimos. Esto: lo que debe morir”; “que estuvo siempre en el secreto”.
Hay un transcurso. Una travesía. Simbólicamente invernal: “Con mi corazón pasé el invierno”. Estos poemas no dejan de ser las anotaciones de un diario donde, instalado en el “saber del desconcierto”, Doce, un paseante, intenta encontrar el camino: “Andar sencillamente. La claridad del cansancio”. “Caminar tanta noche, hacia la llama”.
El tono es, a qué negarlo, desolador. Su desnudez sobrecoge (“Humildad, esa fuerza”). Por la dolorosa fragilidad del solitario: “La soledad pensada. La soledad prevista. Planes de soledad para el alma maltrecha”. La “del que está en el secreto”, y recuerda. Entre “juegos tristes de azar y melancolía”. En medio de una atmósfera difusa donde los sueños aportan un matiz inquietante. “Tan sólo la pura inercia de estar ahí”, dice un hombre “echado sobre la tierra” que “mira las estrellas largamente”. Alguien consciente de su limitación: “Oficio de vivir: esta hoguera incierta”. Herido por “la erosión, el daño”. Portador de una lucidez que se crece en la contradicción. En “la lumbre de la lentitud”. En “la claridad del cansancio”. Que se pregunta: “¿La confusión es el sentido?”. “Nada sucede para ti, nada contigo”, afirma.
Aunque el paisaje aparezca fugazmente y el mar sea una presencia alegórica (Gijón, la ciudad de su infancia y adolescencia; Lanzarote), “todo ocurre aquí dentro”. Poesía de interiores. Un “dentro” que afecta al encierro en una casa (otro símbolo o metáfora clave: “Los ojos de la casa se vuelven hacia dentro para cuidar la ruina”) y a él mismo. Pocas veces, dentro de la discreción que le caracteriza, en oblicuo, Jordi Doce, que no es un poeta confesional, ha sido más explícito en lo que a sus sentimientos respecta. La búsqueda de la identidad en un momento trascendente de su vida es motivo de más de un poema (“Tengo barro…”, “Cada paso…”) donde la palabra “yo” aflora sin remedio. ”. Tal vez sea este el más emotivo de sus libros.
No he podido remediar leerlo con la sensación de que dialogaba con otro. Me refiero a Sacrificio, de Marta Agudo, su mujer, quien se esconde detrás de la dedicatoria “Con M. A.”. “Con”, no “a”. Significativo. Ella (así la denomina) está muy presente. Y la enfermedad: el sacrificio de quien vive, como todos, para la muerte: “Existes. Existimos. Déjame acompañarte”, leemos. “Íbamos juntos”, escribe quien alude a la “canción del cuidado”: “Nadie podrá decir que no estuvo contigo, que no supo cuidarte”.
La enfermedad, el hígado, los informes, las analíticas, los tratamientos, el hospital… “Nada sino rutina y paliativos, el circuito cerrado del dolor”. “Bajo el enjambre de los diagnósticos”. Ahí, “el cuerpo y su desorden”. Y, más allá del dolor (esta es, sin duda, “una canción del dolor”), “la dársena de miedo”. “La vida estaba siempre lejos, en otro lado, detrás de la pared, detrás del miedo”. “Rémora del temor, líbranos del mal”, implora. “En el fondo del ojo vive el miedo”, asevera. Y junto al miedo, la muerte. Memento mori. En forma de “ceniza”: “De lejos viene la ceniza con su fiebre sombría, su triste gravedad”. “Ella junta fragmentos para vivir, para seguir viviendo, para la muerte”.
Por más que mencione la palabra esperanza, asume que “no pudimos leer ningún futuro”, si bien, “cuando nada se espera, todo es futuro”. “Has querido la luz, pero recibes sombra”. Y concluye: “Busco la claridad sobre todas las cosas, pero sólo cultivo enigmas”. Quien se pronuncia es el “maestro de distancias” del título, el que aparece expresamente en los poemas “Maestro de distancias…”, ”Horizonte…” y “Ventanas cegadas…”. El que afirma: “La lejanía es tu refugio, tu defensa”. Y: “Esta distancia es necesaria para vivir”. “Nuestra vida es imprevisible. Para decir se necesita esta distancia”.
Doce apela a una “escritura de la debilidad” para referirse a la suya. Paradójicamente, esa impresión se vuelve contra sí misma y al final leemos un libro dotado de una fuerza consistente. De pura resistencia.
Se cierra con una cita muy bien traída de una hermosa canción de Robert Plant, “Please Read The Letter”, que podría traducirse así: “Por favor, lee la carta que escribí mientras dormía / con ayuda y consulta de los ángeles del abismo”. A la luz de estas palabras, cabe añadir que el lector también termina leyendo una carta de amor donde el tiempo, “que lo sabe todo de nosotros”, vence sin remedio a la desesperanza.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 161 de Clarín; por desgracia, el penúltimo, ya que la revista asturiana fundada por José Luis García Martín, desaparece.