Luis Antonio de Villena
Visor, Madrid, 2022. 104
páginas.
El narrador, antólogo, memorialista, crítico y traductor Luis
Antonio de Villena (Madrid, 1951), adscrito a la Generación del 68 o de
los Novísimos (aunque no figurase en el florilegio castelletiano), ideador
–con Enrique Loewe– de un premio fundamental en la lírica hispanoamericana
contemporánea, reunió por última vez su poesía completa el pasado año bajo el
título La
belleza impura (Poesía 1970-2021) en la editorial
catalana Milenio, que dirige el poeta Josep M. Rodríguez. Antes lo había hecho
en Visor, su sello de cabecera, en 1983, 1989 y 1996, en esa ocasión con el
mismo rótulo con el que lo hace ahora. Los dos volúmenes de la edición ocupan 1.636
páginas e incluyen obras tan significativas como Hymnica, Huir del
invierno (Premio de la Crítica), La muerte únicamente, Celebración del
libertino (Premio Ciudad de Melilla), Los gatos príncipes
(Premio Generación del 27), La prosa del mundo o Proyecto para
excavar una villa romana en el páramo.
Con un obra tan extensa
a las espaldas, es difícil que el poeta sorprenda a sus lectores, ya sean habituales
o esporádicos: pocos mundos tan propios como el del madrileño y pocas voces tan
marcadas como la suya. En Lujurias y apocalipsis, un libro
necesariamente pandémico (está fechado entre 2019 y 2021), Villena constata, dice en el “Postfacio”,
a lo Zweig, que “el mundo de ayer […] se hunde”. Que vivimos un tiempo “de
vulgaridad e ignorancia" que ni entiende ni le gusta. “Hace ya años que
vivo refugiado, huyendo”. Por “países de la Tierra Caliente”: Colombia, México…
De “salvar la Belleza” se trata, concluye. “Solo el arte salva y redime”,
leemos en “Tumba de Murasaki Shikibu”. “Himno a la belleza intelectual”, con
Shelley al fondo, titula otro. Para ello, “el lenguaje basta y sobra”, escribe
en un tercero dedicado a Stevens.
Apegado
a la memoria y a las lecturas (su culturalismo es vital), el poeta habla de sí
y de ese mundo que se desmorona (“Escenas de este tiempo horrible”). Mediante
monólogos dramáticos, en un juego de espejos que protagonizan personajes
(clásicos y modernos) como la dadaísta Emmy Hennings, Lord Byron, Heliogábalo, Cetina,
Casanova, Castiglione, Galdós (que visita a Tolstói) o Don Juan Manuel (que
viaja a Nishapur), o, desde lo confesional y reflexivo, con personas reales como
“Juan Ibagué”, “Manolo”, MGA (tío desaparecido en la última guerra civil: “Te
asesinó la tenaz brutalidad del mundo”) o su madre, a la que dedica tres
emotivos poemas: “Y si algo salva mi vida será tu vida”.
Me han
gustado especialmente sus conversaciones, digamos, con Sandro Penna y Eliseo
Diego.
En “Las
ciudades del final”, la decadencia. La del Saigón colonial, sí, pero, en otros versos,
también la del cuerpo, que la edad maltrata: “No me engaño. La vejez nada tiene
de admirable”. “Lo que sobra de la vida”, cita a Céline. Este es un tema
esencial y recurrente; en “Senectus”, por ejemplo.
De una
vida mejor (siempre en verano) dan cuenta “Gran café París” (en su amado Tánger)
o “Sunion”. De muchachos y sexo (recuerdos, ausencias), “Aromas” o “Retrato de
habitación con chicos”.
El mejor
Villena regresa en el cavafiano “El emperador elogia huir del día” y en
“Thysdrus”.
La
huida, ya se dijo, es otro motivo reiterado. “Huir es también buscar”, se lee
en “Un poema en el incendio de Babilonia”.
“La
poesía es eso tan solo: un fulgor de pieles, juventud y música de verbos”. Los
“pobres poetas”, seres caídos que aspiran “a la perfección que no hay”. En su
desangelada visión del mundo Villena logra atrapar siquiera vislumbres de
dignidad y belleza. No en vano se pregunta: “¿Tendrá algún mérito haber
vivido?”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.