29.1.23

Porque no durar es vida

Lujurias y apocalipsis
Luis Antonio de Villena
Visor, Madrid, 2022. 104 páginas. 
 
El narrador, antólogo, memorialista, crítico y traductor Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951), adscrito a la Generación del 68 o de los Novísimos (aunque no figurase en el florilegio castelletiano), ideador –con Enrique Loewe– de un premio fundamental en la lírica hispanoamericana contemporánea, reunió por última vez su poesía completa el pasado año bajo el título La belleza impura (Poesía 1970-2021) en la editorial catalana Milenio, que dirige el poeta Josep M. Rodríguez. Antes lo había hecho en Visor, su sello de cabecera, en 1983, 1989 y 1996, en esa ocasión con el mismo rótulo con el que lo hace ahora. Los dos volúmenes de la edición ocupan 1.636 páginas e incluyen obras tan significativas como Hymnica, Huir del invierno (Premio de la Crítica), La muerte únicamente, Celebración del libertino (Premio Ciudad de Melilla), Los gatos príncipes (Premio Generación del 27), La prosa del mundo o Proyecto para excavar una villa romana en el páramo.
Con un obra tan extensa a las espaldas, es difícil que el poeta sorprenda a sus lectores, ya sean habituales o esporádicos: pocos mundos tan propios como el del madrileño y pocas voces tan marcadas como la suya. En Lujurias y apocalipsis, un libro necesariamente pandémico (está fechado entre 2019 y 2021), Villena constata, dice en el “Postfacio”, a lo Zweig, que “el mundo de ayer […] se hunde”. Que vivimos un tiempo “de vulgaridad e ignorancia" que ni entiende ni le gusta. “Hace ya años que vivo refugiado, huyendo”. Por “países de la Tierra Caliente”: Colombia, México… De “salvar la Belleza” se trata, concluye. “Solo el arte salva y redime”, leemos en “Tumba de Murasaki Shikibu”. “Himno a la belleza intelectual”, con Shelley al fondo, titula otro. Para ello, “el lenguaje basta y sobra”, escribe en un tercero dedicado a Stevens.
Apegado a la memoria y a las lecturas (su culturalismo es vital), el poeta habla de sí y de ese mundo que se desmorona (“Escenas de este tiempo horrible”). Mediante monólogos dramáticos, en un juego de espejos que protagonizan personajes (clásicos y modernos) como la dadaísta Emmy Hennings, Lord Byron, Heliogábalo, Cetina, Casanova, Castiglione, Galdós (que visita a Tolstói) o Don Juan Manuel (que viaja a Nishapur), o, desde lo confesional y reflexivo, con personas reales como “Juan Ibagué”, “Manolo”, MGA (tío desaparecido en la última guerra civil: “Te asesinó la tenaz brutalidad del mundo”) o su madre, a la que dedica tres emotivos poemas: “Y si algo salva mi vida será tu vida”.
Me han gustado especialmente sus conversaciones, digamos, con Sandro Penna y Eliseo Diego.
En “Las ciudades del final”, la decadencia. La del Saigón colonial, sí, pero, en otros versos, también la del cuerpo, que la edad maltrata: “No me engaño. La vejez nada tiene de admirable”. “Lo que sobra de la vida”, cita a Céline. Este es un tema esencial y recurrente; en “Senectus”, por ejemplo.
De una vida mejor (siempre en verano) dan cuenta “Gran café París” (en su amado Tánger) o “Sunion”. De muchachos y sexo (recuerdos, ausencias), “Aromas” o “Retrato de habitación con chicos”.
El mejor Villena regresa en el cavafiano “El emperador elogia huir del día” y en “Thysdrus”.
La huida, ya se dijo, es otro motivo reiterado. “Huir es también buscar”, se lee en “Un poema en el incendio de Babilonia”.
“La poesía es eso tan solo: un fulgor de pieles, juventud y música de verbos”. Los “pobres poetas”, seres caídos que aspiran “a la perfección que no hay”. En su desangelada visión del mundo Villena logra atrapar siquiera vislumbres de dignidad y belleza. No en vano se pregunta: “¿Tendrá algún mérito haber vivido?”.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL