Pocos poetas toleran mejor la condición de leyenda que Bukowski. O la de poeta maldito. Nació en Alemania y murió en San Pedro, barrio portuario de Los Ángeles, ciudad californiana a la que siempre estuvo ligado. Tuvo una “infancia brutal”, vagabundeó por el país, no llegó a terminar sus estudios universitarios, tuvo empleos precarios y a principio de los 50 empezó a trabajar en el servicio de correos (Post Office tituló su primera novela, protagonizada por su alter ego Henry Chinasky), el oficio más duradero que tuvo hasta que optó por la literatura. Escribió, además, cuentos, artículos, ensayos y diarios. Se disputa con Fante la invención del realismo sucio.
Su hospitalización en 1955 por una úlcera sangrante estimula su dedicación a la poesía. Aunque sostuvo que no era “principalmente un poeta”, esta ocupa una parte sustancial de su producción literaria.
En España, su editorial ha sido Visor, que tiene en su catálogo una veintena de libros suyos. Este, traducido de nuevo con solvencia por Eduardo Uriarte (en una cuidada edición de Nicole Brunzin), reúne no pocos poemas inéditos de los muchos que dejó al morir, escritos en los últimos catorce años de vida.
Tanto el fiel lector de Bukowski como el casual o primerizo podrán tocar al hombre (alcohólico y depresivo) que concibió esta poética caracterizada, simplifiquemos, por la sobriedad del lenguaje (vulgar y hasta soez a ratos: “mis poemas son crudos”), cierto minimalismo (recordemos a Carver) que excluye lo retórico e innecesario, la adjetivación y lo imaginativo. Él hablaba de “estilo sencillo”. Aquí la prosaica realidad manda. La máquina de escribir Olympia, una verja española, conducir por la autopista…
“La atención infinita a uno mismo”, señalada por Jennifer Schuessler, estaría en el origen de su proverbial fecundidad versificadora que no siempre superar la categoría de inane o anecdótica. Fue, sí, un trabajador nato. “No me gusta la mayoría de la poesía, así que escribo la mía como me gusta leerla”, afirmó. Y: “el lector es una / idea adicional”.
La suya es narrativa, coloquial, irónica, de tono natural y espontáneo. Está llena de personajes corrientes (borrachos, drogadictos, indigentes, prostitutas, apostadores), pobres, violentos y perdedores casi siempre, a los que les suceden cosas ordinarias en esos ambientes a menudo sórdidos (“bares baratos”, hipódromos, cuartos inhabitables de casas, pensiones y moteles). Los conocía bien. Era uno de ellos. Ni inventaba ni fingía. Por ejemplo, cuando alude a las mujeres. Tuvo numerosas relaciones, se casó dos veces y tuvo una hija. Su poemas al respecto abundan. De temática sexual, no propiamente amorosa. Incorrectos políticamente; censurables, me malicio, para el comisariado de la cancelación.
Bukowski le dijo una vez a su editor que un jardín literario requiere “mucho estiércol”. Por eso destacan poemas tan logrados como “Himno desde el huracán”, “Belleza desvanecida”, “Algunos de mis padres”, “Black Sun” (“la pena, sí, tira de mí / no sé por qué”), “Bruckner” (“los de segunda fila”), “Lo que necesitamos” (“hay demasiados poetas / y demasiados poemas”), el imponente “Chatterton tomó raticida…”, “Sobre vagabundos y héroes”, “Hola”, “Una entrevista”, “Chinaski”, etc.
En uno de los últimos leemos: “he tenido un buen viaje”. En otro confiesa que lo que más le enorgulleció fue que “la madama de una casa de putas de Nevada” le comentara que “a ella y a sus chicas / les gustaba lo mío”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.