Por Jordi Doce
Desde al
menos la publicación de Mecánica terrestre en 2002, toda la
escritura de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) ha
sido un largo viaje hacia el aquí y ahora de lo real, de la vivencia.
Lejos queda lo que cabría llamar la "poesía de ficción" de sus
comienzos, la misma que hizo pensar a Octavio Paz que detrás de aquellos poemas
"se escondía una novela, un argumento novelesco".
El joven
poeta urdía ficciones sacadas de los libros y del arte para enriquecer un afán
de vida que no se cumplía del todo en la vida misma; el medido y austero
culturalismo de esos primeros textos tenía mucho de ejercicio compensatorio y
también de fundación de un mundo, de cabo lanzado al muelle del futuro. La
sintaxis misma de los poemas -divagatoria, entre barroca y sonámbula,
"ensayando círculos", según la expresión que Valverde tomó de Joan
Vinyoli- replicaba en el plano formal ese merodeo tenaz por vidas y
paisajes que el autor hacía suyos para fundirlos o enlazarlos con la propia
biografía.
La voz de
Valverde no ha cambiado apenas, pero sí el acento, su manera de decir: más seca
y declarativa, más precisa, propia de quien se considera -ahora que la vida es
suficiente- un testigo. O como corresponde a un cuaderno de viaje. Porque no
otra cosa son los dos conjuntos que integran este nuevo libro, Sobre el
azar del mapa: álbumes que surgieron al calor del viaje y que tratan de
captar la atmósfera del lugar, su genio, con trazos rápidos y detallistas.
El
primero, Cuaderno de Sofía, es también el más extenso: cincuenta
poemas que giran sobre "el misterio de esta ajada ciudad" que
exhibe las cicatrices de su historia en el confín oriental de Europa. El segundo, Cuaderno
suizo, es más breve pero no menos sugestivo: veinte poemas divididos en dos
partes (Grandson y Ginebra) que encarnan a su vez dos formas de mirar: en
el primer caso, el ojo paisajista del pintor o el fotógrafo; en el segundo, la
capacidad del buen lector para dialogar con sus maestros y predecesores.
Valverde
siempre ha sido un poeta fascinado por los nombres: de lugares, de ciudades, de
poetas y creadores. Y ahora más que nunca. En Cuaderno de Sofía lo
escuchamos paladear casi los nombres de iglesias y calles, de los topónimos que
encuentra a su paso (las montañas de Vitosha, el jardín Knyazheska, la mezquita
Banya Bashi, etc.), pero también de escritores y viajeros (en especial el gran
Paddy Leigh Fermor) que lo han precedido en el intento.
Es
envidiable su don para trufar los poemas de datos y detalles sin que el efecto
general se resienta. El verso suele ser breve y tender a la pincelada veloz,
impresionista. El conjunto funciona por acumulación, con la lenta
perseverancia del que vuelve una y otra vez sobre el puzle y añade otra pieza:
el frío, la nieve, el abandono ("entre ruinas se avanza en estas calles"),
la belleza precaria y deslucida de una ciudad que vio mejores tiempos, la
presencia de Oriente, el peso de una historia que pertenece a "los
supervivientes"...
Cuaderno
suizo transita por las mismas coordenadas: extrañeza y misterio, exotismo y
familiaridad. El poema baraja los lugares y la ciudad ajena se convierte
por unos instantes en la propia, como en un sueño. La comuna de Grandson es un
símbolo de paz y armonía y su intimidad recóndita sabe prestarse a los juegos
de la imaginación: "Añoro ahora el paseo que no di/ por la orilla del
lago Nêuchatel".
Por el
contrario, Ginebra es un palimpsesto por donde se pasean, en rápida
sucesión, escritores admirados: Ramos Sucre, Borges, Zambrano, Gimferrer y
Aquilino Duque, Valente y Costafreda: "Proyecciones de mujeres y
hombres/ que vuelven de las nieblas del pasado [...] aún se escuchan sus voces
quebradizas;/ frágiles pero firmes contra el tiempo".
El resultado
es una poesía a la que no dejamos de volver porque es hospitalaria y se
deja habitar; una poesía que nos habla en tono de confidencia de eso que pasa
ante nosotros y a menudo no percibimos, real como la vida misma.
Poner palabras a
las imágenes
Casi a la vez que este nuevo libro, se publica Extremamour,
catálogo de la exposición homónima que acoge la obra del fotógrafo suizo
Patrice Schreyer: un viaje sobrio y luminoso por el paisaje extremeño que
rubrican los dísticos de Álvaro Valverde (la mayoría inéditos, pero también
espigados de su extensa obra) en un diálogo feliz para el que parecían
predestinados: "Hasta donde la vista alcance/ está mi reino".
NOTA: Esta reseña se ha publicado en LA LECTURA, suplemento cultural de EL MUNDO.
La fotografía que la ilustra es obra de Fernando Aramburu.