A un poeta que cumple 93 años, autor de una obra ya cumplida por la que se le reconoce con el Cervantes, sólo se le puede pedir lo que Rafael Cadenas ofrece a sus lectores en sus libros (entre ellos, Obra entera, Sobre abierto, En torno a Basho y otros asuntos y Contestaciones): honestidad y
coherencia. En persona, digamos, y en obra. Sí, porque vida y escritura son en el
venezolano inseparables. “La poesía viene de mi timidez”, confiesa.
No en vano, el jurado “reconoce la
transcendencia de un creador que ha hecho de la poesía un motivo de su propia
existencia”. Lo suyo ha sido escrivivir
(escriviure, diría el menorquín Pons). En busca de la verdad. Su
humanística, ética intención quedó reflejada para siempre en “Ars poética” (Intemperie,
1977): Que cada palabra lleve lo que dice/ Que sea como el temblor que la
sostiene/ Que se mantenga como un latido/ No he de proferir adornada falsedad
ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que no es/ Eso me obliga a oírme.
Pero estamos aquí para decir verdad/ Seamos reales/ Quiero exactitudes
aterradoras/ Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas/ Si no veo bien, dime tú, tú que me
conoces, mi mentira, señálame la impostura, restriégame la estafa/ Te lo
agradeceré, en serio. Enloquezco por corresponderme/ Sé mi ojo, espérame en la
noche y divísame, escrútame, sacúdeme.
Ahí está todo. La lucidez, un fruto meditativo, ha sido fiel
aliada de su manera de decir y, como cabe presuponer en un poeta moderno, la
reflexión sobre lo escrito una constante, ya sea en forma de versos, de ensayos
(sobre la mística de san Juan de la Cruz, por ejemplo) o
de aforismos (No somos la fuente de nuestro vivir, pero por nosotros pasan
las aguas). Cierra el círculo de su capacidad y arrojo para “designar lo
indesignable” (“Lo inefable no me quiere”) su significativa tarea como
traductor: Whitman, Graves, Pessoa…
La exactitud ha sido una meta
perseguida, lejos de lo que denominó “verbosidad abundosa”, tan común en
la lírica ultramarina. La humildad de su poesía, una suerte de refinamiento, estremece;
tan ajena, a un tiempo, de la que se acoge al frívolo oropel como de la que se
ampara en las vaciedades herméticas. Ni retórica ni inescrutable: clara y
misteriosa. Rehúye el énfasis: es sobria. Ni poética ni literaria, nunca “cosa
de arte”. Discreta, austera, melancólica y taciturna, como él. De la mirada: “Los
ojos / nunca son insolventes”, propia del observador y del testigo. De los
objetos, en especial de los más cotidianos y próximos: “Me interesa lo
ordinario”. Compleja, cómo no: así es la vida. Y el hombre mismo, cabe añadir;
de ahí su preocupación por el yo y la identidad: “No soy lo que soy ni lo que
no soy”. De la realidad: “otro nombre de lo desconocido, que nunca será conocido”, pues
“no hay nada más extraño que la existencia”. Terrestre. Intempestiva: “Este
presente es todo”. En su centro, el lenguaje: su auténtica “hechura”; un
asunto, por cierto, al que tanta atención le ha dedicado. Aunque Darío
Jaramillo hizo alusión a su “inestilo”, todo en sus versos obedece a un
propósito minuciosamente elaborado. Su formación, no se olvide, es la de un docente
universitario y sus lecturas (“Soy más bien lector”) abarcan muchas materias,
no sólo la poética. Ya dije, en fin, que “la suya es una poesía de palabras «calladas» que,
por la vía de la mística, no le hace ascos al silencio”. Su tono,
conversacional: “cerca del habla”.
“Me atrae la escritura cercana al diario”, dijo Cadenas. Leídos
a lo largo, sus poemas no dejan de ser una suma de anotaciones fragmentarias que
conforman el de la dilatada existencia de un resistente. Donde se aprecia a la
perfección cómo la poesía consigue el sencillo milagro de hacer “más vivo el
vivir”.
NOTA: Este artículo se ha publicado en EL CULTURAL.