Los que seguimos la guadianesca trayectoria literaria de
Carlos Medrano (Salamanca, 1961) llevábamos tiempo esperando un nuevo libro de
poemas que acompañara a Corro (1987)
y Las horas próximas (1989), que junto a las plaquettes A
lo breve (1990) e Imágenes, encuentros (1996),
constituía el sucinto corpus su poesía édita. Es verdad que en 2021 rompió un
silencio de años y dio a la imprenta Entorno
claro, un conjunto bien ideado de haikus y jaiquillas; así y todo, ya
digo, quienes frecuentamos su blog Isla
de lápices éramos conscientes de que los poemas que allí venía
publicando desde 2010 (con independencia de su fecha de escritura) merecían ser
ordenados y recogidos en uno o más volúmenes y, en consecuencia, ser
trasladados al papel. Por suerte, una parte sustancial de ese material inédito conforma
La imperfección de la belleza, hermoso título para una obra bien impresa
y de diseño tan sobrio como elegante que una oportuna llamada de Antonio
Piedra, director de la colección de poesía de la Fundación Jorge Guillén (e
inventor, por cierto, de la jaiquilla), logró al cabo propiciar.
“Brota la mies donde la soledad habita, / hay una cicatriz
que cura / y la vida, ilegible, nos sucede: / la imperfección de la belleza”.
Con estos versos se abre este libro dividido en tres partes. “Mirar qué nada”,
leemos. Desde el principio, parquedad, concisión, un ir a más con menos, de
manera sutil y precisa. Eso y un regusto clásico de fondo, de asentadas
lecturas de los maestros españoles del Siglo de Oro (Garcilaso ante todo) marcan
el tono, definen la voz poética de Medrano, apellido de un poeta de aquella
gloriosa época, sevillano y barroco por
más señas. La naturaleza civilizada, la del parque y el jardín, entona con esa
manera de decir arraigada en la tradición.
Pronto, el paisaje y los lugares desde los que meditar sobre
el paso del tiempo, desde los que contemplar la vida. El Campo Grande de su
ciudad por excelencia, la Covaleda de su juventud, Jaraíz de la Vera y el
Cementerio Alemán de Yuste, Castilla, las portuguesas Sesimbra y Évora (visita
que origina un precioso poema) y, cómo no, la isla donde reside desde hace décadas,
Mallorca y, ya allí, Artá. “Soy un hombre que se confunde con su isla”, ha
escrito. Y: “De donde hemos querido, nunca nos vamos del todo”.
Del ritmo que inspira su métrica poco cabe decir salvo que adopta
formas clásicas también, aunque a veces se quiebren gracias al oportuno uso del
encabalgamiento. En ocasiones, escoge el poema en prosa para expresarse. “La
nota más vibrante / reside en lo sencillo”, anota. Sin olvidar que “la belleza
se arraiga en lo difícil”. Versos que me llevan a subrayar lo que de aforístico
y sentencioso tienen a veces los versos reflexivos de Medrano.
Esa música callada a la que aludo se adecúa bien al
intimismo y la melancolía (“Saudade”, “Rompimiento”) que subyace en estos
versos donde priman la sensibilidad y la sugerencia. Más la aceptación, digna
de ser celebrada, que el descontento y la amargura que toda existencia lleva, mal
que nos pese, aparejados. Tan inevitable como la muerte, que asoma sin remedio:
“La muerte no es morir, es lo que pierdes”. “En tu boca la vida da la mano a la
muerte”. “Soy el superviviente de mí mismo”, concluye.
Estamos, según creo, ante una poesía que cabe calificar de
limpia (no se me ocurre un adjetivo mejor), por transparente y por honesta. Lenta
y luminosa. Que huye del artificio, tanto literario como moral. La de “la luz
que nombra el mundo”. Léase, por ejemplo, “Vasijas”.
Medrano es un poeta detallista, meticuloso. Se ve en cada
palabra, en cada verso, en cada poema. Todo está perfectamente calibrado: “Tuve
fe en las palabras más hermosas / que con amor brotaron de mis labios”. De ahí
que transmita sosiego. Y silencio, paradójicamente, por más que esté lejos de
participar de manidos presupuestos de tendencia o escuela. Para empezar, porque
huye del hermetismo gratuito y de la elipsis arbitraria.
Lo cotidiano (“Nada es en vano ni pasa inútilmente”) suele
ser motivo bastante para llevarlo al poema: “busco la claridad de lo
inmediato”. En medio de un paseo, pongo por caso: “A veces, toda la sabiduría
que requiere un poeta / desciende de un paseo descalzo por la naturaleza”. Ante
la visión del mar, un motivo constante. “Cualquier lugar conduce al universo”,
escribe.
La mirada es esencial aquí. Cada poema, un punto de vista. Y
la lectura, por eso hay poemas dialogados, diría, a modo de homenaje incluso,
con personas a las que trata o trató y a las que admira como lector: Francisco
Pino, Ángel Campos Pámpano, F. J. Irazoki (título de un poema), Fernando
Aramburu, José Jiménez Lozano, Tomás Sánchez Santiago… “Cuatro emblemas” da
buena cuenta de su concepto de la amistad, línea fundamental de su poética. Véase
la tabla de dedicatorias.
La identidad y el yo, además de los otros (léase “El
laberinto transparente”, sobre su vecino enfermo), ocupan su espacio en esta
poesía introspectiva (“Ánfora”). En poemas como “De lo adverso”, “Desierto”,
“Claro de alquimia” y Del presente”.
Los poemas de “La memoria tranquila”, tercera parte del libro,
”van dirigidos a mi madre”. “Yo soy también lo que tú eras”. “Casa deshabitada”
es paradigma de que la contención se impone, incluso en temas tan delicados
como este, a lo meramente emocional; a la búsqueda de un equilibrio y una
armonía que solo la poesía tal vez pueda ofrecernos.
“Percibir la memoria / tranquila de las cosas. / Ese espacio
apacible / al paso de la vida, / el del don de nombrar / con bondad las
palabras”.
La imperfección de la belleza
Carlos Medrano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 128 páginas
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.