26.8.24

En calzonas


Comprobado. Diría que el 90% de los hombres que he visto este verano en Plasencia y en Cáceres (donde uno ha sufrido los rigores del tórrido verano extremeño) lleva pantalón corto o bermudas o, como decimos por aquí, calzonas. Me crucé con algunos que lucían una de aquellas horribles piratas de antaño o un simple bañador. Calzonas en cualquier situación o lugar. Los portadores suelen completar su vestuario estival con un sombrerito de ala corta o gorra, sandalias, una mariconera (con perdón) en bandolera y, ya puestos, una camiseta de tirantes, en lugar de con mangas o un polo. (Combinan muy bien con las camisas floreadas de aire hawaiano, como la que, en plan de broma, me regalaron en mi último, reciente cumpleaños.) El no va más es que la calzona sea de camuflaje. Me da que las que más abundan son las vaqueras con vuelta en el bajo, como la de la imagen. Sí, casi un uniforme (con lo que detesto el inevitable aborregamiento). Observo que es lo habitual en jóvenes y en mayores. En las edades intermedias, con abundar, encuentra uno cierta indefinición. En rigor, poca. Lo llamativo en todo caso, es ir con pantalón largo, como yo, incluso cuando camino a la vera del río (qué remedio) por las mañanas temprano. No, no ha sido uno partidario de las bermudas (el sumun de la etiqueta en las islas de las que toman el nombre), la forma sin duda más elegante de pantalón corto. La usé en el pasado, durante los perdidos estíos conileños y para ir al molino cuando mis hijos eran pequeños. Hace años que no gasto esa prenda. Una prenda, por cierto, que no es nueva: mi padre ya la usaba, y sin complejo. Presumía de piernas. Y con ella llegó al colegio de Galisteo mi amigo Néstor en septiembre de 1991. 
Supongo que estamos ante una muestra más del avance imparable de la informalidad. ¿Dónde quedaron las corbatas? ?Dónde los calcetines? ¿Dónde las americanas de lino?, aunque hayan vuelto, no es poco, las saharianas. Me ha sorprendido, así de antiguo soy, que escritores y poetas lean en festivales y otros eventos (va por ti, Josemari) sus textos y poemas con las pantorrillas al aire. Nada nuevo, por otra parte. Hace más de treinta años conocí así vestido a mi admirado Álvaro García, un crío entonces (que jugaba al tenis), en un congreso literario que se celebró en Valencia a finales de los ochenta, década que dio nombre a nuestra generación poética.
¡Quién dijo solemnidad! Ignoro si ya es frecuente su uso en las bodas, por ejemplo, o en otras ceremonias religiosas o civiles. ¿Será otra exigencia del cambio climático? No pretendo, en fin, sino constatar ese hecho que sólo a uno, seguramente, llama la atención. No tengo nada en contra (mi hijo las usa siempre), sólo faltaría, aunque mi renuncia a esa moda sea también una discreta forma de discrepancia. La comodidad, se justifican, manda. Confieso, eso sí, que siento vergüenza ajena cuando veo a gente de mi edad (y con menos y con más) con según qué pintas, lo que uno denomina "modelo Benidorm". He dicho a mi mujer y a mis hijos que, si algún día me ven de esa guisa, vayan buscándome plaza en una residencia.