26.9.24

Palabras que estremecen

No es la primera vez que da uno noticia del poeta, narrador, guionista y letrista de canciones Juan Gil Bengoa (Bilbao, 1958). De alguno de sus libros de poesía, quiero decir. El vasco ha tenido la buena idea de reunir en Postales del norte poemas éditos (de Los desiertos verdes, La noche cerca y Rwenzori) e inéditos sobre el tema del terrorismo. Del de ETA, conviene matizar, por más Bengoa haya escrito también sobre los GAL, cara y cruz de la misma moneda, y, más allá, de que el terrorismo sea un fenómeno universal, facciones y siglas al margen. Hay, sí, mucho olvidadizo.
Leído de principio a fin, adelanto que no parece una muestra sino un libro unitario, tal vez porque todos los poemas abordan un mismo asunto, poco importa que estén escritos en fechas muy distintas (algunos hace veinte años) y sólo el último sea reciente.
Lo prologa otro poeta de allí, que conoce bien la obra de Gil Bengoa y aquellos “tiempos convulsos”: Aitor Francos. Alude éste a la “muerte por decreto”, a la costosa disidencia de “cualquiera que no comulgue con una doctrina impuesta por una ideología política”, a los protagonistas de esos poemas (anónimos o no), de una escritura “descarnadamente pesimista (que no triste)”, “al dolor producido por la sinrazón de la lucha armada, a las víctimas que fueron cayendo por un camino de silencio y olvido. Y al temor”. Por eso es tan oportuna esta lectura. O relectura, siquiera y en parte para algunos.
Uno lee estos versos y se sorprende de la sorpresa que le produce revivir unos hechos que no pocos vivimos. Y sufrimos, claro. Día sí y día también, durante décadas. Dolor y miedo, recuerda Francos. El blanqueamiento de los asesinos y de sus orgullosos herederos (propiciado por quienes detentan actualmente el poder y sus socios preferentes, dos partidos nacionalistas vascos entre ellos), el ominoso silencio (ya se dijo) que ha caído sobre aquella indignidad colectiva donde escasean los inocentes (esto es, los que ni actuaron, ni consintieron ni, en fin, miraron hacia otro lado), nada que ver con la sana política (aquello fue pura barbarie), ha conseguido que, en efecto, quien lea asista perplejo al escalofriante espectáculo ocasionado por esta repentina e intempestiva recuperación de la memoria. También histórica, por cierto, que no todo va a ser la maldita Guerra Civil.
A pesar de eso, que nadie se llame a engaño: este es un libro de poesía, no un documental (aunque algo de eso tenga) ni un reportaje periodístico (que también). Un testigo da fe de lo que pasa. De lo que pasó. Habla a veces en primera persona y otras recurre al monólogo dramático para ponerse en la piel de las víctimas, y aquí la palabra “víctimas” incluye no sólo a quien fue vil, cobardemente ejecutado (civiles o de las fuerzas de seguridad del Estado, mayores o menores, mujeres y hombres), sino también a su familia, a sus amigos o, ahora sí, a sus correligionarios políticos, tanto de izquierdas como de derechas, por utilizar la vieja terminología. A estos y, por extensión, al resto de ciudadanos dignos de tal nombre que poblábamos (cuando asesinaban) y poblamos este país. 
El volumen se abre con esta suerte de aforismo: “Una patria por encima de todas: la vida”. Está todo dicho. Lo que viene después se ocupa de defender esa idea. Se repasan situaciones reales que empiezan con el poema “Notificación”. En el primer verso la palabra “temblor”; en el último, “horror”. Luego, las rutinas de quien es un amenazado, los supervivientes (qué emocionante “En la ciudad al borde del mar”), el exilio (el de verdad: “A las puertas del norte”), la fragilidad, el gesto de quien, en el malecón, respira hondo siquiera un momento, los mapas (“evocar rincones de la memoria / e imaginar los lugares (...) / que tanto anhelo”; el Midi, por ejemplo), el box del hospital donde alguien se debate entre la vida y la muerte (conviene anotar que Gil Bengoa es un profesional sanitario), los funerales y los camposantos, la melancolía (y una pregunta clave: “Si no participé en ninguna guerra, / ¿por qué fui declarado enemigo?”), los escoltas (léase “En mitad del invierno”, tipográficamente acertado), la “dulce inercia” y la autocensura, la reflexión personal sobre el asunto (“Al margen”, “Declinación”, “Patio”, “Pesadumbre”), el miedo (“Vecino”)...
Poemas tan certeros como un tiro a quemarropa, si se me permite la cruel comparación. Tal el titulado “Intramuros”: “Hay lugares / donde sien y nuca / son palabras / que estremecen // de veras”. O “La frontera”: “¿Qué es lo que hizo mi padre  / para que lo mataran como a un perro?”). Tan lúcidos como “Demolición”. 
En “Desalojos”, una afirmación inquietante: “Por fin la libertad qué libertad”. “Os envilecen las palabras patria y bandera” y “He visto hombres asentados en el odio riéndose de sus víctimas”, leemos en otro. En la misma línea, “Dialéctica”, que termina: “escuches testimonio o semblanzas // recuerda / que no hubo campos de batalla”. Ah, los relatos. Urdidos con mentiras. Y una advertencia: “si callaste entonces / cuando pudiste / hablar // no hables ahora / cuando ellos / callan”. 
En la coda final, estos últimos versos: “Ya ves / viajero/ los tiempos van cambiando / aunque el dolor (lo ignoras) persista”. Maldito olvido. El que pretende evitar este puñado de poemas que vuelven a demostrar la capital importancia de la poesía. Gil Bengoa, un valiente, ha logrado salir con buen pie de tan complicado malabarismo. Que ladren. 

Juan Gil Bengoa
Vitruvio, Madrid, 2024. 75 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO