20.10.24

Fernando Pérez, un intelectual silencioso

Leí este texto ayer en Alcántara, en el marco del Congreso de escritores organizado por la AEEX con motivo del 40 aniversario de su fundación, después de una espléndida ponencia de Luis Sáez sobre otro intelectual, Paco Muñoz, el que fuera consejero de Cultura, que abría un homenaje no sólo a él, también a "aquel grupo de amigos" que le acompañaron en aquella apasionante aventura, cada cual a su modo; amigos que la muerte, como a él, nos arrebató. Me refiero a "los imprescindibles", en orden de deceso, Fernando Tomás Pérez González, Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo y Julián Rodríguez.  De los tres últimos hablaron, respectivamente, Carmen Araya, Carlos García Mera y Antonio Sáez. Le tocó a uno recordar al primero, el que antes y tan a destiempo se fue. Como el resto, apenas iniciada la cincuentena, salvo Castelo que estaba cerca de los setenta. 
Moderó la mesa el poeta placentino Serafín Portillo. 
Añado al final un post scriptum motivado por un comentario de Antonio Sáez en la emocionante evocación de su amigo Julián. 

Aunque parezca mentira, el que viene hará veinte años de la prematura muerte de Fernando Pérez, como le llamábamos casi todos. A destiempo, en plena posesión de unas sólidas facultades intelectuales y al frente de la Editora, que él realmente inventó, donde culminaba una década prodigiosa. Finalizada su labor como comisario de la exposición Extremadura en sus páginas. Del papel a la web, en la que estuvo centrado “hasta sus últimos días ―y no hablo metafóricamente―, con la enfermedad pisándole los talones”, como dejé escrito. En el catálogo, su último ensayo: “La ilustración pasa en berlina”.
De cuanto digo fui testigo y en esa condición quiero hablar hoy aquí. Con la perspectiva que proporciona el paso de los años.
 
Por su dedicación a las tareas de editor (y a algunas otras que le vinieron dadas por formar parte del organigrama de la Consejería de Cultura, de la que era titular su amigo Paco Muñoz), por su dedicación a las tareas de editor, decía, Fernando tuvo que dejar atrás dos pasiones fundamentales en su vida: la docencia y la investigación (la historia, la pedagogía, la literatura, el pensamiento científico, etc.). Siempre sospeché que la escritura creativa también había quedado aparcada. Su capacidad lectora, y desde temprano, alimentó siempre esa conjetura de la que no tengo más pruebas que la mera intuición. Sus artículos acaso le delaten, como aquel “Académicos de Argamasilla”, que publicó en el HOY tres meses antes de su fallecimiento y que, como afirmé en su momento, “tiene algo de testamento literario y moral”.
Sé a ciencia cierta que su dedicación a la Editora no daba para otras lindezas y que ese quehacer no admitía, consigo mismo, otras distracciones. Con todo, ahí están sus libros: El pensamiento de José Álvarez Guerra (bisabuelo de los Machado), Godoy y su tiempo, España sin sus colonias, Tres filósofos en el cajón, Los Orígenes de la Enseñanza Media. Badajoz siglo XIX o La introducción del darwinismo en la Extremadura decimonónica. Y el oportuno y póstumo Artículos y ensayos. “En el prólogo, que firma Fernando Pérez Fernández y uno ha leído con el corazón en un puño ―comenté cuando vio la luz―, se hace alusión a la modestia, tenacidad y discreción del autor, un investigador sistemático, y a sus aportaciones, llenas de profundidad, rigor y coherencia, sólo aparentemente modestas. No en vano compaginó esa vocación (que iba de la historia a la literatura, de la ciencia a la filosofía, del periodismo a pedagogía) con la práctica docente y, más adelante, hasta su prematura muerte, con su trabajo gustoso como editor, el mejor que hayamos tenido por estos lares.
Se recuerda su gravedad, que disimulaba con una aguda ironía, y su carácter serio, pero jovial. Se mencionan algunos nombres propios (maestros, colaboradores, amigos, etc.) y algunos versos convertidos en lemas que supo hacer suyos: el machadiano ‘Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma. / Vivid, la vida sigue / los muertos mueren y las sombras pasan; / lleva quien deja y vive el que ha vivido’ (que acabó siendo su elegido epitafio), y el ‘Recuérdalo tú y recuérdalo a otros’ de Luis Cernuda”.
No está de más reconocer, llegados a este punto, la importancia que tuvo para Fernando la poesía (basta con comprobar el cuidado que prestó, por dentro y por fuera, a la colección de la Editora), algo tan raro como definitorio, un género, digamos, que otros, como Andrés Trapiello, han usado para recordarle y que denota su sensibilidad de lector de fondo y con criterio. A la justicia poética podríamos atribuir que su primogénito haya dado en poeta.
 
Recuerdo a Fernando en Plasencia, en 1996, durante la celebración de un Congreso de Escritores Extremeños. Fue allí donde se afianzó nuestra amistad. De tímido a tímido. Era secretario aún de la asociación convocante. La que organiza este Congreso. Como tantos, estuvo desde el primer momento en el empeño común de normalizar culturalmente esta tierra irredenta, secularmente atrasada. Fue uno de los que se quedaron (nos quedamos) para poder hacerlo desde aquí. En Extremadura, quiero decir, y no encerrados en un cómodo gabinete con una espléndida biblioteca. No había otro modo. Estaba casi todo por hacer. Qué bonita aventura.
En su caso, optó por implicarse desde la gestión política, que no deja de ser la manera más eficaz de conseguir cualquier objetivo social importante. Por suerte, la colaboración pública y privada, las instituciones y la sociedad civil, aunaron esfuerzos para lograrlo y, en buena medida, se consiguió. Su iniciativa al frente de la Editora Regional fue decisiva. Desde ese lugar propició numerosos proyectos, más allá del hecho capital de publicar, y del mejor modo posible, libros de autores extremeños o vinculados a Extremadura, además de los estudios e investigaciones necesarias para alcanzar, ya se dijo, esa normalidad perdida. La memoria de los acontecimientos que apoyara nuestra vindicación cultural. A través de los Talleres de Relato y Poesía, por ejemplo, con su apoyo a la revista Espacio/Espaço escrito o a las Aulas Literarias (lo que me lleva a mencionar a Ángel Campos Pámpano, otro “imprescindible”, amigo cercano y cómplice de Fernando). En efecto, estas actividades también estuvieron en su radio de acción, ya sea como inventor, ya como colaborador necesario. La suya fue, en suma, una vocación de servicio público que como en los casos de Julián Rodríguez y Ángel Campos nunca se vio reconocida siquiera con una Medalla, la máxima distinción institucional que se concede en esta Comunidad Autónoma, y que, de haber sido así, estaría mucho menos desprestigiada de lo que está.
Bromeaba Fernando con frecuencia acerca de lo que (con su amigo Antonio Franco, otro “imprescindible”) denominaba el patatal. Ese batiburrillo de poetastros de salón, eruditos a la violeta, académicos de Argamasilla y demás ralea, dizque culta, que pululaba y pulula por la Extremadura de nuestros dolores. Él pretendía para esta tierra que tanto amaba otra cosa menos banal y pedestre y su idea de Extremadura, perfilada en sus escritos y materializada en sus realizaciones como editor, simboliza los ideales democráticos y liberales (en su más genuino sentido, el ilustrado y decimonónico de la Constitución de Cádiz) y está en el núcleo de su pensamiento, que uno calificaría de socialdemócrata (al menos como se entendía entonces, poco o nada que ver con lo de Sánchez) y, a su modo, republicano. Fue, y eso es lo que a la postre importa, un ciudadano extremeño cabal.
 
Estamos de acuerdo en ponderar como hito máximo de su trayectoria profesional (y vital) su cometido al frente de la Editora Regional de Extremadura. Diez años en los que consiguió que un modesto sello público lograra la unánime acreditación de lectores, escritores, críticos, periodistas y, lo que es más difícil, de editores privados de la categoría de Beatriz de Moura (Tusquets), Jorge Herralde (Anagrama) y Manuel Borrás (Pre-Textos).
En el meollo de su culta y pacífica revolución, que habían iniciado otros once años antes, el cambio de diseño, esto es, la concreción de un nuevo paradigma tipográfico. Tan clásico como moderno. O precisamente moderno por clásico, como el propio Fernando. Para ayudarle a definirlo, la propicia presencia de Julián Rodríguez (otro “imprescindible” sin Medalla), que dio años más tarde en editor y que ya llevaba ―a las evidencias me remito― esa pasión libresca en la sangre.
De todas las colecciones que puso en marcha Fernando destacaría La Gaveta. Porque La Gaveta era él, algo que se comprende a la perfección después de leer el texto de Gonzalo Hidalgo Bayal que sirvió de presentación de Gaveta de gavetas en la Feria del Libro de Badajoz en mayo de 2006, accesible en la página web dedicada a la vida y la obra de Fernando que mantiene su hermana Celes.
Podría agregar la colección Ensayos Literarios, donde su retrato queda también perfectamente fijado.
Sobre su empeño dijo algo elocuente por demás: “Mantener ese territorio sagrado, donde sólo cuenta la excelencia y la calidad literaria me ha podido costar disgustos y enemistades, pero ese es el precio que debemos pagar los editores”.
Si a la colaboración con Julián añadimos la tarea impagable llevada a cabo por María José Hernández, el círculo se cierra y el milagro se explica, o casi.
 
No para hablar de uno, sino para dejar constancia de su ejemplo (bendita palabra), me permito evocar las muchas horas que compartimos en sus últimos años de vida, cuando la enfermedad limitaba un tanto sus acciones y yo le recogía muchos días en mi coche a la puerta de su casa cacereña para viajar juntos a Mérida o a al sitio que tocara. De esas conversaciones (nunca demasiado largas), de su discreción (el último “imprescindible, Santiago Castelo, con el que estuvo en La Habana, le calificó atinadamente de “intelectual silencioso” y Alonso de la Torre dijo: “A mí me gustaba Fernando Pérez porque no iba de nada, porque era calladito, porque se ha ido sin ruido y nos ha dejado el silencio”), de su entereza (como en aquella agónica comida con Antonio Franco que celebramos en torno a unos platos de arroz en Badajoz), de su elegancia (tan sobria como él), aprendió uno cuanto pudo. Intento retener esas inolvidables lecciones intemporales. No en vano sigue siendo uno de mis referentes; una de esas personas, poco importa si ausentes, a las que cada poco preguntamos en silencio si debemos hacer esto o aquello. Cómo lo harían ellas.
Javier Cercas lo definió como “hombre bueno”. Y como “patriota extremeño”. Como Borrás ―que destacó también su bonhomía―, desde el primer momento en que le conocimos, supimos a quién teníamos delante. 
Hay encuentros fundamentales en la vida de cualquiera y el mío con Fernando fue sin duda providencial. Con él y con su familia, pues tuve el placer de conocer a su padre ―el fino, azoriniano escritor Fernando Pérez Marqués― y de tratar a su mujer ―Susi― y a sus hijos ―en especial a Fernando―, así como a sus hermanas (menos a sus hermanos): Isabel, Celes y Julia, tres personas vinculadas a las letras por feliz tradición familiar. Que la saga de “los Pérez” (Luis Sáez dixit) continúe, lo anticipé en su necrológica, me alegra muchísimo. No más que a Fernando, esté donde esté.
“Hay una clase de amor que no puede ser dicha”, sentenció Julián Rodríguez refiriéndose a él.

POST SCRIPTUM

Diferenció Antonio Sáez, al recordar a su amigo de infancia Julián Rodríguez y con total pertinencia, entre seriedad y solemnidad. De hecho, aclaró, lo serio no mueve a burla pero lo solemne puede ser ridiculizado. Venía a cuento de una afirmación tajante: nunca vio quejarse a Julián. Odiaba el victimismo, tan común entre nosotros y en esta tierra. Nunca esperó nada ni le molestó que no se lo dieran. Al decirlo, me miró. Entre líneas se estaba refiriendo, aunque no sólo, o eso creí entender, a lo que uno había dicho a propósito de los premios y más en concreto de la dichosa Medalla de Extremadura. Me puse rojo, como el niño que es pillado en un renuncio. Ya dije en su momento que sobre este asunto no iba a volver a hablar. No desde que reivindiqué, a su pesar, para el escritor Gonzalo Hidalgo Bayal el galardón institucional que contó con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Plasencia, quien presentó a la Junta su candidatura debidamente documentada— y se la concedieron... a Pepe Extremadura. 
Reconozco que me molesta profundamente esa omisión. Estoy a favor de las cosas bien hechas, qué le voy a hacer. Me fastidia, sí, que, salvo Castelo, ninguno de estos tres "imprescindibles" que tanto hicieron por la redención cultural de Extremadura (y no sólo) fueran reconocidos con la máxima distinción que otorga la Comunidad Autónoma en nombre, y esto es fundamental, de todos los ciudadanos extremeños. De las comparaciones... Estoy convencido, en fin, de que ninguno esperaba menos y que eso les daba absolutamente igual. Con todo, a la vista de sus logros, en el sentido más serio y profundo de lo que esa distinción debería representar (un sentido que se dilapidó, o casi, por el camino), qué menos.