Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960-Missoula, USA, 2016) inició
su andadura poética en los convulsos años 80 del siglo pasado y a esa
generación pertenece. Pronto opta por una suerte de vuelta al orden (algo
parecido a lo que ocurrió en la promoción española homónima) y desdeña el
experimentalismo. Sin olvidar la imaginación, aliada inexcusable. Entiende la
poesía como “refugio para la amabilidad y el sentido común”. Pretende
“rehumanizar la experiencia poética”. ¿Sus maestros?: Pessoa, Borges, Cavafis… En
aquel momento, recuerda Rodríguez-Gaona en su fundamentado prólogo, “en Lima
estaban en activo al menos quince poetas de primer orden”. Y habría que añadir
la “eclosión de la poesía femenina”.
Tras una breve, decisiva estancia en España a mediados de
esa década, Chirinos inicia un “exilio académico” por diversas universidades
norteamericanas y, después de obtener un doctorado en Rutgers, se instala hasta
su muerte en Missoula. Desde entonces voló en solitario. “Hacia lo
posnacional”.
Fue un poeta prolífico. Sin remedio. Creía en ese oficio
como fatalidad, más que como vocación “que se elige o se rechaza”. La escritura
como “designio” y la lectura (inseparable de la anterior) como “destino”.
Este primer tomo de su poesía reunida (Cuaderno rojo,
en homenaje a los Beatles) reúne los ocho libros iniciales (desconocidos para
el lector español, pues la mayoría se imprimieron en Perú): Cuadernos de
Horacio Morell, Crónicas de un ocioso, Archivo de huellas
digitales, El libro de los encuentros, Rituales del conocimiento
y del sueño, Canciones del herrero del arca, Recuerda, cuerpo... y
El equilibrista de Bayard Street (rescatado por las extremeñas Ediciones
Liliputienses en 2013).
Como señala R-G, con la poesía intentó “construir una
identidad” (poco importa si “ficticia”, matiza), por más que considerara una
“trampa” separar vida y poesía. Destaca su solvencia, agudeza, lucidez, virtuosismo
y versatilidad. Era “neoclásico en el temperamento y sincrético por la
modernidad de su lenguaje”. Como Borges, concebía la literatura
“simultáneamente como una pesquisa y un tejido”. La suya apelaba al “lector
ilustrado”. Quería “abarcarlo todo”. Culturalista y, en el tono, conversacional.
Al “británico modo”: contar y cantar. De la mano de la narratividad, el
monólogo dramático y el correlato objetivo Con un punto de vista irónico. Por
otra parte, aprende “las lecciones de la tradición clásica”, puntualiza R-G: la
grecolatina y la española del Siglo de Oro.
¿Sus temas?: “la identidad, la memoria y la literatura”. Y
“el ensueño, los afectos y el deseo”.
Estamos ante un poeta del lenguaje: su fe en él era
irrenunciable. De su “dominio”, no de su “incertidumbre”. “Nada poseo sino la
palabra”, escribió. “Elegí las palabras porque no pude elegir el silencio”,
leemos en su poema “Treinta y cinco”. Lo hacía, como W.C.W., “porque nos gusta
hacerlo”.
En la poética (lo es y no, fue un ensayista perspicaz) que
se incluye en el volumen, donde reflexiona sobre sus Cuadernos (Rojo
y Azul), dice: “El verdadero poema nos conmueve porque nos plagia”.
Cuaderno está en el título de su ópera prima (manuscrito
encontrado de un heterónimo suicida) y en el de su poesía completa; eso sí, Horacio
Morell no es todavía él. Después, su voz queda afianzada para siempre, aunque a
veces abandone su registro habitual por su afán indagatorio e inconformista. Hacia
lo épico, lo histórico, lo órfico, lo mítico.
Con frecuencia, el amor (centrado en su mujer, Jannine, que
ha cuidado la edición), el mar, los lugares (hay mucho de diario de viaje aquí
y mucho mundo recorrido), la infancia (“Volver es siempre un poco triste”), la
nieve, las lecturas…
“Es cuestión de mirar”, leemos en El equilibrista de
Bayard Street, el libro que anuncia con claridad el Cuaderno Azul.
Eduardo Chirinos
Edición al cuidado de Jannine Montauban y prólogo de Martín Rodríguez-Gaona
Pre-Textos, Valencia, 2024. 410 páginas. 27.00 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado em EL CULTURAL.