25.2.25

Primera edición crítica de la poesía de Jaime Gil de Biedma

Aunque parezca mentira, no contábamos con una edición crítica de Las personas del verbo, la poesía completa de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990). Para subsanar esa anomalía, inexplicable si tenemos en cuenta su calidad (jamás reconocida con premio alguno) y la influencia que ha tenido en la lírica española contemporánea, Carme Riera y Félix Pardo se pusieron manos a la obra, Su empeño, coronado con éxito —el trabajo realizado es admirable—, se publica, dónde si no, en Cátedra, dentro de la benemérita colección Letras Hispánicas.
Uno ve el volumen y le extraña que tenga 520 páginas. Al fin y al cabo su obra en verso se limita a un centenar de poemas. Eso es así porque, más allá del estudio introductorio, relativamente breve, pero riguroso, Riera y Pardo han añadido un "Aparato crítico" que incluye "Preliminares" (un pormenorizado análisis, libro a libro, de los seis —plaquettes mediante— que dio a la imprenta: Según sentencia del tiempo, Compañeros de viaje, Cuatro poemas morales, En favor de Venus, Moralidades y Poemas póstumos, más tres ediciones —una fallida, pues fue retirada por la censura— de su poesía reunida: Colección particular Las personas del verbo, de 1975 y 1982) y "Variantes textuales", que harán las delicias de los filólogos. Un trabajo, con perdón, de chinos. A eso se suman los "Apéndices", esto es, la "relación de obras consultadas" (al final del prólogo hay una bibliografía esencial), las "Abreviaturas" y los "Poemas no incluidos en Las personas del verbo". No es raro, así, que los editores confiesen que esta colosal tarea les ha llevado años. 
Ya se ve que quien quiera entretenerse tiene aquí material para rato. A uno, sin embargo, lo que más le importa, aparte de curiosear esos poemas que quedaron fuera del libro y, por tanto, en su mayor parte, desconocía, lo que más me interesa, decía, es volver sobre unos versos que forman parte de mi educación sentimental y que me retrotraen a mi juventud perdida, cuando más apasionadamente se lee, en esa etapa feliz en la que uno encuentra, qué alegría, a sus maestros. 
Es verdad que en su momento fui crítico con esa poética, pero no por la genuina forma de expresión de Gil de Biedma, ese admirable tono único que supo darle a su poesía, sino por el descarado abuso que algunos de mis coetáneos hicieron de la misma hasta convertir el modelo en ilegible. Los editores lo señalan con ironía al principio de su introducción. 
Riera, como Pardo, conoce bien la vida y la obra del poeta. Ya lo demostró en su libro La Escuela de Barcelona, que fue Premio Anagrama de Ensayo y se publicó en 1988. Sus protagonistas, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. 
Por ceñirme al tópico, y en lo referente a su estrategia de promoción, actuaron como buenos burgueses catalanes, aunque con mala conciencia. La fotografía de Oriol Maspons que ilustra la cubierta de ese estudio, en la entrada de Industrias Gráficas Seix Barral (en el original aparece también Josep Maria Castellet, colaborador necesario de su invento a través de su antología Veinte años de poesía española), aporta ese aire urbano e industrial que caracteriza sus respectivas poéticas. Gil de Biedma le dijo a E. Sylvester que "Los grupos poéticos no son generalmente un hecho histórico real, sino una creación voluntaria, más que nada una empresa de «política» literaria". Y a Jesús Fernández Palacios que "en un momento dado decidimos autolanzarnos como grupo, en una operación absolutamente publicitaria, no literaria". 
He vuelto a disfrutar con sus reflexiones acerca de la poesía, las que recoge en el "Prefacio" de Compañeros de viaje, en la nota autobiográfica de la contraportada de Las personas del verbo y las que menudean en la introducción y en las numerosas notas a pie de página; razonamientos dignos de un tipo tan lúcido e inteligente (un punto cínico) como él. Su decisión de dejar de escribir a tan temprana edad le delata. Y que escribiera casi siempre sus poemas de memoria (en la calle, la ducha o un consejo de administración). No tan admirable me parecen algunos asuntos de su vida privada, en especial los relacionados con sus estancias filipinas. 
Admiro, cómo no, su impronta poética anglosajona. Su claridad y su ironía. Todo se resume, como recalcan Riera y Pardo, en esta confesión, donde parafrasea a Chesterton: "Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema". Luego aclaró: "lo que yo apuntaba ahí es que quería existir en el orden de realidad en que existen los poemas. Quería rescatarme a mí mismo y pasar a existir en ese orden de realidad". 
Como diría de la poesía su maestro Auden, memorable speech. Imprescindible. 

NOTA AUTOBIOGRÁFICA EN CONTRAPORTADA

«Nací en Barcelona en 1929 y aquí he residido casi siempre. Pasé los tres años de la guerra civil en Nava de la Asunción, un pueblo de la provincia de Segovia en donde mi familia posee una casa a la que siempre acabo por volver. La alternancia entre Cataluña y Castilla, es decir: entre la ciudad y el campo –o, para ser más exacto, entre la vida burguesa y la vie de château–, ha sido un factor importante en la formación de mi mitología personal. Estudié Derecho en Barcelona y Salamanca; me licencié en 1951. Desde 1955 trabajo en una empresa comercial. Mi empleo me ha llevado a vivir largas temporadas en Manila, ciudad que adoro y que me resulta bastante menos exótica que Sevilla, porque la entiendo mejor. Me quedé calvo en 1962; la pérdida me fastidia pero no me obsesiona —dicen que tengo una línea de cabeza muy buena. Gano bastante dinero. No ahorro. He sido de izquierdas y es muy probable que siga siéndolo, pero hace ya algún tiempo que no ejerzo.»

Bien. Supongamos ahora que han pasado doce años desde que escribí lo anterior. Y aun vayamos más lejos, supongamos lo más terrible: que nuestra suposición—tuya y mía, lector, acuérdate— sea la verdad absoluta. ¿Qué diré entonces que ha sido de mí durante este espacio interlinear? Lo primero y lo instintivo, es decir que nada. Luego, tras algún pensar, ciertos hechos se imponen. Por ejemplo, que Manila ya me aburre y en cambio me fascinó Sevilla, por primera vez descubierta en noviembre de 1976, después de haber estado en ella cuantísimas veces. También, que en 1974 publiqué un diario mío de 1956 –los años terminados en seis siempre han sido importantes en mi vida–, titulándolo Diario del artista seriamente enfermo (Editorial Lumen, Barcelona); y que en 1980 reuní mis ensayos de crítica literaria y algunas otras cosas en un volumen: El pie de la letra (Editorial Crítica, Barcelona). Que ahora y aquí publico la segunda edición, imperceptiblemente aumentada, de mis poesías completas. Y que a lo largo de estos años he aprendido, bien o mal –bien y mal–, a ser un encajador. Un aprendizaje modesto pero absorbente, que apenas permite escribir poemas.

Quizá hubiera que decir algo más sobre eso, sobre el no escribir. Mucha gente me lo pregunta, yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo, lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió –sin yo saberlo– en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba. Otra, que todo fue una equivocación: yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema. Y en parte, en mala parte, lo he conseguido; como cualquier poema medianamente bien hecho, ahora carezco de libertad interior, soy todo necesidad y sumisión interna a ese atormentado tirano, a ese Big Brother insomne, omnisciente y ubicuo —Yo. Mitad Calibán, mitad Narciso, le temo sobre todo cuando le escucho interrogarme junto a un balcón abierto:
«¿Qué hace un muchacho de 1950 como tú en un año indiferente como éste?» All the rest is silence.