2.7.25

Carta de Tánger (I)

Comentaba hace unos días con un amigo si este afán por relatar los pequeños viajes que uno emprende no sería fruto del complejo provinciano de quien apenas sale de este angosto rincón amurallado. Me tranquilizaba a mí mismo añadiendo que estaba seguro de que, al hacerlo, no pretendía presumir o epatar. No va en mi naturaleza. O con mi carácter. Y, además, ¿de qué iba a jactarme? Cualquiera de mi pueblo ha viajado al Japón, ha visto las pirámides de Egipto o ha navegado por los fiordos noruegos. Lo cierto es que quienes me conocen y hasta me leen, los que siguen este blog que cumplió hace un par de meses veinte años, al enterarse, tal vez esperaban, porque olvido (y escribo), esta crónica del último que he realizado, tan breve y cercano como todos, pero de regreso a un lugar muy importante para mí. Para nosotros, mejor, pues, según costumbre, no fui solo, sino acompañado de Y. Volver a Tánger siempre es motivo de felicidad en esta casa. Siquiera sea porque, sobre todo para Y., aquella es también, de manera simbólica (no hay propiedad, qué más quisiéramos) la nuestra. A qué negar que la invitación de Juanvi Piqueras, director del Instituto Cervantes tangerino, para participar en el primer Festival de Poesía del Mediterráneome alegró. No por aquello de que fuera la primera vez que me invitaban a un festival (debía ser el único autor español de libros de poesía que no había sido invitado a alguno). No, nunca los he echado de menos. Me temo que la poesía, tan discreta cuando es verdadera, brilla en ellos por su ausencia. No, lo sustancial era volver a esa playa de África, que diría Morábito. Y que, de paso, pudiera leer en la ciudad que los inspiró algunos versos de Más allá, Tánger. A ver si el director del Cervantes de Sofía me deja hacer lo propio en la capital de Bulgaria (de donde acaba de regresar el poeta Basilio Sánchez) con los poemas de Sobre el azar del mapa. Me haría ilusión, no lo niego. 

Después de darle algunas vueltas, optamos por bajar hasta Tarifa en coche y tomar desde allí el ferry hasta Tánger en vez de ir a Barajas y pillar un avión. Todo lo que sea evitar un aeropuerto... El viaje es largo, el tráfico denso, el sevillano puente del V Centenario costoso de franquear por culpa de las obras, el firme de la autovía, desde Jerez hasta Algeciras, peligroso, la travesía de Algeciras, más obras, delirante y el resto, hasta el puerto de Tarifa, un trayecto en caravana que sólo se soporta gracias a las vistas, pero... Al llegar a ese destino, con la hora demasiado ajustada, no dábamos con el aparcamiento. Una vez localizado, tocó recorrer a toda prisa el centro de la ciudad fronteriza, maletas en mano, hasta llegar a la terminal y, papeleo mediante, lograr subir al barco. Diez minutos antes de la hora prevista para su partida. 
Soplaba el levante, lo habitual, y aunque el mar estaba por eso algo picado, no llegué a marearme. Con mi facilidad para el trastorno, raro. Lo peor: la larga cola para sellar el pasaporte en la aduana del catamarán de Baleària (antes, Balearia). 
Ya escribí en un poema del libro que he mencionado antes que Como a Venecia, Valparaíso o Estambul, / sólo hay un modo de llegar a Tánger. Me refería, claro, a hacerlo en barco. Esta vez a un puerto distinto del viejo, pero muy próximo a aquél. Nos esperaba un taxista que nos trasladó rápidamente al hotel. Por el tráfico, a los dos nos pareció que estábamos en Nápoles. Puro caos. Ordenado, eso sí, valga la paradoja. Quiero decir que coches y personas terminan desenvolviéndose en él con cierta seguridad, aunque parezca todo lo contrario. 
Lo primero que vi, o en lo primero que me fijé, fue esa línea de casas de principios del XX que aún destacan, con su elegante y blanca sobriedad, en la Avenida de España (ahora de Mohamed VI), las que siguen al edificio (ahora cerrado o en reforma) del Hotel Continental. Me encanta contemplarlas. Y ya que lo menciono, cómo no evocar la figura de Paul Bowles, un cliente de ese mítico hotel donde Bertolucci ambientó escenas de la película El cielo protector.

El Chellah vivió tiempos mejores. Y peores, cabe añadir. Como dijo Y., a modo de resumen, se trata de un hotel muy tangerino. Tan decadente como esta ajada ciudad, que es lo que cuenta. El cuarto no era lujoso, pero estaba limpio. Nos dieron una habitación de las reformadas, según nos explicaron en recepción. No quisimos imaginar cómo eran las antiguas. El aire acondicionado funcionaba, y no era poco. Sí, el calor húmedo, excesivo para un mes de junio en Tánger, impedía los movimientos y ha sido el único obstáculo: pasear, por ejemplo, era una temeridad, más para quienes sudamos en exceso. 
Llegamos muy tarde; sin embargo, la cocina estaba abierta. Hasta la una de la madrugada, nos dijeron. Eran las cuatro de la tarde hora local, una más en España. Disfrutamos en la terraza del jardín (un espléndido oasis dentro de Tánger) de una ensalada y unos calamares que no desmerecerían en ningún chiringuito de la costa andaluza. La fritura, perfecta. Tras un rato de descanso en el cuarto, bajamos a la piscina. En vano, cerraba a las seis de la tarde. Después, al atardecer, nos atrevimos a dar un largo paseo por los alrededores del hotel. Por el Tánger de toda la vida, donde las múltiples reformas y añadidos no han llegado aún. Ni las obras del acerado. Ni las grúas de las nuevas construcciones: edificios, hoteles. La ciudad ya alcanza el millón de habitantes. Pronto desaparecerá salvo por la medina, los zocos y la kasbah la que tantos hemos mitificado. 
En un bakalito nos hicimos con gel de avena para la ducha de la marca Instituto Español. 
Habíamos quedado con Piqueras en el citado jardín para la cena. A él lo conoce uno desde hace mil años, cuando era novio de una placentina y se me acercó en la segunda planta de la desaparecida librería Cervantes para presentarse. Estuve en el Palace el día que le entregaron el premio Loewe. Cantó Aute. Cuando llegamos, ya estaban sentados en una mesa larga Alba Cid, Biel Mesquida, Àngels Gregori (que nos había saludado a su llegada, en recepción, comisaria, a la sazón, de este Festival con sede, además de en Tánger, en El Cairo, Alejandría, Atenas y Ammán), la becaria Diana Carolina Gómez (que se ocupó solventemente de las necesarias labores de intendencia: alojamiento, billetes, etc.), Sheila Blanco y Juan, su novio y representante, la madre de éste y no sé si alguien más (perdón). Pedimos pescados y pagamos a escote. Esa fue la primera de cinco noches en que disfrutamos de ese lugar donde el dueño del hotel, su hijo y un grupo musical interpreta en directo jazz, boleros... Bueno, a veces suben al escenario artistas invitados, como la propia Sheila y, el último día, alumnos de una escuela de música. 
La parrilla (para el pescado fresco) y una temperatura suave hacen el resto. Y, añado, unos camareros (casi un ejército) muy profesionales y amables. La amabilidad, por cierto, ha sido una de las grandes alegrías del viaje: todo el mundo (taxistas, vendedores, empleados...) y, por supuesto, cualquiera al que te encontraras, actuaban con una cordialidad exquisita. Natural, diría. Si, además, se daban cuenta de nuestra condición de españoles o Y. les comentaba que era tangerina de nacimiento (tanjawi, como dicen ellos, el título de una suerte de memorias de Wenceslao-Carlos Lozano, que quiero leer), ya... 
En ese jardín y esa noche pude saludar personalmente de Alberto Gómez Font, un barcelonés muy tangerino que me consiguió hace poco el número de la revista Sures dedicado al hotel Minzah. 
También esa noche descubrimos la cerveza Casablanca (marroquí, por supuesto), que no dejó de acompañarnos el resto del viaje. 
Dio tiempo a que Àngels Gregori nos contara su desagradable peripecia en la Fundación Francisco Brines (ella es también de Oliva, donde tenía su casa el poeta, sede de la misma, que dirigió cuando fue creada) y a cambio nosotros le contamos nuestra relación con un autor que no he dejado de admirar, con una obra esencial para mi poesía y, en consecuencia, para mi vida. Y hasta jugamos. Piqueras propuso que cada uno recomendara una lectura reciente y la defendiera. Uno eligió Las sílabas del cielo, de otro salmantino: Víctor Herrero.