13.9.25

Un paso diferente hacia la contemplación


Por Antón Castro

A veces, en estos tiempos donde vivimos casi a la velocidad del rayo, se quedan por ahí, orillados, libros excelentes, proyectos muy aquilatados que nos recuerdan que la literatura puede ser un campo abonado a la serenidad, a la melancolía, al enigma cotidiano que, de tan desleído, no parece ni serlo. El poeta y crítico literario, y también dietarista Álvaro Valverde (Plasencia, 1959), publicaba en Pre-Textos una de esas antologías que son más que una compilación o una gavilla de versos: el prologuista José Muñoz Millanes ha ido más allá de una selección al uso y le ha dado una unidad insoslayable a Meditaciones del lugar. Antología poética 1989-2018, casi treinta años de una escritura prístina, sumamente elegante, trazada con la exactitud del hombre paciente que se atreve a soñar con los ojos abiertos, de paseo, o viendo pasar el tiempo, huidizo, etéreo y a la vez denso en situaciones y aventuras.
Medicaciones del lugar, de entrada, como apunta el antólogo, ha hurgado en los poemarios de Álvaro Valverde en busca de esos dos términos en el fondo tan polisémicos: la meditación (y también la contemplación, el paseo, el hecho de mirar, incluso la introspección tranquila), y el lugar, que puede ser muchas cosas, la casa, los recuerdos de infancia, un jardín, una ciudad, pero también el edén, la arcadia o el paraíso, abrazado a una fascinante naturaleza o a una flora sencilla, casi huesuda o desnuda.
Álvaro Valverde a veces parece conectar con el armonioso mundo de Antonio Colinas, con el Luis Cernuda de libros como Ocnos, pero también con la capacidad de narrar la sugestión de lo cotidiano con la plasticidad de Eloy Sánchez Rosillo. Y conecta con muchos más, claro, porque en él hay una filosofía de integración, de convivencia, de diálogo. En sus poemas, siempre existe también una suerte de interlocución consigo mismo (como le sucede a Luis Cernuda y también a Jaime Gil de Biedma en muchos poemas, e incluso a Vicente Aleixandre) y una especie de trayecto personal hacia la experiencia más íntima, en la que convergen el silencio, la lentitud, la lucidez y la curiosidad.
En el silencio descubre los dones musicales del entorno y de su propia escritura; la lentitud es una forma de implicarse en la tentativa de aprehender lo decisivo; la lucidez es un estado de la inteligencia y una vocación para entender y sentir el entorno con sus alfileres de  paradojas, y la curiosidad es una forma de juventud permanente y un grito de alegría que no agrede; a veces Álvaro Valverde va más allá y se atreve a crear monólogos dramáticos y darles voz a sus múltiples yoes o hacer de voces ajenas y lejanas el diamante sonoro o cristalino de su propia voz.
Este es un libro unitario, medido, sorprendente. Intenso y sereno, con resonancia propia y esa suavidad que no es débil ni nada semejante, sino la del paseante que sabe que no hay mejor manera de existir que sembrar palabras e imágenes y sensaciones, y someterlas luego al vaivén de un cernedor que genera espacios, geografías, estados de ánimo, vibraciones, invernaderos de la emoción. No vamos a recordar todos los libros de Álvaro Valverde, algunos tan penetrantes como Más allá, Tánger y El cuarto del siroco o A debida distancia.
Pero sí hay algo más que convendría resaltar: es un poeta de excelentes primeros versos. O versos-puerta de acceso al misterio. Dice, por ejemplo «Abro la verja del jardín sin nadie»; «Tiene la muerte una medida exacta»; «Habito una ciudad de la memoria»: incluso, en un poema que es casi una poética una buena parte de su poesía, «Territorio del nómada», arranca así: «Busco en vano un lugar», y cierra con mucha intención: «El viaje ―lo sé― / ha de ser para siempre».
Estas Meditaciones del lugar, un poemario hecho de otros poemarios, también son desmentidos de «mi árida vida». Es un paso diferente, con Leopardi en el bolsillo, hacia la luz.

 

Álvaro Valverde escribe a favor de la belleza y la meditación. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón (13/9/2025). La fotografía es de Patrice Schreyer.