Por Antón Castro
A veces, en estos tiempos donde vivimos casi a la velocidad
del rayo, se quedan por ahí, orillados, libros excelentes, proyectos muy
aquilatados que nos recuerdan que la literatura puede ser un campo abonado a la
serenidad, a la melancolía, al enigma cotidiano que, de tan desleído, no parece
ni serlo. El poeta y crítico literario, y también dietarista Álvaro Valverde
(Plasencia, 1959), publicaba en Pre-Textos una de esas antologías que son más
que una compilación o una gavilla de versos: el prologuista José Muñoz Millanes
ha ido más allá de una selección al uso y le ha dado una unidad insoslayable a Meditaciones
del lugar. Antología poética 1989-2018, casi treinta años de una escritura
prístina, sumamente elegante, trazada con la exactitud del hombre paciente que
se atreve a soñar con los ojos abiertos, de paseo, o viendo pasar el tiempo, huidizo,
etéreo y a la vez denso en situaciones y aventuras.
Medicaciones del lugar, de entrada, como apunta el
antólogo, ha hurgado en los poemarios de Álvaro Valverde en busca de esos dos
términos en el fondo tan polisémicos: la meditación (y también la
contemplación, el paseo, el hecho de mirar, incluso la introspección
tranquila), y el lugar, que puede ser muchas cosas, la casa, los recuerdos de
infancia, un jardín, una ciudad, pero también el edén, la arcadia o el paraíso,
abrazado a una fascinante naturaleza o a una flora sencilla, casi huesuda o
desnuda.
Álvaro Valverde a veces parece conectar con el armonioso
mundo de Antonio Colinas, con el Luis Cernuda de libros como Ocnos, pero
también con la capacidad de narrar la sugestión de lo cotidiano con la
plasticidad de Eloy Sánchez Rosillo. Y conecta con muchos más, claro, porque en él hay una filosofía de integración, de convivencia, de diálogo. En sus poemas,
siempre existe también una suerte de interlocución consigo mismo (como le
sucede a Luis Cernuda y también a Jaime Gil de Biedma en muchos poemas, e
incluso a Vicente Aleixandre) y una especie de trayecto personal hacia la
experiencia más íntima, en la que convergen el silencio, la lentitud, la
lucidez y la curiosidad.
En el silencio descubre los dones musicales del entorno y de
su propia escritura; la lentitud es una forma de implicarse en la tentativa de
aprehender lo decisivo; la lucidez es un estado de la inteligencia y una
vocación para entender y sentir el entorno con sus alfileres de  paradojas, y la curiosidad es una forma de
juventud permanente y un grito de alegría que no agrede; a veces Álvaro
Valverde va más allá y se atreve a crear monólogos dramáticos y darles voz a
sus múltiples yoes o hacer de voces ajenas y lejanas el diamante sonoro o
cristalino de su propia voz.
Este es un libro unitario, medido, sorprendente. Intenso y
sereno, con resonancia propia y esa suavidad que no es débil ni nada semejante,
sino la del paseante que sabe que no hay mejor manera de existir que sembrar
palabras e imágenes y sensaciones, y someterlas luego al vaivén de un cernedor
que genera espacios, geografías, estados de ánimo, vibraciones, invernaderos de
la emoción. No vamos a recordar todos los libros de Álvaro Valverde, algunos
tan penetrantes como Más allá, Tánger y El cuarto del siroco o A
debida distancia.
Pero sí hay algo más que convendría resaltar: es un poeta de
excelentes primeros versos. O versos-puerta de acceso al misterio. Dice, por ejemplo
«Abro la verja del jardín sin nadie»; «Tiene la muerte una medida exacta»; «Habito
una ciudad de la memoria»: incluso, en un poema que es casi una poética una
buena parte de su poesía, «Territorio del nómada», arranca así: «Busco en vano
un lugar», y cierra con mucha intención: «El viaje ―lo sé― / ha de ser para siempre».
Estas Meditaciones del lugar, un poemario hecho de
otros poemarios, también son desmentidos de «mi árida vida». Es un paso
diferente, con Leopardi en el bolsillo, hacia la luz.
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| Álvaro Valverde escribe a favor de la belleza y la meditación. | 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón (13/9/2025). La fotografía es de Patrice Schreyer.

