Tengo plena conciencia de que una de las cosas más importantes de mi vida ha sido conocer a Fernando Tomás Pérez González y tratarlo, sobre todo, a lo largo de estos últimos años, cuando el destino quiso que trabajáramos juntos. Por lo mismo, pueden suponer que éste es para mí un trance muy doloroso y que la suya es una muerte que vivo con la desdicha con que se sufren las muertes cercanas, las de los familiares directos y unos pocos, muy pocos, amigos. No puedo olvidar ahora, ya que lo menciono, su constante apoyo, tan elegante, discreto e inteligente como todo lo suyo, mientras duró la larga enfermedad de mi padre y lo que me confortó abrazarle en Plasencia durante su funeral.
Necesito decirlo pronto: no es concebible que algunos de los mejores se nos vayan tan pronto, tan a destiempo. ¡Malditas comparaciones! Más aún, añado, cuando se ha nacido y se ha vivido en Extremadura. Sí, porque si a alguien, además de a Susi, Fernando, Isidro, sus hermanos y sus amigos, a quien de verdad le seguía haciendo falta Fernando Pérez era a esta tierra, tan necesitada de personas inteligentes y capaces y tan sobrada de mediocres, figurones y, en fin, académicos de Argamasilla, como él atinadamente los denominó en su último artículo periodístico, una suerte de testamento vital. Un texto impecable escrito con la enfermedad muy avanzada y, por ello, con la lucidez del que dice lo que piensa a tumba abierta, algo que, por lo demás, hizo siempre. Precisamente allí, entre líneas, como diría su amigo Luis Landero, estaba la figura de su padre, Fernando Pérez Marqués, que acababa de ser vilmente ninguneada (como la suya) en una reciente perorata dizque académica. No en vano, a su sombra, y para bien, creció Fernando y nunca dejó de seguir de cerca su ejemplo humano e intelectual por mucho que sus ideas (liberales en todo caso) no fueran siempre coincidentes, en especial durante sus años de militancia antifranquista.
Aunque le había leído, conocí personalmente a Fernando en los ochenta. Nuestra amistad se afianzó al comprometerse con la Asociación de Escritores Extremeños, de la que fue secretario hasta que le llamó su viejo amigo y compañero de estudios Francisco Muñoz para que dirigiera la Editora Regional. Con un gran sentido del servicio público, no dudó en renunciar temporalmente a su labor creativa (eso, ay, creímos entonces), a su obra ensayística (en lo esencial, cercana al pensamiento científico), para volcarse de lleno en otra tarea, la de editor, que ha cumplido sobradamente. Será muy difícil suplirle en ese puesto. Imposible, sin duda, estar a la misma altura a la que él rayó. Es falso que no haya personas imprescindibles. Así, desde el más absoluto desprecio, en estos años ha logrado que su gestión al frente de la ERE goce del respeto y la admiración de algunos de los mejores editores (privados) de este país: Manuel Borrás, Beatriz de Moura, Jorge Herralde... Por lo mismo, ha logrado que la Editora pase a ser una editorial acreditada en el ámbito nacional algo, también esto, que no podremos agradecerle bastante. Sería interminable hablar de los libros que editó quien era, antes que nada, un gran lector, pero me gustaría citar, al menos, la magnífica colección de la Biblioteca de Barcarrota (que, por desgracia, no verá culminada) y las de La Gaveta (su preferida, según creo) y Ensayo Literario, que él también fundó; con un gran sentido de la orientación literaria, por cierto.
Además, fue el impulsor de los Talleres de Relato y Poesía, de los Premios Extremadura a la Creación y de un sinfín de proyectos de la Consejería de Cultura, donde tanto se le echará de menos.
Espero no olvidar nunca todo lo que he aprendido trabajando a su lado. A costa de que nos compararan con una pareja de la Guardia Civil, me encantaba ir con él a cualquier parte y con cualquier excusa para que fuera contándome cosas y aprovechaba esos viajes para preguntarle cuanto podía. Es indudable que compartíamos muchos gustos y nuestras afinidades literarias eran evidentes.
Fue un honor tenerlo como editor y un placer ver mis libros impresos en las bonitas colecciones de la ERE.
Este verano, el último de su vida, me he acordado mucho de él, sobre todo en la playa. Por teléfono, con la voz ya muy débil, decía que nos envidiaba y los dos aludíamos, en legítima defensa, a un agosto futuro que sabíamos imposible. Conmigo se quedan las conversaciones en su casa de La Barrosa y los paseos por las calles y las librerías de Cádiz y le observo desde lo alto de la Torre Tavira, que él nos enseñó, donde permanecerá para siempre en forma de poema.
La esperanza, a pesar de los pesares, está de nuestra parte. Por lo que ha realizado, que no es poco, y porque tengo el convencimiento de que la saga continúa. Hay otro Fernando Pérez, su hijo mayor, dispuesto a seguir dando la batalla por la cultura y la libertad de esta tierra. Seguro.