Al día siguiente de que se estrenara en el Festival de Cine de San Sebastián la película de Montxo Armendáriz, Obaba, basada en la novela de Bernardo Atxaga, llegábamos a Tolosa, una ciudad de frontera entre Guipúzcoa y Navarra que dista unos pocos kilómetros de Asteasu localidad natal de Joseba Irazu, el verdadero nombre del escritor, y espacio real de donde surge el territorio mágico que levanta, con voluntad de perdurabilidad, esa formidable historia de historias que es, a fin de cuentas, Obakoak.
Cuando llegamos allí era de noche. Nos había dado tiempo, eso sí, a vislumbrar el color verde de los prados. Lo cierto es que hasta llegar al País Vasco, quinientos kilómetros mediante, todo había sido una sucesión de paisajes planos y pardos (ni siquiera amarillos) de los que la mirada no sacaba sino una inevitable sensación de esplín, más cerca del aburrimiento que del tedio.
Un rato después, al salir del hotel, la lluvia caía con fuerza y el mero hecho de verla era, a estas alturas de nuestra pertinaz sequía, un espectáculo emocionante. No pensaban lo mismo nuestros amigos tolosanos deseosos de que nos la lleváramos con nosotros al volver a casa. Una casa, Extremadura, que ellos abandonaron hace muchos años por causas de fuerza mayor y a la que ahora regresan de vez en cuando para acabar volviendo siempre al Norte; algo demasiado parecido, tantos años después, a su hogar. A ese sentimiento de pertenencia a dos tierras hacía alusión el poema que recitó Filo y que hizo vibrar a los asistentes a la cena del Centro Cultural La Jara. No todos eran extremeños. A esta sociedad gastronómica –que sigue la tradición de este tipo de agrupaciones en el País Vasco- pertenecen gentes de otras regiones a las que acompañaban esa noche las autoridades locales encabezadas por el alcalde, Jokin Bildarratz. Junto a él, otros concejales de su partido, el PNV, y de los otros con representación en el consistorio: PSOE y PP. Ni el talante del joven primer edil ni el del resto de los miembros de la corporación era el que uno está habituado a suponer. Jokin Bildarratz, exsenador y persona influyente en el partido nacionalista (de la nueva línea de Imaz), es un enamorado de Extremadura, como todos los demás. Buena parte de la culpa de esa querencia la tienen Pedro y la citada Filo, presidentes de la Jara, por las actividades que organizan (donde la presencia de productos extremeños es ineludible) y los viajes a la región que cada poco emprenden. Otra, a la buena idea de mantener desde hace años un intercambio entre escolares de Tolosa y La Serena.
Una señal evidente de la pluralidad de ese Centro está en el hecho, nada común, de que les esté permitido cocinar en él a las mujeres. En sentido contrario, una desgracia habitual, algunos concejales iban con escoltas.
Allí conocimos a Miguel Quintas, responsable de las Bibliotecas Escolares de Guipúzcoa (donde hay un bibliotecario escolar en cada centro educativo), gallego de origen pero miembro del Centro Extremeños de Zarautz, donde reside. Por esa villa marinera, donde han veraneado durante años Casas Reales de toda Europa, tomando un café en el restaurante de Arguiñano (visita obligada para propios y extraños), empezó nuestro breve recorrido –con él como guía- por la zona. Uno recordaba que de niño le hablaban de los veraneos de doña María Morales en esa famosa playa. También, cómo no, los del poeta Claudio Rodríguez, que escribió en aquel sitio algunos poemas memorables donde las olas ocupaban el puesto de privilegio que le conceden, sobre todo, los surfistas. Olas que siguieron golpeando nuestro camino por la carretera de la costa, hasta Guetaria y su conocido “ratón”. En el monumento que conmemora el regreso de la expedición de Elcano, pudimos leer el nombre del extremeño Hernando Bustamante, de Alcántara, uno de los cuarenta que volvieron con vida.
Muy cerca, costa y olas adelante, Zumaia. En el paseo, una imponente tienda de productos extremeños, cada vez más apreciados por los vascos, gastrónomos por naturaleza. A ese pueblo fue a parar una abundante colonia de extremeños, la primera hornada de la emigración forzosa. Desde un Campo de Concentración de La Serena hasta un Campo de Trabajo, mano de obra regalada para una fábrica de cemento.
Veintitrés años nos separaban de nuestra última visita al Monte Igueldo. Los cacharritos de su parque infantil despiden el mismo aire melancólico de entonces. Las vistas de San Sebastián y de La Concha, con todo, siguen siendo magníficas. Tiempo nos dio aún de mojarnos con las salpicaduras de las olas del Paseo Nuevo y de palpar algo del ambiente de esa elegante ciudad que para algunos es, sin duda, una de las más bonitas del mundo.
De regreso, la escala en Palencia, con paseo obligado por su mítica Calle Mayor, nos devolvió a nuestra vida provinciana, tan lejana de la de aquel paraíso luminoso y cosmopolita.
(HOY)