El pasado domingo escuché en la radio un comentario de mi compañero de periódico, Feliciano Correa, que me obliga a volver sobre un asunto clásico de la literatura extremeña; un tema que va y viene, cíclicamente, sin que la cosa tenga, al menos en apariencia, fin.
Se estaba hablando de don Mariano Fernández-Daza, Marqués de la Encomienda, miembro de de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, fundador del Complejo Cultural “Santa Ana”, y se destacaban, claro está, sus muchos merecimientos (que uno, modestamente, subraya). En un momento dado, Feliciano ponderó una circunstancia personal del eminente bibliófilo almendralejense: que había permanecido en su tierra durante toda su vida y que desde aquí había trabajado, sobre todo, a favor de la educación y de la cultura.
La personalización de su comentario no quedó, sin embargo, ahí. Vino luego a decir que son muchos los extremeños que han permanecido o permanecen en la región sin que se les reconozca ese mérito (se centraba en los escritores) y que son otros, los que viven fuera, quienes a la postre son premiados y a quienes se celebra como lo verdaderos artífices de nuestro resurgimiento cultural. Es obvio que no reproduzco sus palabras tal cual. Me limito a transcribir aproximadamente el espíritu de su queja.
Ya lo dije: esta es un lamento usual en nuestros ambientes culturales. Conviene añadir que el autor de las Libretillas jerezanas volvió a mencionar Miravete (antes, puerto; ahora, túnel), esa frontera simbólica entre los unos y los otros. Por lo mismo, volvió a dejar indiferentes a los escritores del norte extremeño, que nunca tuvieron que atravesar esa alegórica raya para ir a Madrid y de ahí, es un suponer, al cielo de la gloria literaria.
Para empezar, no parece lógico que quienes propugnan una España unida, por encima de nefastos nacionalismos, se empeñen en segregar a los extremeños por el lugar donde viven. Mejores los de aquí (“pata negra”, diríamos) que los de fuera, como si muchos de éstos no hubieran tenido que marcharse a la fuerza para buscarse la vida. Dicho lo cual, no niego, ¡faltaría más!, que abunden en Extremadura quienes sólo valoran lo que viene de fuera (ah, los complejos) y que, por culpa de su aguda ignorancia, desprecian lo mucho y bueno que hay dentro, por seguir con la dichosa dicotomía. Nadie debería negar que esto es provinciano; ahora bien, que los organizadores de actos y eventos, del ámbito público y del privado, prefieren los nombres reconocidos y famosos a los de aquellos otros que, con gozar de prestigio, no destacan por su popularidad, también. Seamos coherentes. Es normal si tenemos en cuenta la sociedad en la que vivimos, donde lo mediático manda sin importar el porqué; donde una dilatada carrera profesional o artística es equiparada con quince días en la casa de Gran Hermano o a un par de meses en cualquier concurso de cante o baile.
Puede pasar, eso sí, que ese menosprecio se vuelva en su contra y donde algunos enterados piensan que hay un mindundi al día siguiente aparezca, pongo por caso, un Cercas. Entre esa situación y la contraria sólo medió, en el caso del de Ibahernando, un definitivo golpe de suerte: Soldados de Salamina. Una delgada novela que, sin vocación de serlo, se convirtió en best seller. Para entonces, el desconocido escritor que había llegado a Cáceres para participar en el Aula “José María Valverde” (con escasa presencia de público) era un escritor de éxito con una agenda tan cargada que resultaba casi imposible buscarle el hueco que le permitiera asistir al homenaje que se le ofrecía en la Feria del Libro de esa misma ciudad.
¿Es necesario volver a recordar que la literatura escrita por extremeños le debe mucho a Luis Landero, Félix Grande, Dulce Chacón o el citado Javier Cercas, por citar a los de siempre? Tampoco debería serlo repetir que la literatura de Extremadura es, por fortuna, algo más que esos sonoros nombres. Me atrevería a decir que bastante más.
A estas alturas resulta cansina esa eterna cantinela de acá y el allá. Uno tiene claro que extremeño es el que quiere, haya nacido o no aquí, viva o no en Extremadura. Y eso sirve para Trapiello, que reitera cada poco su pertenencia sentimental a esta tierra, o para Ferlosio, que nunca se ha pronunciado, que yo sepa, al respecto.
Lo único que debería preocuparnos es que las obras de los escritores, a los que añadimos sin necesidad (la literatura es, en esencia, universal) el adjetivo “extremeño”, se sostengan en pie y, por añadidura, alcancen el máximo grado de excelencia, lo que deja obligatoriamente de lado esas consideraciones espurias sobre el nacer y el pacer, tan molestas como escurridizas.
(Del HOY)