No me consta la existencia de un código moral al que hayan de sujetarse los escritores en el desempeño de su labor literaria. Dicho de otro modo, la circunstancia de que un escritor sea un hombre de paz, respetuoso con sus congéneres y amante, pongamos, de la naturaleza y de los hábitos culturales en que se crió, no garantiza poco ni mucho la excelencia artística de sus obras, como tampoco la excluye el hecho de que él practique en su vida privada la ruindad.
Nadie está legitimado para exigir al escritor una conducta determinada. No digamos ya una determinada fe. Hacer tal cosa (y se hace con bastante más frecuencia de lo que muchos creen, a veces por la vía dulce de la subvención, del premio institucional o de prebendas varias) obliga al escritor a crear sus obras al dictado. Queda entonces irreparablemente desvirtuado el sentido primordial de su oficio, que no es otro que el ejercicio libre de la palabra escrita. Y un escritor sometido es una de las criaturas más dignas de lástima que se pueda uno imaginar.
En tanto que ciudadano, a un escritor lo afectan idénticos derechos y obligaciones que a los demás miembros del colectivo social. Pero un escritor no es, en cuanto tal, se diga lo que se diga, un ciudadano común y corriente, o al menos no lo es a la manera como sabemos que lo son el panadero o el dentista, pongo por caso, a quienes no se les hace objeto de reclamaciones morales cuando cuece el uno pan, empasta el otro una muela, por mucho que constituya un valor moral positivo el que despachen bien la tarea por la que se les remunera. Lo cierto es que ni el pan ni el empaste tienen la capacidad de repercutir ideológicamente en las conciencias de los comensales ni de los pacientes. El escritor, en cambio, dispone, si se empeña, de esa capacidad que puede llegar a convertirlo, a ojos de algunos, en un sujeto incómodo, incluso peligroso.
Para empezar, emplea un instrumento, la lengua, de propiedad colectiva, sin el cual está más que probado que el ser humano nunca sabrá definirse a sí mismo ni como individuo ni como elemento integrador de una masa social. El hombre no sabe ser sin lenguaje, una característica suya que lo hace desde la infancia vulnerable a la manipulación y al adoctrinamiento. También el escritor, aunque por falta de perspectiva no atinemos a calibrar con exactitud en qué medida, interviene en los hábitos lingüísticos y en los modos de pensar de los ciudadanos de su época y acaso de los del porvenir. Poco puede en apariencia hacer un escritor, con el solo ejercico de la palabra escrita, para introducir cambios y mejoras en la realidad; pero en su mano está, no obstante, analizarla y reproducirla en sus libros, dejando de ella su testimonio particular, sazonado de palabras más o menos perdurables, de pensamientos, de refutaciones, de imágenes y de todos esos recursos con que él elabora comúnmente su arte cuando no le falla el talento.
Así y todo, tanto como el escritor se encuentra delante de la realidad de su tiempo y toma de ella cuanto juzga necesario o útil para su arte, la realidad se encuentra asimismo delante de él interpelándolo a todas horas, formulándole preguntas a menudo relacionadas con sucesos trágicos o escandalosos. En tal sentido, el asesinato el otro día de ETA en Mondragón es una pregunta con su correspondiente expectativa de respuesta. La reacción inmediata por escrito compete al informador de prensa. Se supone que no hay titán de las letras capaz de redactar una novela de trescientas páginas a las pocas horas del crimen. Quizá un poema de urgencia, con el inconveniente añadido de su precaria difusión.
Pero tampoco caben muchas dudas acerca del hecho de que la respuesta de los escritores entraña no solo una opción moral voluntaria, sino también y sobre todo una opción artística. Y ya pocos ignoran que sobre la acción criminal de ETA la literatura vasca se ha expresado de manera insuficiente hasta la fecha, con notorios silencios, por cierto, que para algunos formarán parte acaso esencial de sus obras completas.
No se trata tan sólo de abordar en la obra personal, al modo de quien cumple un trámite, el tema de la violencia política con que hemos sido obligados a convivir, unos más de cerca que otros, por quienes la ejercen desde hace cuatro décadas largas, imbuidos de la convicción perversa de estar construyendo un paraíso nacional con todos los métodos que ponen a su alcance la demagogia, la destrucción y el mal. Es, más bien, una cuestión de simple dignidad, de grandeza de corazón y, si no es mucho pedir, de coraje. Porque un pueblo que tolera la violencia social no es un pueblo, sino un rebaño. Y un escritor que calla, una oveja amparada en las posibilidades de supervivencia que le aporta su docilidad.
Nadie es culpable de su miedo. A nadie se le puede exigir que se comporte como un héroe en su sociedad sometida al terror. Pero quizá constituya un comienzo de respuesta transmitirles a las generaciones futuras que no supimos o no nos atrevimos a afrontar las preguntas urgentes que nos planteó nuestro tiempo histórico. Que dicha tarea literaria queda en parte pendiente, y digo en parte porque sería injusto ignorar que algo de tinta admirable y lúcida, aunque poca, ha corrido. Que, sintiéndolo mucho, no acertamos ni a describir ni a interpretar con palabra libre la historia sangrienta de los vascos de ayer y hoy. Que la literatura de otros, ya que no la nuestra de ahora, tendrá que contar algún día, desde una perspectiva menos favorable, cómo se vivió y se sintió y se padeció individualmente aquel espantoso derrumbe moral de nuestro país asociado a la crueldad de una pandilla de fanáticos a los que no se pudo (¿no se quiso?) parar a tiempo.
Nadie está legitimado para exigir al escritor una conducta determinada. No digamos ya una determinada fe. Hacer tal cosa (y se hace con bastante más frecuencia de lo que muchos creen, a veces por la vía dulce de la subvención, del premio institucional o de prebendas varias) obliga al escritor a crear sus obras al dictado. Queda entonces irreparablemente desvirtuado el sentido primordial de su oficio, que no es otro que el ejercicio libre de la palabra escrita. Y un escritor sometido es una de las criaturas más dignas de lástima que se pueda uno imaginar.
En tanto que ciudadano, a un escritor lo afectan idénticos derechos y obligaciones que a los demás miembros del colectivo social. Pero un escritor no es, en cuanto tal, se diga lo que se diga, un ciudadano común y corriente, o al menos no lo es a la manera como sabemos que lo son el panadero o el dentista, pongo por caso, a quienes no se les hace objeto de reclamaciones morales cuando cuece el uno pan, empasta el otro una muela, por mucho que constituya un valor moral positivo el que despachen bien la tarea por la que se les remunera. Lo cierto es que ni el pan ni el empaste tienen la capacidad de repercutir ideológicamente en las conciencias de los comensales ni de los pacientes. El escritor, en cambio, dispone, si se empeña, de esa capacidad que puede llegar a convertirlo, a ojos de algunos, en un sujeto incómodo, incluso peligroso.
Para empezar, emplea un instrumento, la lengua, de propiedad colectiva, sin el cual está más que probado que el ser humano nunca sabrá definirse a sí mismo ni como individuo ni como elemento integrador de una masa social. El hombre no sabe ser sin lenguaje, una característica suya que lo hace desde la infancia vulnerable a la manipulación y al adoctrinamiento. También el escritor, aunque por falta de perspectiva no atinemos a calibrar con exactitud en qué medida, interviene en los hábitos lingüísticos y en los modos de pensar de los ciudadanos de su época y acaso de los del porvenir. Poco puede en apariencia hacer un escritor, con el solo ejercico de la palabra escrita, para introducir cambios y mejoras en la realidad; pero en su mano está, no obstante, analizarla y reproducirla en sus libros, dejando de ella su testimonio particular, sazonado de palabras más o menos perdurables, de pensamientos, de refutaciones, de imágenes y de todos esos recursos con que él elabora comúnmente su arte cuando no le falla el talento.
Así y todo, tanto como el escritor se encuentra delante de la realidad de su tiempo y toma de ella cuanto juzga necesario o útil para su arte, la realidad se encuentra asimismo delante de él interpelándolo a todas horas, formulándole preguntas a menudo relacionadas con sucesos trágicos o escandalosos. En tal sentido, el asesinato el otro día de ETA en Mondragón es una pregunta con su correspondiente expectativa de respuesta. La reacción inmediata por escrito compete al informador de prensa. Se supone que no hay titán de las letras capaz de redactar una novela de trescientas páginas a las pocas horas del crimen. Quizá un poema de urgencia, con el inconveniente añadido de su precaria difusión.
Pero tampoco caben muchas dudas acerca del hecho de que la respuesta de los escritores entraña no solo una opción moral voluntaria, sino también y sobre todo una opción artística. Y ya pocos ignoran que sobre la acción criminal de ETA la literatura vasca se ha expresado de manera insuficiente hasta la fecha, con notorios silencios, por cierto, que para algunos formarán parte acaso esencial de sus obras completas.
No se trata tan sólo de abordar en la obra personal, al modo de quien cumple un trámite, el tema de la violencia política con que hemos sido obligados a convivir, unos más de cerca que otros, por quienes la ejercen desde hace cuatro décadas largas, imbuidos de la convicción perversa de estar construyendo un paraíso nacional con todos los métodos que ponen a su alcance la demagogia, la destrucción y el mal. Es, más bien, una cuestión de simple dignidad, de grandeza de corazón y, si no es mucho pedir, de coraje. Porque un pueblo que tolera la violencia social no es un pueblo, sino un rebaño. Y un escritor que calla, una oveja amparada en las posibilidades de supervivencia que le aporta su docilidad.
Nadie es culpable de su miedo. A nadie se le puede exigir que se comporte como un héroe en su sociedad sometida al terror. Pero quizá constituya un comienzo de respuesta transmitirles a las generaciones futuras que no supimos o no nos atrevimos a afrontar las preguntas urgentes que nos planteó nuestro tiempo histórico. Que dicha tarea literaria queda en parte pendiente, y digo en parte porque sería injusto ignorar que algo de tinta admirable y lúcida, aunque poca, ha corrido. Que, sintiéndolo mucho, no acertamos ni a describir ni a interpretar con palabra libre la historia sangrienta de los vascos de ayer y hoy. Que la literatura de otros, ya que no la nuestra de ahora, tendrá que contar algún día, desde una perspectiva menos favorable, cómo se vivió y se sintió y se padeció individualmente aquel espantoso derrumbe moral de nuestro país asociado a la crueldad de una pandilla de fanáticos a los que no se pudo (¿no se quiso?) parar a tiempo.
Fernando Aramburu
(Me ha remitido este texto Francisco Javier Irazoki)