Con Alberto en Irlanda, Leticia en Plasencia (con su novio Carlitos y su perra Pepa), sin cuñados y sobrinos cerca, los domingos del molino han vuelto a ser tan largos y tranquilos como los de hace años. Ya no escribe uno como entonces, es verdad, pero sigo leyendo con parecida intensidad y esas horas de calma y silencio (roto a ratos por los ladridos de Brutus y las llamadas de atención de Cosita, la gata) dan para mucho. Así, nada mejor para después de comer que leer debajo de la parra La siesta de Epicuro, de Aurora Luque, una autora de moderno regusto clásico a la que sigo porque rara vez decepciona. O volver sobre La Casa del Poeta, una feliz antología de Manilla y Piña donde se reúnen poemas sobre lo mismo. Algunos excelentes, como los de Benítez Reyes, E. García, Lamillar, López-Vega, Marzal, Oliván, Rivero Taravillo, Rodríguez Marcos, Rosillo, Trapiello, etc.
También terminé Los libros que nunca he escrito, de Steiner, y, al revés que mi admirado Félix Romeo, he disfrutado un montón subrayando cada poco esas páginas del políglota profesor judío. Unas veces para asentir y otras para lo contrario, que no le falta a veces razón al autor de Amarillo.
También terminé Los libros que nunca he escrito, de Steiner, y, al revés que mi admirado Félix Romeo, he disfrutado un montón subrayando cada poco esas páginas del políglota profesor judío. Unas veces para asentir y otras para lo contrario, que no le falta a veces razón al autor de Amarillo.