No sabía nada de él desde los días felices del otoño pasado en Lisboa y Cascais. De pronto, al abrir el correo, una breve carta de Álvaro Valverde que es como un puñetazo: «Hoy, a las doce, enterramos a Ángel Campos Pámpano. Todo ha sido tan rápido como trágico». Ignoraba que estuviera enfermo. Tenía cincuenta años, la misma edad que Ramiro Fonte, quien desapareció por el escotillón de idéntica manera hace un mes. Busco entre las fotos de entonces y los veo, sonrientes y juntos, la mano del uno sobre el hombro del otro, frente a la Boca do Inferno. Quién iba a sospechar que se los tragaría tan pronto. Me vienen a la aterrada memoria Howard Carter, lord Carnavon y Arthur Mace, los profanadores de la tumba de Tutankamón. ¿Qué recinto sagrado profanamos sin saberlo aquellos maravillosos días portugueses? ¿Qué maldición nos persigue? No puedo pensar en otra cosa durante todo el día, aunque resulte especialmente ajetreado. Me acuesto todavía tembloroso, como si una bala me hubiera rozado y otras silbaran cada vez más cerca.
(Publicado ayer en La Nueva España por José Luis García Martín)
(Publicado ayer en La Nueva España por José Luis García Martín)