El Viernes Santo nos acercamos a Vejer, otra visita de obligado cumplimiento. Era raro pasear por sus calles y plazas por la mañana. Hasta entonces, los nuestros habían sido pasmosos recorridos vespertinos. Preparaban la fiesta del toro. Ya allí, otra estación imprescindible: La Exquisita, una pastelería fundada por la familia Galván a principio de los cuarenta, en plena posguerra. Mientras tomábamos café -el frío fue otra rareza que nos ofreció ese día Vejer-, observábamos un cuadro con fotografías de distintas épocas, todas referidas al pueblo y, más en concreto, a la casa. Fotos de bodas, bautizos y fiestas. Del pueblo en blanco y negro, pero con su poderosa luz intacta. Todo tenía un aire italiano, neorrealista. Por influencia, tal vez, de mi lectura napolitana de la Ortese, que tanto me ha impresionado. No era difícil, en fin, sentir nostalgia de lo que uno nunca vivió. Cogimos después unos canutos y unos pitusús y volvimos a casa dando un intencionado rodeo que nos permitió pasar, cómo no, por Barbate y los Caños.