Es de suponer que algún visitante asiduo de estas páginas habrá descubierto a Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) gracias a su blog, "enlazado" aquí desde que uno lo descubriera. Hace mucho que soy lector asiduo suyo, desde que me topé con La negra provincia de Flaubert, un libro capital para comprender no sólo a su autor sino también a ese interesante y novedoso movimiento a favor de los diarios y de la literatura del yo (o así) que en las últimas décadas ha enriquecido de forma sustantiva el panorama de nuestras letras. Aunque ha publicado numerosas, elogiadas novelas, el Sánchez-Ostiz que más me interesa es éste, el diarista; sin descartar, que conste, al poeta, que reunió su obra en La marca del cuadrante.
He terminado Sin tiempo que perder, páginas que reúnen los diarios correspondientes a 2007 y 2008, y me espera, también publicado por Alberdania, Liquidación por derribo, que es anterior en el tiempo pero que a mi librería llegó después.
Dije aquí atrás que había que leer a Sciascia siquiera fuera por higiene mental y moral. Salvando las distancias, otro tanto cabe decir de los diarios de Sánchez-Ostiz. Pocos autores son capaces de escribir sobre sí mismos de manera tan descarnada, tan "de verdad". Él mismo dedica no pocas líneas a este asunto: al del fingimiento, al controvertido enmascaramiento del que escribe y cuenta lo que le pasa. Aproximadamente, claro. No se anda con zarandajas ni con paños calientes. Se ve que últimamente anda uno entre tipos duros, digamos, entre poetas y narradores de los que no hacen concesiones.
Por las páginas de Sin tiempo que perder hay un poco de todo, como en botica. Mucha reflexión sobre el hecho de escribir diarios, ya se dijo, y, en general, de la escritura y la lectura de libros. También sobre el viajar. No en vano se da cuenta de dos viajes de esos años: uno a Bucarest (y a Rumania, en abstracto) y otro a Valparaíso, una de las ciudades más literarias (o, mejor, poéticas) del mundo. En otro, a Escocia, se cierra el ciclo y se impone la vuelta a casa. ¿A casa? Este es otro de los temas favoritos de S-O. ¿Qué casa? ¿Dónde está la casa, nuestra casa? En ninguna parte si hacemos caso a este "culo inquieto", a este hombre sin raíces (o a su busca), "de paso", un extranjero, alguien que "vive en el camino", expatriado o exiliado, que siempre va de acá para allá, en permanente cambio de domicilio, con esporádicas paradas en caserones perdidos por valles de ensueño; entre las montañas, por ejemplo, de su natal Navarra.
Hombre de frontera, entre España y Francia, seguidor de una estirpe de personajes muy novelescos (y modianesco, malgré lui) que pulularon y pululan por lugares como San Juan de Luz, Biarritz, etc. Hombre de ciudades (por aquí hay pocos paseos campestres). De la Pamplona de su infancia y de sus conflictos y de todas las demás. Y en todas coincide el diagnóstico: el de su "enfermedad mortal".
Depresivo confeso, la mirada y la memoria de S-O se tiñen de la melancolía de los letraheridos, de los que escriben para sobrevivir.
Además de él y sus circunstancias, hay otros pasajes muy interesantes en el libro: reflexiones sobre ETA y la tortura, sobre Oteiza, críticas a la Iglesia y a la derecha, al franquismo de los pantanos (es la primera vez que alguien razona en contra de esa presunta "bondad" del Régimen), de Garzón y la memoria histórica...
Lo mejor, con todo, las páginas dedicadas a Bucarest y a Valparaíso. También todo lo meditado acerca del hecho de escribir y, ya ahí, de escribir sobre uno mismo, como señalé antes.
Estoy deseando volver a entrar en su mundo. Es reconstituyente esa deriva. Como meterse en un barco y navegar sin rumbo. Con mareo incluido. De manera constante, te obliga a replantearte mil asuntos de la vida ordinaria (y de otras vidas que también están en esta), a eliminar prejuicios, a dejar de dar por sentadas según qué verdades. Una aventura, sí, sobre todo si tenemos en cuenta que el capitán posee un temperamento tan cambiante e imprevisible como las tormentas en alta mar.
De lo mucho subrayado y anotado en el libro dejo aquí estas dos muestras: "Pero nadie vive destinos ajenos, cada cual vive la propia vida, como mejor se la hace o le dejan. Aceptarlo y vivirlo lo mejor posible. No hay otra".
"¿Para qué escribir? Para no darse por vencido, para no rendirse. Es lo que quise hacer desde muy joven. La verdadera muerte es desertar. Es preciso vencer la desgana, la tentación de echarlo todo a rodar, de considerar este poco de oficio un empeño fútil, y creer en lo que se hace...". Pues eso.
He terminado Sin tiempo que perder, páginas que reúnen los diarios correspondientes a 2007 y 2008, y me espera, también publicado por Alberdania, Liquidación por derribo, que es anterior en el tiempo pero que a mi librería llegó después.
Dije aquí atrás que había que leer a Sciascia siquiera fuera por higiene mental y moral. Salvando las distancias, otro tanto cabe decir de los diarios de Sánchez-Ostiz. Pocos autores son capaces de escribir sobre sí mismos de manera tan descarnada, tan "de verdad". Él mismo dedica no pocas líneas a este asunto: al del fingimiento, al controvertido enmascaramiento del que escribe y cuenta lo que le pasa. Aproximadamente, claro. No se anda con zarandajas ni con paños calientes. Se ve que últimamente anda uno entre tipos duros, digamos, entre poetas y narradores de los que no hacen concesiones.
Por las páginas de Sin tiempo que perder hay un poco de todo, como en botica. Mucha reflexión sobre el hecho de escribir diarios, ya se dijo, y, en general, de la escritura y la lectura de libros. También sobre el viajar. No en vano se da cuenta de dos viajes de esos años: uno a Bucarest (y a Rumania, en abstracto) y otro a Valparaíso, una de las ciudades más literarias (o, mejor, poéticas) del mundo. En otro, a Escocia, se cierra el ciclo y se impone la vuelta a casa. ¿A casa? Este es otro de los temas favoritos de S-O. ¿Qué casa? ¿Dónde está la casa, nuestra casa? En ninguna parte si hacemos caso a este "culo inquieto", a este hombre sin raíces (o a su busca), "de paso", un extranjero, alguien que "vive en el camino", expatriado o exiliado, que siempre va de acá para allá, en permanente cambio de domicilio, con esporádicas paradas en caserones perdidos por valles de ensueño; entre las montañas, por ejemplo, de su natal Navarra.
Hombre de frontera, entre España y Francia, seguidor de una estirpe de personajes muy novelescos (y modianesco, malgré lui) que pulularon y pululan por lugares como San Juan de Luz, Biarritz, etc. Hombre de ciudades (por aquí hay pocos paseos campestres). De la Pamplona de su infancia y de sus conflictos y de todas las demás. Y en todas coincide el diagnóstico: el de su "enfermedad mortal".
Depresivo confeso, la mirada y la memoria de S-O se tiñen de la melancolía de los letraheridos, de los que escriben para sobrevivir.
Además de él y sus circunstancias, hay otros pasajes muy interesantes en el libro: reflexiones sobre ETA y la tortura, sobre Oteiza, críticas a la Iglesia y a la derecha, al franquismo de los pantanos (es la primera vez que alguien razona en contra de esa presunta "bondad" del Régimen), de Garzón y la memoria histórica...
Lo mejor, con todo, las páginas dedicadas a Bucarest y a Valparaíso. También todo lo meditado acerca del hecho de escribir y, ya ahí, de escribir sobre uno mismo, como señalé antes.
Estoy deseando volver a entrar en su mundo. Es reconstituyente esa deriva. Como meterse en un barco y navegar sin rumbo. Con mareo incluido. De manera constante, te obliga a replantearte mil asuntos de la vida ordinaria (y de otras vidas que también están en esta), a eliminar prejuicios, a dejar de dar por sentadas según qué verdades. Una aventura, sí, sobre todo si tenemos en cuenta que el capitán posee un temperamento tan cambiante e imprevisible como las tormentas en alta mar.
De lo mucho subrayado y anotado en el libro dejo aquí estas dos muestras: "Pero nadie vive destinos ajenos, cada cual vive la propia vida, como mejor se la hace o le dejan. Aceptarlo y vivirlo lo mejor posible. No hay otra".
"¿Para qué escribir? Para no darse por vencido, para no rendirse. Es lo que quise hacer desde muy joven. La verdadera muerte es desertar. Es preciso vencer la desgana, la tentación de echarlo todo a rodar, de considerar este poco de oficio un empeño fútil, y creer en lo que se hace...". Pues eso.