Por fin llegó el envío. Y digo por fin ya que el amable servicio público de Correos tuvo a bien devolver a su remitente, en primera instancia, el citado paquete por la sencilla razón de que constaba en él la dirección de un apartado que ya no me pertenece, y en Plasencia, esta gran ciudad, tras años y años de haberlo tenido a mi nombre, nadie me conoce ni sabe la calle donde vivo. Normal.
Sí, por fin llegó La hermana muerta, el último libro de Santiago Castelo que ha publicado Vitrubio y del que ya pudimos leer una amplia reseña de Luis García Jambrina en ABC Cultural y otra de Simón Viola en Trazos, así como un entusiasta artículo de Juan Manuel de Prada, también en el citado diario madrileño.
A uno se le antoja que, por extensión, al franciscano modo, Castelo podría haber titulado su libro La hermana muerte, pues aunque dedicado a una muerte desoladora y concreta, de pronto, la de su querida hermana Lola, en él alude a la muerte de otros seres queridos -su padre, por ejemplo- y, en fin, a la muerte en abstracto, como presencia y como ausencia, como certeza y como destino.
De una elegía, pues, se trata. Escrita, eso sí, a tumba abierta. Sin las consabidas retóricas (tan encantadoras a veces), sin atisbos de pose (eso es literatura), sin otra pretensión que la de dar cauce, a través de las palabras, a un inmenso y devastador sufrimiento. Para eso, ya digo, Castelo se ha ceñido más que nunca a la verdad y, por tanteo, entre dudas, a la espera de esos versos capaces de dar alguna explicación, pero también algún consuelo, ha escrito uno de sus libros más intensos, más allá incluso de lo comprensible en un asunto de tal naturaleza.
Escrito sin aspavientos, con naturalidad, Castelo, dueño de esa precisión inherente a la mejor poesía, señor de una manera de decir que sostiene en la experiencia la clave de su eficacia, consigue que el lector, con independencia de que conozca o no a los protagonistas de esas muertes, sufra con él y se una a su duelo como lo haría, sin hojas y sin versos de por medio, con el de cualquiera.
Leí ayer La hermana muerta, del tirón, sentado en la penumbra, al atardecer (la hora de este libro orientado a poniente), al final de una tarde extremeña de julio, calurosa, de ésas que tan bien nos recuerdan las casi interminables de los felices veranos de la infancia y, a los que tenemos o tuvimos la suerte de tenerlos, los juegos y las risas con la hermana, el hermano...
Cerré el libro y quedaron flotando en el aire dos versos: "Hasta ahora contábamos los muertos a lo lejos / y de pronto es la muerte la que está entre nosotros".
Sí, por fin llegó La hermana muerta, el último libro de Santiago Castelo que ha publicado Vitrubio y del que ya pudimos leer una amplia reseña de Luis García Jambrina en ABC Cultural y otra de Simón Viola en Trazos, así como un entusiasta artículo de Juan Manuel de Prada, también en el citado diario madrileño.
A uno se le antoja que, por extensión, al franciscano modo, Castelo podría haber titulado su libro La hermana muerte, pues aunque dedicado a una muerte desoladora y concreta, de pronto, la de su querida hermana Lola, en él alude a la muerte de otros seres queridos -su padre, por ejemplo- y, en fin, a la muerte en abstracto, como presencia y como ausencia, como certeza y como destino.
De una elegía, pues, se trata. Escrita, eso sí, a tumba abierta. Sin las consabidas retóricas (tan encantadoras a veces), sin atisbos de pose (eso es literatura), sin otra pretensión que la de dar cauce, a través de las palabras, a un inmenso y devastador sufrimiento. Para eso, ya digo, Castelo se ha ceñido más que nunca a la verdad y, por tanteo, entre dudas, a la espera de esos versos capaces de dar alguna explicación, pero también algún consuelo, ha escrito uno de sus libros más intensos, más allá incluso de lo comprensible en un asunto de tal naturaleza.
Escrito sin aspavientos, con naturalidad, Castelo, dueño de esa precisión inherente a la mejor poesía, señor de una manera de decir que sostiene en la experiencia la clave de su eficacia, consigue que el lector, con independencia de que conozca o no a los protagonistas de esas muertes, sufra con él y se una a su duelo como lo haría, sin hojas y sin versos de por medio, con el de cualquiera.
Leí ayer La hermana muerta, del tirón, sentado en la penumbra, al atardecer (la hora de este libro orientado a poniente), al final de una tarde extremeña de julio, calurosa, de ésas que tan bien nos recuerdan las casi interminables de los felices veranos de la infancia y, a los que tenemos o tuvimos la suerte de tenerlos, los juegos y las risas con la hermana, el hermano...
Cerré el libro y quedaron flotando en el aire dos versos: "Hasta ahora contábamos los muertos a lo lejos / y de pronto es la muerte la que está entre nosotros".