Soy muy casero. Demasiado. Por eso, concluidas las vacaciones, es raro que le pille a uno el fin de semana fuera de casa. Y, sin embargo, éste... No el lo mismo leer los suplementos culturales de los sábados (con su cal y su arena) en la penumbra del saloncito, me decía, que hacerlo aquí sentado en este banco del paseo marítimo, con la playa de la Fontanilla a mis pies, bajo una luz limpia y deslumbrante y un viento de poniente que complica la lectura, sí, pero que facilita, y cuánto, la vida.
Un viaje ineludible a Sevilla ha sido la excusa para volver a Conil, un regreso algo rápido y forzado que es, sin duda, constatación también de una vieja querencia.
Cuando llegamos, el diluvio ya había cesado. Di mi paseo (la Fuente del Gallo estaba desierta) y luego subimos a Vejer y volvimos por Barbate y El Palmar, un recorrido que no nos atrevemos a hacer en agosto por aquello de los atascos. Gracias a la ruta, recuperó uno el blanco laberinto vejeriego -que siempre te sorprende con una nueva calle, una nueva ventana o mirador, un vislumbre de paisaje aéreo-; aprecié el intenso, inédito olor a suelo y vegetación empapados que desprendían los pinares barbateños; pude ver del atardecer desde lo alto de Los Caños con el imponente faro de Trafalgar al fondo; miré los troncos retorcidos y al trasluz del inquietante acebuchal cercano y el perfil blanco, cúbico y compacto de Conil con la torre de Telefónica arriba (qué bonita, por cierto, la fotografía que cuelga en las paredes del bar Los Hermanos donde se recuerda la inauguración del cable telefónico submarino)... Por la noche volvió a llover. A pesar de eso, el centro del pueblo estaba muy animado, con los preparativos de las ferias, como si no fuera septiembre.
El sábado se nos fue la mañana en pasear, leer (ya se dijo) y acercarse a Cádiz para dar una vuelta, entrar en mis algunas librerías (no estaba en Quorum el libro veneciano de Marina Gasparini) y comer en una terraza de la Plaza de San Francisco.
Un pis pas, apenas nada, mucha carretera, y el íntimo convencimiento -demasiado privado para contarlo aquí- de estar viviendo días difíciles de olvidar, intensos de pura necesidad. Lo de fuera que se complementa con lo de dentro. Lo de casa con lo del mundo.
Un viaje ineludible a Sevilla ha sido la excusa para volver a Conil, un regreso algo rápido y forzado que es, sin duda, constatación también de una vieja querencia.
Cuando llegamos, el diluvio ya había cesado. Di mi paseo (la Fuente del Gallo estaba desierta) y luego subimos a Vejer y volvimos por Barbate y El Palmar, un recorrido que no nos atrevemos a hacer en agosto por aquello de los atascos. Gracias a la ruta, recuperó uno el blanco laberinto vejeriego -que siempre te sorprende con una nueva calle, una nueva ventana o mirador, un vislumbre de paisaje aéreo-; aprecié el intenso, inédito olor a suelo y vegetación empapados que desprendían los pinares barbateños; pude ver del atardecer desde lo alto de Los Caños con el imponente faro de Trafalgar al fondo; miré los troncos retorcidos y al trasluz del inquietante acebuchal cercano y el perfil blanco, cúbico y compacto de Conil con la torre de Telefónica arriba (qué bonita, por cierto, la fotografía que cuelga en las paredes del bar Los Hermanos donde se recuerda la inauguración del cable telefónico submarino)... Por la noche volvió a llover. A pesar de eso, el centro del pueblo estaba muy animado, con los preparativos de las ferias, como si no fuera septiembre.
El sábado se nos fue la mañana en pasear, leer (ya se dijo) y acercarse a Cádiz para dar una vuelta, entrar en mis algunas librerías (no estaba en Quorum el libro veneciano de Marina Gasparini) y comer en una terraza de la Plaza de San Francisco.
Un pis pas, apenas nada, mucha carretera, y el íntimo convencimiento -demasiado privado para contarlo aquí- de estar viviendo días difíciles de olvidar, intensos de pura necesidad. Lo de fuera que se complementa con lo de dentro. Lo de casa con lo del mundo.