21.9.11

Una plaga lírica (II)

Nacidos entre 1980 y 1990, poco les une más allá de la azarosa circunstancia de ser naturales de Plasencia y la casualidad de que los cinco son hijos de padres y aun de madres (como en el caso de los dos Víctor) docentes: maestras, maestros o profesores.
Por razones de estudio o de trabajo (su formación es universitaria y quienes trabajan lo hacen en la enseñanza), ninguno reside aquí. Nada nuevo, por cierto: es lo que ha venido ocurriendo con el 99% de los poetas antes mencionados, con vidas ajenas a estas murallas del mundo.
Para confirmar que son hijos de su tiempo, conviene advertir que Víctor Martín ha vivido en Nueva Zelanda y Estados Unidos y que ha viajado, además, por medio mundo, algo en lo que coincide con Álex Chico, otro culo (con perdón) de mal asiento, o con su íntimo amigo Víctor Peña, que ha ejercido en Marruecos.
Será la cercanía del modesto río Jerte, paisajes tan amenos como La Isla y los valles y comarcas que la rodean, la amurallada y provinciana configuración de esta levítica y melancólica ciudad (que incluyera Gutiérrez-Solana en su libro La España negra), la tradición literaria (no sólo poética) de esta angosto rincón del fin de Europa donde una vez convivieron las culturas árabe, judía y cristiana o, en fin, la existencia de un Aula de Literatura que ha contado, en los últimos años, con la presencia de poetas de primera fila, el caso es que algo debe determinar esa suerte de enfermiza inclinación lírica que, ya digo, distingue y singulariza, si tenemos en cuenta las penosas estadísticas, a no pocos vecinos de esta ciudad. Algo por lo que Plasencia, en este sentido, por encima del tópico, podría parecer una ciudad más andaluza que extremeña. Odiosas comparaciones al margen, catálogos de calidades aparte, por encima de cánones, diccionarios, manuales, antologías  y enciclopedias, no cabe duda de que Plasencia ha sido y es tierra de poetas. De poetas conocidos, reconocidos y de otros que acaso sucumbieron en el intento quedando sus versos huérfanos de libro, guardados en un oscuro cajón o legados en una triste herencia. Poetas tan estimados como, pongo por caso, el malogrado funcionario municipal Gaudencio Balbino Marcos, o el perseverante Sixto Martín, que fuera camarero del Danubio, cuyas rimas azulejan una pilastra de La Isla, o, por fin, Manolo Matos, poeta culto e inédito del que uno llegó a leer secretos poemas memorables y que, con su ejemplo, tanto me ayudó a fijar mis primeros, tambaleantes pasos como presunto poeta en ciernes.
Para justificar lo que digo sólo hay un argumento: los poemas que vienen a continuación. Por fortuna, ese puñado de versos no saben, en rigor, ni de autor ni de lugar de nacimiento. La poesía es, antes que nada, universal y anónima. Dejemos, pues, las elucubraciones y pasemos, sin más dilación, a lo que importa.

Álvaro Valverde
Conil, agosto de 2011