Es inútil forzar la lectura, al menos la de poesía. Uno había recibido en los últimos tiempos varios libros de Santiago Montobbio (Barcelona, 1966) que, lo confieso, no habían logrado abrirse paso en la selva de papel donde, a ratos, me pierdo. Sin embargo, entre el sábado por la tarde y el domingo por la mañana (que son jornadas que uno dedica a otras cosas, rara vez a leer libros) entré, no sin cautela, en La poesía es un fondo de agua marina, publicado por la mítica colección El Bardo y, por seguir con la cosa acuática, pude nadar entre esas aguas, bucear incluso en ellas y salir, al cabo, confortado de la zambullida.
El título, por cierto, es buena prueba del exceso que, a mi modo de ver, acompaña la poesía de Montobbio y que, cree uno, lastra su singladura poética. Vayamos al prólogo y se entenderá mejor lo que digo. Nos cuenta el autor que "en 2009, y después de veinte años de silencio poético (porque el arte es misterioso), vi que volvía a escribir algún poema". Es más: "En tres semanas de marzo y unos días de abril" escribió 438, y ese mismo verano, otros 500, "hasta alcanzar un total de 942". De estos, con todo, no hay muestras en el libro que nos ocupa. ¿Se comprende mejor lo que decía, no? Bien, aunque no me he molestado en contarlos, las 339 páginas de la obra reúnen un buen número de esos poemas que Montobbio anotó en cualquier papel o libreta, en cualquier situación, de modo compulsivo. Lo malo: que tamaña avalancha poética tumba al más cauto y preparado. Lo mejor: que dentro de ese volumen torrencial este lector, quién si no, ha encontrado un pequeño tesoro sin ayuda de Odyssey. Lo forman una serie de poemas (98, 107, 129, 133, 141, 145, 165, 169, 182, 186, 199, 220, 245, 254, 315, 326, 351, 352, 354, 355, 356, 375, 381, 406, 413, 415, 420, 422 y 423), largos de factura, que giran en torno a la memoria (de infancia, sobre todo) y a una ciudad, Barcelona (con escapadas al campo del Ampurdán y a Girona) que, como digo, constituyen un libro en sí y, a mi parecer, notable.
Poemas, conviene añadir, que uno habría dispuesto formalmente como el 27: en prosa. O como poemas en prosa, si se prefiere. Sí, ya sé que da igual, pero su tono, versicular y como desmañado (sólo en apariencia: no cabe hablar de prosaísmo), se me antoja que hubiera quedado mejor vestido así. Es sólo una opinión.
Las viejas casas familiares (céntricas, enormes y elegantes, como corresponde a apellidos tan linajudos: Montobbio y Balanzó), los habitantes de esas casas (el poeta, ante todo, y padres, abuelas, tíos...), los muebles, objetos y cuadros que las llenaron o las llenan; los edificios, calles, avenidas y paseos que los rodean, y, más allá, la memoria que esos seres y cosas destilan van conformando un mundo, éste sí, plenamente montobbiano, que bien merece ser leído y apreciado. Quedan fueran los citados "excesos": el del yo del poeta (cuando uno se nombra a sí mismo como tal, malo), sus elucubraciones sobre la poesía y otros asuntos personales, quizás en demasía, que dificultan, paradójicamente, el acceso a lo sustancial.
Me gustaría, en fin, tener entre mis manos ese libro rescatado del fondo del otro. Da fe de un decadente y melancólico mundo propio, por encima de lujos y otras exageraciones (verbales o no); el de alguien solitario, tímido y poco amigo de los viajes (aunque visite Brujas o Venecia) que se aferra a la poesía como el náufrago a una tabla capaz de llevarle hasta una isla. En realidad, uno no ha hecho otra cosa que leer el mensaje que envío en una botella desde allí.
El título, por cierto, es buena prueba del exceso que, a mi modo de ver, acompaña la poesía de Montobbio y que, cree uno, lastra su singladura poética. Vayamos al prólogo y se entenderá mejor lo que digo. Nos cuenta el autor que "en 2009, y después de veinte años de silencio poético (porque el arte es misterioso), vi que volvía a escribir algún poema". Es más: "En tres semanas de marzo y unos días de abril" escribió 438, y ese mismo verano, otros 500, "hasta alcanzar un total de 942". De estos, con todo, no hay muestras en el libro que nos ocupa. ¿Se comprende mejor lo que decía, no? Bien, aunque no me he molestado en contarlos, las 339 páginas de la obra reúnen un buen número de esos poemas que Montobbio anotó en cualquier papel o libreta, en cualquier situación, de modo compulsivo. Lo malo: que tamaña avalancha poética tumba al más cauto y preparado. Lo mejor: que dentro de ese volumen torrencial este lector, quién si no, ha encontrado un pequeño tesoro sin ayuda de Odyssey. Lo forman una serie de poemas (98, 107, 129, 133, 141, 145, 165, 169, 182, 186, 199, 220, 245, 254, 315, 326, 351, 352, 354, 355, 356, 375, 381, 406, 413, 415, 420, 422 y 423), largos de factura, que giran en torno a la memoria (de infancia, sobre todo) y a una ciudad, Barcelona (con escapadas al campo del Ampurdán y a Girona) que, como digo, constituyen un libro en sí y, a mi parecer, notable.
Poemas, conviene añadir, que uno habría dispuesto formalmente como el 27: en prosa. O como poemas en prosa, si se prefiere. Sí, ya sé que da igual, pero su tono, versicular y como desmañado (sólo en apariencia: no cabe hablar de prosaísmo), se me antoja que hubiera quedado mejor vestido así. Es sólo una opinión.
Las viejas casas familiares (céntricas, enormes y elegantes, como corresponde a apellidos tan linajudos: Montobbio y Balanzó), los habitantes de esas casas (el poeta, ante todo, y padres, abuelas, tíos...), los muebles, objetos y cuadros que las llenaron o las llenan; los edificios, calles, avenidas y paseos que los rodean, y, más allá, la memoria que esos seres y cosas destilan van conformando un mundo, éste sí, plenamente montobbiano, que bien merece ser leído y apreciado. Quedan fueran los citados "excesos": el del yo del poeta (cuando uno se nombra a sí mismo como tal, malo), sus elucubraciones sobre la poesía y otros asuntos personales, quizás en demasía, que dificultan, paradójicamente, el acceso a lo sustancial.
Me gustaría, en fin, tener entre mis manos ese libro rescatado del fondo del otro. Da fe de un decadente y melancólico mundo propio, por encima de lujos y otras exageraciones (verbales o no); el de alguien solitario, tímido y poco amigo de los viajes (aunque visite Brujas o Venecia) que se aferra a la poesía como el náufrago a una tabla capaz de llevarle hasta una isla. En realidad, uno no ha hecho otra cosa que leer el mensaje que envío en una botella desde allí.