23.4.13

Maestros de las letras

Hacía mucho que uno no entraba en este vetusto caserón que fue durante décadas sede de la antigua Escuela de Magisterio y hoy del Instituto de Lenguas Modernas. Cuesta, cómo evitarlo, no sentir nostalgia por el tiempo perdido, no evocar desvaídas jornadas juveniles con profesores y compañeros que están y que no están, encerrado entre estos muros donde algunos no sólo realizamos nuestros estudios superiores sino también las sufridas oposiciones que nos han permitido formar parte del benéfico Cuerpo de Maestros, si se me permite el feliz anacronismo.
Aunque en nombre de todos, hablo por mí a la hora de reconocer que si uno optó por esta carrera –entonces diplomatura, hoy grado- fue por vocación, la misma que llevó a mi bisabuelo Francisco Martínez Trejo a ejercerla de pueblo en pueblo, de Cerezo a Trujillo, donde abandonó definitivamente el desempeño de ese servicio público en favor de otras tareas mejor remuneradas. “Pasas más hambre…”. Un sueño cumplido que mi propio padre, aspirante a educador, no llegó a realizar.
Que ésta ha sido una tierra de maestros es tan cierto como que es una tierra pobre. A esa pobreza esencial le venía bien este trabajo gustoso, por decirlo con Juan Ramón Jiménez, modesto pero necesario; una labor a la que iban a parar no pocos extremeños a falta, es verdad, de otras posibilidades más inasequibles y lejanas. Al menos hasta que se fundó la Universidad de Extremadura, cuyo 40 aniversario celebramos, y empezó a contribuir a ese desarrollo tantas veces pospuesto, para redimir a esta región del secular atraso en el que estuvo sumida. A favor de la educación y la cultura: de la instrucción pública, como algunos preferimos decir. No han hecho poco por ello los maestros extremeños. Primero en las aulas, como es su principal obligación, y después desde lugares tan distintos como la política, la literatura o la gestión cultural.
Me parece un acierto que la contribución de la Facultad de Formación del Profesorado de la citada universidad, heredera de aquella vieja Escuela (de cuyo claustro, por cierto, forman parte, además de admirados docentes, mi hermano Jesús y mi cuñada Carmina), sea la edición de un libro. Una obra que debemos, sobre todo, a sus coordinadores, los profesores Barcia, Corrales, Pérez Parejo y Soto. Me gusta su aspecto: sobrio y bien maquetado. Como me atrae el título elegido, debidamente ambiguo: Maestros de las letras, donde “letras” aparece con minúscula, como debería aparecer, si no fuera contra las reglas ortográficas, la hermosa palabra maestro. Y ya que lo menciono, yendo al fondo de la cuestión que nos reúne aquí, para alguien que ama la lectura y los libros, ¿cabe un milagro más humilde, al tiempo que sorprendente, que el de enseñar a un niño a leer y a escribir? Sólo con eso… 

En clase, foto de Javier Juanáls
En este ciclo aciago en el que un amplio sector ideológico de nuestra sociedad parece empeñado en denostar la enseñanza pública, en un país que encuentra tolerable humillar a los profesores y maestros y en ridiculizar su preparación y conocimientos, no encuentra uno, sin menospreciar a nadie, un trabajo más digno, una ocupación más noble, ningún camino más cierto para nuestra regeneración moral y nuestra definitiva conversión en una nación plenamente democrática que el de impulsar la educación básica, igualitaria y gratuita, pues que sólo desde abajo y con medios suficientes se podrá garantizar una buena enseñanza secundaria y, llegado el caso, una formación excelente en la universidad. En suma, ninguna vía mejor para formar ciudadanos.
Por eso se siente uno tan honrado de formar parte de este selecto grupo de maestros que desde el magisterio, o no, mantuvieron o mantienen lo fundamental de su quehacer sobre la base de esos pequeños ideales, más allá incluso de las ideas personales de cada cual, deudoras de las circunstancias históricas; aquí, la Guerra Civil y la Transición, hitos que marcan las vidas, respectivamente, de los muertos y de los vivos. En todo caso, personas ejemplares, que diría Javier Gomá, con las cuales, porque esto es pequeño y nos conocemos casi todos, de una u otra manera me unen o me unieron lazos personales. Así, con Marciano Curiel (cuesta prescindir del “don”), natural de Garganta la Olla, como mi suegro, de la calle del Chorrillo, folclorista, recopilador de cuentos populares extremeños, libro que tuvo uno el privilegio de publicar en la Editora Regional gracias a sus nietas María Luisa y Pilar; Adolfo Maíllo, tan vinculado a la alta gestión política y pedagógica de la Educación española, padre del médico humanista placentino del mismo nombre, cuya opinión centrada y liberal tanto echamos de menos en la prensa extremeña; Jesús Delgado Valhondo, a quien tanto admiré y quise, uno de los poquísimos referentes “de dentro” que tuvimos los incipientes poetas de mi generación; Valeriano Gutiérrez Macías, galaniano de pro, que dejó en sus hijos Juan de la Cruz y Francisco de Borja la semilla de la inquietud cultural; José Canal, el elegante señor de la pajarita, que llevó a gala uno de los nombres más bonitos que alguien pueda atribuirse: “poeta provinciano”; el retórico Pedro de Lorenzo, por cuya calle placentina transito cada día camino del colegio, ciudad donde lo conocí siendo muy joven y de cuya vida se ocupa, con la misma lealtad de siempre, su biógrafo, Santiago Castelo, una de las perlas de este volumen; Mercedes Guardado, alma de uno de los mejores y más singulares museos de Extremadura, el que conserva la obra de su marido, el mítico artista Vostell, la única mujer de la muestra, lo que, siendo ésta la profesión de muchas mujeres, señala una anomalía: su tradicional apartamiento del mundo de las letras, una exclusión entre tantas; Eugenio Fuentes, vecino de puerta durante años, autor de novelas de éxito, dentro y fuera de España, que, para demostrar que, como género, la novela negra (a la que acaba de dedicarle un ensayo) le queda pequeño, publica estos días Si mañana muero; Leal Canales, con el que coincido en el convencimiento de que todo microcosmos –Cáceres para él, Plasencia para mí- es en realidad el mundo, que una ciudad es todas las ciudades; Serafín Portillo, paisano y amigo, poeta parco pero verdadero, ejemplo de extremeño que no se contenta con quedarse en casa escribiendo y que trabaja por el progreso de su tierra, como coordinador, por ejemplo, del Plan de Fomento de la Lectura; y Fermín Solís, precoz historietista de prestigio, autor de Buñuel en el laberinto de las tortugas, primera novela gráfica extremeña, cuya primera edición tuvimos la suerte de publicar en la mencionada Editora Regional. El círculo se cierra: de don Marciano a Fermín.
Constato, en fin, que soy el único maestro raso del grupo: todos mis colegas en activo, tras licenciarse, están en Secundaria y Solís con sus historietas. Concluyo destacando lo que, a la postre, más importa: los textos seleccionados de cada uno de nosotros. Es lo que justifica este emotivo homenaje que agradecemos. La prueba irrefutable o discutible de nuestra designación como sencillos maestros de las letras. Y ahí, una alegría, todos estamos vivos por ahora, los que se fueron y los que no. Larga vida a esta Facultad que nos convoca, a la Universidad de la que forma parte y a cuantos creemos que leer y escribir son destrezas primordiales para el ser humano y, en consecuencia, quienes nos las enseñaron, personas dignas de elogio.
Muchas gracias.

(Nota: Este texto fue leído ayer tarde en Cáceres con motivo de la presentación del libro Maestros de las letras, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura. Próximamente, la crónica del acto.)