10.10.13

Un mexicano en Grecia

Admiro desde antiguo al poeta mexicano Hugo Gutiérrez Vega (Jalisco, 1934). Ya lo he contado alguna vez en este rincón. Es el autor de un libro sobre mi pueblo, Cantos de Plasencia, y de otro situado también en esta tierra: El tarot de Valverde de la Vera, publicados en un mismo volumen por Taller Prometeo de Poesía. Asistí expectante a su presentación recién inaugurada la década de los ochenta. Fue en el aula de la calle Verdugo. Donde empezó casi todo. 
Luego me encontré con él en el Congreso de Escritores Extremeños de Badajoz. No sé si también estuvo, antes, en el de Cáceres. 
Durante años, cada vez que me cruzaba con Brines, éste me preguntaba por la presunta casa que el ayuntamiento de Plasencia había regalado al poeta, algo bastante inverosímil que uno nunca llegó a constatar. 
La diplomacia trajo hasta España, finales de los setenta, a Gutiérrez Vega. Fue consejero cultural de la Embajada de México en Madrid, como antes en las de Roma, en condición de agregado, y Londres. También ejerció en las de Washington y Río de Janeiro, para culminar su carrera como embajador en Grecia. Allí llegó en 1988 y se fue siete años después. En aquel país escribió, según Marco Antonio Campos, "el mediodía de su obra" y, de paso, dio "una imagen de un país y de su historia". Hasta el punto de que "empieza a ser un griego y a escribir como griego pero en idioma español". Fruto de esa estancia, sí, tres libros: Los soles griegos (1990), Cantos del Despotado de Morea (1994) y Una estación de Amorgós (1997), reunidos en Los pasos revividos, que publica la editorial Vaso Roto con un excelente e informado prólogo del recién citado. Un acierto. Los poemas que componen el conjunto, más allá de las unidades que lo conforman, no han perdido vigor y el libro, en consecuencia, parece nuevo. Creo que la reunión le favorece.
Contra lo que uno mismo afirmó aquí hace poco a propósito de la colección hispano-mexicana que lo acoge, no hay en Los pasos revividos ni experimentación ni hermetismo. Sólo poesía. Clásica, en el mejor sentido de la palabra. Intemporal, ya se insinuó. Y directa y transparente, como la luz griega, "el país -dice Campos- que más se parece al sol". Conversacional, sencilla. "Me exijo claridad", escribe.
En prosa o en verso, tanto da, porque a las claras se ve que la poesía no se anda con esas zarandajas. Lo que leemos en las presuntas prosas de Una estación de Amorgós, el primero de la serie, es la vida. "Del sitio y de quienes viven en el sitio". Por estos versos aparecen personajes singulares: popes (como el Papa Yorgos), marineros, médicos, ancianos, prostitutas, poetas... Y los cuerpos, el amor y la belleza. Al fondo, el mar, los muelles y los puertos, las islas, los barcos, el viento, las tabernas... También, con sutileza, los poetas griegos: Cavafis, Elytis, Ritsos y, sobre todo, Seferis, otro diplomático. Otro nómada. Otro viajero. Y por muy lejos que HGV vaya, México, Jalisco, están en su mirada y en su memoria, siquiera por contraste.
En Los soles griegos los poemas están en verso, pero el tono no difiere mucho del anterior. HGV se pasea entre restos de templos y columnas truncas, lugares griegos por excelencia que remiten al espíritu de aquella ejemplar civilización: Tebas, Meteora, Delfos, Corinto... Sin embargo, nada más lejos del culturalismo.
No he podido evitar acordarme, a debida distancia, de Atenas, de Juanvi Piqueras.
En Cantos del Despotado de Morea el tono torna épico. Ma non troppo. Cae Bizancio. Y "caen simultáneamente una ciudad, un imperio y un mundo", precisa Campos. "Soñar una ciudad y despertarse / viendo sólo su ruina", comienza el impresionante canto V.
No es lo único que impresiona en este libro de libros de un mexicano en Grecia. Por descubrimientos así merece la pena seguir explorando.