L. C.
Vedlo ajeno. Con la sonrisa
amable que no tuvo, el bigote,
el cabello hacia atrás,
‑muy bien peinado‑
la mirada perdida,
las arrugas.
Vedlo distante.
Lejos de todo, sí,
y de casi todos.
Dignamente mayor, con esa edad
que siempre hemos dudado que alcanzara.
Porque su rostro era en los libros
el del joven
poeta sevillano,
el del ausente
en la foto coral del veintisiete.
Del brazo de Aleixandre, y del de Bergamín,
del brazo fraternal de García Lorca.
Contra Guillén y Alonso,
contra su fiel mentor, Pedro Salinas.
Ahora, al verlo retratado en el periódico
junto a otros escritores, se me antoja
aún mucho más lejano.
No encaja en mis esquemas
su imagen desvaída rodeada
de doctos académicos, poetas,
pintores de renombre,
de científicos...
Su figura,
entre sutil y fantasmal, no me parece
que cuadre en esa escena bien sobrada
de rostros satisfechos, triunfadores,
cargados de laureles y prebendas.
Desdeñoso, atildado, puro, recto,
reticente, exquisito, seco, serio,
dicen ser adjetivos que le incumben.
Confunden la poesía y el poeta;
la tristeza mortal, con la leyenda.
Sin embargo,
al leer sus poemas,
una sombra
señala genuina, insobornable,
de qué remota luz su procedencia.
(De Mecánica terrestre)