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Que Álvaro Valverde entiende su escritura narrativa
como una variante paralela, un complemento genérico, se aprecia sobradamente en
las dos novelas que ha publicado hasta el momento, Las murallas del mundo
(2000) y Alguien que no existe (2005),
una doble escenificación narrativa de sus temas poéticos. El germen de ambas novelas
se encuentra en la noción de territorio y de lugar habitable que ya anticipó en
los primeros textos poéticos y que ha seguido desarrollando después desde diversos
ángulos: a debida distancia, ensayando círculos, desde dentro y desde fuera (no
en vano los títulos son a un tiempo método y contenido). Ni la simetría argumental
de Las murallas del mundo, que es la
historia de un regreso y de un intento de recuperación de la ciudad que fue, ni
los sucesivos episodios de Alguien que no
existe, que es la historia de una disolución y de una fusión con el
espíritu perdurable de la ciudad, ocultan que esa ciudad es el centro y el verdadero objeto de la historia. Incluso
del poeta en clave que aparece en una de ellas se dice que «sus versos sugieren
un mapa de esta ciudad: un lugar que ha convertido en un territorio». Alguien
que no existe, además, se acoge,
como procedimiento narrativo, al monólogo dramático de un personaje ficticio, equivalente
e incluso simétrico al empleado en «Noticia de la muerte» (y en tantos otros
poemas por los que desfilan poetas, pintores, arquitectos, fotógrafos, viajeros,
etcétera, disfraces o variaciones o conjeturas del sujeto), en el que se
suceden señeros episodios de la pequeña intrahistoria urbana, semblanzas de señalados
personajes locales (arquetipos en general de la negra provincia), estampas de
un tiempo que desaparece, fragmentos, en fin, que no forman parte de la
«autobiografía con vida» del autor ni del narrador («retazos
y cosas que viví o me contaron»), pero que configuran una aproximación al
«centro fugitivo» del autor. Es como
si frente a la reflexión o la meditación a que conduce la contemplación
presente de los lugares de antaño, o a la rememoración que surge de esa
contemplación —la mirada, la memoria, la melancolía—, no cupieran en el poema los
personajes, las anécdotas, la noticia de un crimen, las adversidades con
nombre, las desventuras singulares de la guerra y la posguerra, y por ello Valverde
tuviera que recurrir a una voz enmascarada, la voz narrativa de «alguien que no
existe». No sé hasta qué punto cabría decir que, al margen de las exageraciones
y de la deformación atribuible al juego literario, el sujeto de Plasencias y el narrador de Alguien que no existe no son al fin y al
cabo el mismo trasunto personaje. Si el escenario —el territorio— es el mismo,
si muchos pasajes son los mismos, si ante su contemplación narrador y poeta (acéptese
que «poeta» apunta a veces al autor y a veces al hablante del poema) piensan,
sienten y dicen lo mismo, no sé por qué no habría que concluir que ambos son el
mismo o, si se prefiere, la cara y la cruz, el anverso y el reverso de un mismo
sujeto, de una misma voz. Si nos entretuviéramos levantando dos columnas
paralelas, una para el narrador de Alguien
que no existe y otra para el poeta de Plasencias,
y fuéramos cotejando paseos y pensamientos —miradas, memorias y melancolías—,
comprobaríamos sin esfuerzo que novela y poesía son vasos comunicantes. Atendiendo
primero al escenario, por ejemplo, esto es, a la ciudad, ambos coinciden en las
palabras descriptivas y en la obsesión del laberinto, de modo que, si los paseos del narrador son «constantes,
reiterativos, siempre por las mismas calles y en torno a los mismos sitios;
paseos circulares, fuerapuertas, alrededor de la muralla y paseos interiores,
por el centro, recorriendo las callejas laberínticas de los antiguos barrios
medievales», si «su recorrido reproduce el trazado de un laberinto», para el
poeta «ese trazado / es propicio al paseo y al silencio,
/ a las divagaciones y derivas, / a perderse sin más entre las ruinas / de un
nimio, inextricable laberinto». Lógicamente, la ciudad es su propio centro, su
mismo laberinto, condición intramuros o interior. La expansión urbana, por
tanto, uniforme y sin rostro, se percibe ajena y anónima. «Lo que denomino las
“afueras” es para mí otra cosa», dice el narrador: «Allí todo evoca imágenes
que hemos visto o podemos ver en cualquier ciudad de cualquier parte del mundo:
bloques de edificios, grandes superficies, institutos y colegios, almacenes y
talleres, naves industriales y tanatorios, en fin todo aquello que, según he
leído, se acogía al concepto de “no-lugar”, por oposición a lo que está
enraizado y pertenece desde muchos años, incluso siglos, a un sitio preciso y
sólo a ése». «Sin alcance de miras, / con escasa ambición / e inaudita torpeza
/ han ido construyendo periferias / en torno a esta ciudad», dice el poeta: «Uno
pasea por esos escenarios / sin memoria / y al cabo le parece / estar en
cualquier parte». Incluso en ambos late una misma memoria. «Si he de recordar
alguna imagen nítida de entonces», dice el narrador, «elegiré la estampa
recobrada de la plaza vacía. Era en invierno. Había nevado durante la noche y
la ciudad amanecía blanca, fría, desierta». «Con todo, es de una foto / la
imagen que prefiero», dice el poeta en «Plaza Mayor»: «un día en que la nieve /
la iluminó de blanco». Ambos ven la ciudad como una prolongación simbólica de
sí mismos, o al revés, si se prefiere, se ven a sí mismos como corolarios de la
ciudad, y así, si el narrador dice: «Tal vez por mímesis, a imitación de la
ciudad fortificada en la que vivo, yo también he levantado mis propias,
inexpugnables murallas. Muros que me protegen de mis semejantes, de los otros;
meras coartadas como la soledad y la timidez», el poeta, como si entablara un
diálogo con son semblable, son frère,
replica: «Yo te respondo / que acaso las murallas […] han sido mi refugio, una
isla aparte; / que entre sus muros, en fin, levantó uno / su mundo frente al
mundo». Y, en fin, para concluir esta deriva comparativa, aunque sin ánimo de
agotarla, ambos experimentan la misma pesadumbre del destierro interior. «Paradoja
cruel», dice el narrador, «saberse de un lugar, quedarse anclado en él, por
propia voluntad o por destino y, sin embargo, saberse, en ese sitio, un
desplazado» (adviértase que no sería difícil ni temerario escandir los
parlamentos del narrador e incluir discretas barras versales). «No es preciso
partir para sentirse / un desterrado, un extranjero. Basta / con apartarse un
poco de los otros, / por no participar de sus costumbres, / con ejercer sin más
de solitario…», responde el poeta: «No lo dudes, / sin salir de este sitio en
el que vives / sólo eres la sombra de un extraño». En modo alguno cabe decir que,
más allá de los límites de la experiencia, poeta y narrador sean autorretratos,
pero sí parece que a ambos les sostienen el mismo pensamiento e idéntica
determinación moral.
4 y 5.
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