17.4.14

Leyendo a Álvaro Valverde

4

Antes, sin embargo, de llegar a Plasencias Álvaro Valverde ha recorrido el trayecto que va desde «aquel Valdeamor / que dio título al libro / primero que escribí / cuya edición completa / —un ejemplar a mano— / regalara a mi novia» hasta Más allá, Tánger, todavía inédito y del que algún poema anticipa El centro fugitivo, o, si prescindimos de tentativas y de inéditos, desde Territorio (1985) hasta Desde fuera (2008), trayecto en el que al ahondamiento de la espiral temática se ha añadido la depuración formal. Hace ya tiempo que Valverde recurrió a un ejemplo afortunado para hacer visible el modo como los procedimientos poéticos se han ido despojando de todo artificio retórico en pos de una claridad y una transparencia ejemplares. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras de mi entorno», escribe («La sombra de una idea», 2004), «de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso». Después, trasladando la imagen a la poesía, añade: «Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar. En la claridad está la mayor profundidad» (la cursiva es mía). Y, ciertamente, bien puede decirse que ese propósito y ese objetivo de claridad y profundidad se han ido ahondando en libros sucesivos. El lector de sus poemas no podrá entretenerse en vericuetos formales, sin más recursos musicales que una métrica acentual muy ortodoxa (lo que, dado el capricho fónico del nombre, no deja de ser un punto paradójico: a quien aglutina en nombre y apellido bilabiales y líquidas implosivas bien podrían agradarle aliteraciones, consonancias y paronomasias, pero Álvaro Valverde es un poeta perfectamente serio: nunca ha escrito sonetos), ni en intrigas semióticas, porque carecen de concesiones adjetivas, y quedará, en cambio, perplejo y pensativo ante la hondura de la meditación, en el enigma de la melancolía, en lo que a pesar de la claridad permanece oculto e innominado, en el «fondo de guijarros» (como «guijarro» viene de «petra aquilea», piedra aguzada, no creo disparatado ver en cada poema la idea indemne cuyo filo o aguijón alcanza al lector y cuya huella permanece). Pues, si, como se ha visto más arriba, la noción de lugar (Plasencias, Alguien que no existe) impone la idea de laberinto, si pasear entre estas murallas o, por extensión, vivir, es ir trazando (o ensayando) círculos, entonces la obra literaria de Valverde, tanto poética como narrativa, traza también un laborioso laberinto. Siempre he defendido que cada obra contiene sus propios índices de lectura y que, a partir de cierto grado de madurez e inteligencia, nadie tiene tanta conciencia de la obra literaria como el propio autor. Sirvan, pues, sus palabras para enumerar los temas centrales de El centro fugitivo (entiéndase este título como mera sinécdoque): «Esos temas […] serían, en mi caso, la reflexión sobre la poesía (más allá del ortodoxo ejercicio metapoético); el tópico del viaje (“la distancia se hizo para amar lo recóndito”, escribí allí); la metáfora del jardín (esa hermosa alegoría, como la anterior, interminable); la presencia de la casa (pues la poesía es también un habitar) y la noción de lugar». Y añade: «Son esas obsesiones que ensayan círculos en torno a uno mismo y que hacen único también, sujeto a variaciones (al modo musical) o series (al modo pictórico), el poema sucesivo que ese uno escribe con obstinación durante el resto de su vida». Todos los temas, sin embargo, y las obsesiones, el jardín, el río, el verano, el viaje, la conciencia de ser, etcétera, tienen haz y envés, son de ida y vuelta, como si trazaran un oxímoron conceptual (que no es violento sino apacible y sereno), una fusión de contrarios que cabe resumir en que el «centro» sea, en suma, «fugitivo». El jardín, por ejemplo, es el espacio propio, propicio y apacible, en el que se reconoce la memoria, el ser que ha sido, donde se funden los motivos del locus amoenus y el tempus fugit en una suerte de tempus amoenus (amoenus, a pesar de todo) que es el tiempo de la contemplación y de la meditación y a menudo el instante de la revelación; pero también es el sitio cerrado, inaccesible, secreto, clausurado, prohibido, en el que se enseñorean las ruinas y crece la maleza. El tiempo, inexorable, subraya la condición efímera de las cosas y arrincona el pasado en la memoria, el río, los veranos, la felicidad antigua de la infancia («Si la felicidad existe, / es en la infancia. / Y, aún allí, en los veranos»), pero obliga, por ello, a su recuperación, a buscar en lo efímero lo permanente, a negar una y otra vez ante el curso fugitivo del río la maldición de Heráclito, a ser «en sus aguas siempre otro y el mismo». El viaje es la sucesión de motivos que permiten al poeta otras contemplaciones y ofrecen otras perspectivas a la meditación, pero también es la suma de lugares que, con la sinuosidad del laberinto, remiten inevitablemente, circularmente, al jardín, al lugar de origen, al lugar del que no se sale, a la clausura de las murallas. Viajar es advertir la multiplicidad del «centro» y la unicidad del (valga decir) «no-centro», de todo lugar exterior y literalmente excéntrico. Tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el único («una ciudad es todas las ciudades»), sino también que vaya el sujeto donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones (en eso consiste en suma el ejercicio intelectual) entre lo uno y lo otro y certificar que ir y volver sí son la misma cosa. Y en uno y otro sitio, en el jardín, en los lugares del viaje o en el lugar propio, en la reflexión poética, prevalece siempre la conciencia del ser, que lleva consigo las eternas preguntas sobre la identidad presente y pasada («ya había escrito el poema que ahora leo»), sobre la identidad interna y externa, la necesidad del desdoblamiento y la posibilidad de introducirse en otras conciencias, de ser otras conciencias y hablar con la voz de otras conciencias en justa aplicación del je est un autre («yo era ese otro que ahora vuelve»), una suerte de extrañamiento objetivo que no deja de ser un modo de desdoblamiento subjetivo, un circuito de la mirada hacia otros que no dejan de ser yo, un yo exterior. Y que, además, en mi opinión, alcanza a la recepción textual, pues si el poeta, «Leyéndome a mí mismo», desea «que un mínimo azar haga al cabo posible / que yo sea ese otro», el usuario final de la escritura, «leyendo a Álvaro Valverde» como corresponde (tal es la pretensión de estas páginas), se convierte asimismo en el sujeto o en parte del sujeto del poema. De todo ello resulta, en fin, una poética que va de la experiencia velada, del episodio mínimo, de la oculta razón, al vigor universal del símbolo. De ahí, tal vez, antaño, el silencio de los nombres; de ahí también la sutilidad de los hechos, su sigilo: para no malversar la significación.

5.