4
Antes, sin embargo, de llegar a Plasencias Álvaro Valverde ha recorrido
el trayecto que va desde «aquel Valdeamor
/ que dio título al libro / primero que escribí / cuya edición completa / —un
ejemplar a mano— / regalara a mi novia» hasta Más allá, Tánger, todavía inédito y del que algún poema anticipa El centro fugitivo, o, si prescindimos
de tentativas y de inéditos, desde Territorio
(1985) hasta Desde fuera (2008),
trayecto en el que al ahondamiento de la espiral temática se ha añadido la
depuración formal. Hace ya tiempo que Valverde recurrió a un ejemplo afortunado
para hacer visible el modo como los procedimientos poéticos se han ido
despojando de todo artificio retórico en pos de una claridad y una
transparencia ejemplares. «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de
las sierras de mi entorno», escribe («La sombra de una idea», 2004), «de ésas
que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si
intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz
de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la
superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos
mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo,
ni el codo, sino el hombro y más incluso». Después, trasladando la imagen a la
poesía, añade: «Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante,
sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar. En la claridad está la mayor profundidad» (la cursiva es mía). Y,
ciertamente, bien puede decirse que ese propósito y ese objetivo de claridad y
profundidad se han ido ahondando en libros sucesivos. El lector de sus poemas no
podrá entretenerse en vericuetos formales, sin más recursos musicales que una métrica acentual muy ortodoxa (lo que,
dado el capricho fónico del nombre, no deja de ser un punto paradójico: a quien
aglutina en nombre y apellido bilabiales y líquidas implosivas
bien podrían agradarle aliteraciones, consonancias y paronomasias, pero Álvaro
Valverde es un poeta perfectamente serio: nunca ha escrito sonetos), ni en
intrigas semióticas, porque carecen de concesiones adjetivas, y quedará, en
cambio, perplejo y pensativo ante la hondura de la meditación, en el enigma de
la melancolía, en lo que a pesar de la claridad permanece oculto e innominado,
en el «fondo de guijarros» (como «guijarro» viene de «petra aquilea», piedra
aguzada, no creo disparatado ver en cada poema la idea indemne cuyo filo o
aguijón alcanza al lector y cuya huella permanece). Pues, si, como se ha visto más arriba, la noción de
lugar (Plasencias, Alguien que no existe)
impone la idea de laberinto, si pasear entre estas murallas o, por extensión,
vivir, es ir trazando (o ensayando) círculos, entonces la obra literaria de Valverde,
tanto poética como narrativa, traza también un laborioso laberinto. Siempre he defendido que cada obra contiene sus propios índices de
lectura y que, a partir de cierto grado de madurez e inteligencia, nadie tiene
tanta conciencia de la obra literaria como el propio autor. Sirvan, pues, sus palabras
para enumerar los temas centrales de El
centro fugitivo (entiéndase este título como mera sinécdoque): «Esos temas […]
serían, en mi caso, la reflexión sobre la poesía (más allá del ortodoxo
ejercicio metapoético); el tópico del viaje (“la distancia se hizo para
amar lo recóndito”, escribí allí); la metáfora del jardín (esa hermosa
alegoría, como la anterior, interminable); la presencia de la casa (pues la
poesía es también un habitar) y la noción de lugar». Y añade: «Son esas obsesiones que
ensayan círculos en torno a uno mismo y que hacen único también, sujeto a
variaciones (al modo musical) o series (al modo pictórico), el poema sucesivo
que ese uno escribe con obstinación durante el resto de su vida». Todos
los temas, sin embargo, y las obsesiones, el jardín, el río, el verano, el
viaje, la conciencia de ser, etcétera, tienen haz y envés, son de ida y vuelta,
como si trazaran un oxímoron conceptual (que no es violento sino apacible y
sereno), una fusión de contrarios que cabe resumir en que el «centro» sea, en
suma, «fugitivo». El jardín, por ejemplo, es el espacio propio, propicio y
apacible, en el que se reconoce la memoria, el ser que ha sido, donde se funden
los motivos del locus amoenus y el tempus fugit en una suerte
de tempus amoenus (amoenus, a pesar de todo) que es el
tiempo de la contemplación y de la meditación y a menudo el instante de la
revelación; pero también es el sitio cerrado,
inaccesible, secreto, clausurado, prohibido, en el que se enseñorean las ruinas
y crece la maleza. El tiempo,
inexorable, subraya la condición efímera de las cosas y arrincona el pasado en
la memoria, el río, los veranos, la felicidad antigua de la infancia («Si la felicidad
existe, / es en la infancia. / Y, aún allí, en los veranos»), pero obliga, por
ello, a su recuperación, a buscar en lo efímero lo permanente, a negar una y
otra vez ante el curso fugitivo del río la maldición de Heráclito, a ser «en
sus aguas siempre otro y el mismo». El viaje es la
sucesión de motivos que permiten al poeta otras contemplaciones y ofrecen otras
perspectivas a la meditación, pero también es la suma de lugares que, con la
sinuosidad del laberinto, remiten inevitablemente, circularmente, al jardín, al
lugar de origen, al lugar del que no se sale, a la clausura de las murallas. Viajar
es advertir la multiplicidad del «centro»
y la unicidad del (valga decir) «no-centro», de todo lugar exterior y literalmente
excéntrico. Tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en
luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al
origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el
único («una ciudad es todas las ciudades»), sino también que vaya el sujeto
donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones
(en eso consiste en suma el ejercicio intelectual) entre lo uno y lo otro y
certificar que ir y volver sí son la misma cosa. Y en
uno y otro sitio, en el jardín, en los lugares del viaje o en el lugar propio, en
la reflexión poética, prevalece siempre la conciencia del ser, que lleva
consigo las eternas preguntas sobre la identidad presente y pasada («ya había escrito el poema que ahora leo»), sobre la identidad interna y externa, la necesidad del
desdoblamiento y la posibilidad de introducirse en otras conciencias, de ser otras
conciencias y hablar con la voz de otras conciencias en justa aplicación del je est un autre («yo era ese otro que ahora vuelve»), una suerte de extrañamiento
objetivo que no deja de ser un modo de desdoblamiento subjetivo, un circuito de
la mirada hacia otros que no dejan de ser yo, un yo exterior. Y que, además, en mi opinión, alcanza a la recepción
textual, pues si el poeta, «Leyéndome a mí mismo», desea «que un mínimo azar
haga al cabo posible / que yo sea ese otro», el usuario final de la escritura, «leyendo
a Álvaro Valverde» como corresponde (tal es la pretensión de estas páginas), se
convierte asimismo en el sujeto o en parte del sujeto del poema. De todo ello
resulta, en fin, una poética que va de la experiencia velada, del episodio
mínimo, de la oculta razón, al vigor universal del símbolo. De ahí, tal vez,
antaño, el silencio de los nombres; de ahí también la sutilidad de los hechos,
su sigilo: para no malversar la significación.
y 5.
y 5.