17.4.14

Leyendo a Álvaro Valverde

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«Cualquiera que me haya leído», ha escrito Álvaro Valverde, «sabe que una de mis obsesiones favoritas coincide con una de aquellas preguntas de viaje de Elizabeth Bishop: ¿partir, quedarse? Uno se quedó. O no supo escapar». Tal circunstancia ha tenido, sin duda, repercusiones literarias, por una parte, en la medida en que se ha convertido en «obsesión poética» y, por tanto, en expresión (y no creo que si la decisión hubiera sido partir, como el personaje del apólogo de Kafka: «Salir de aquí: esa es mi meta», las consecuencias poéticas no se hubieran invertido con la misma intensidad y, por tanto, con idénticos efectos, esto es, con textos poéticos desde el otro ángulo, desde el otro lado de la frontera). Tomada, pues, la decisión de quedarse, desestimada la huida, los hechos se separan del tema, la obsesión y la realidad trazan líneas paralelas y se produce un desdoblamiento temático, el que da pie a parte de la escritura. De ahí que el sujeto de Plasencias pueda sentirse prisionero y declarar que «quedarse en este encierro es la razón / que iguala a una condena tu existencia». Pero también creo, por otra parte, que «quedarse» ha tenido consecuencias biográficas (digamos) sociales, en el sentido de que es bastante probable que la elección adoptada haya ido de alguna forma en perjuicio de la dimensión pública de Valverde, toda vez que, como se sabe, la corte sigue siendo corte todavía, a pesar de todos los pesares y todas las tecnologías, y la aldea sigue siendo aldea, por mucha significación interior que proporcione. Tengo el convencimiento de que Álvaro Valverde hubiera prosperado socialmente en la corte («De ocasiones perdidas / están hechas la líneas / que dibuja el destino»), pero ha preferido la discreción y aun la reclusión de la aldea. Recuerdo a este propósito que ya en 1985, antes incluso de la publicación de su primer libro, preparó Álvaro Valverde, en colaboración con Ángel Campos Pámpano, una antología de poetas extremeños de entonces (consagrados y promesas) que recogía un sinfín de nombres: fue Abierto al aire. El título respondía a su voluntad de manifestación, al deseo de mostrar una amplia gama de voces regionales con pretensiones suprarregionales, a abrir al aire nacional en suma la producción poética del territorio (eran tiempos fundacionales y entusiastas). No sé si fue mucho o poco el aire que pasó por la abertura, pero es en otro sentido en el que quiero usar la expresión. Pues fueron precisamente los antólogos (que por pudor no figuraban en la antología como poetas, lo que no ha sido obstáculo para que su obra sí tenga significación y relieve exterior, que se haya abierto por sí misma al aire) quienes permanecieron en la región. En Valverde, su reclusión singular en el círculo de sus plasencias arroja el siguiente resultado interior. Ha sido director del centro de profesores y recursos de Las Hurdes, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, director del Aula de Literatura José Antonio Gabriel y Galán, cofundador de la revista hispano-lusa Espacio/Espaço escrito, coordinador del Plan de Fomento de la Lectura y director de la Editora Regional de Extremadura, tareas unas y otras que le han llevado a recorrer la región con infatigable intensidad (es un viajero automovilístico de primer orden, sin pereza ni fatiga: «Yo también al volante, como el reconocible / personaje de Pessoa, muy al este de Sintra / veloz, ¡qué duda cabe!») y a identificarse con las diversas muestras del paisaje regional, «la aridez y la fronda, la pizarra y el bosque». Ahora, retirado en la equívoca paz del laberinto, da clases en el colegio público Alfonso VIII de Plasencia, lo que, en cierto modo, lo convierte en un viajero inmóvil (uno más de sus temas poéticos). En una encuesta digital reciente, a una pregunta sobre el empleo del tiempo no lectivo respondía: «Leo, escribo, paseo, tomo algunas cervezas…». De la lectura dan prueba tanto sus colaboraciones en revistas como las numerosas y diarias entradas de su blog. De sus paseos hay abundantes referencias textuales, sea en «el enclave de un viejo molino de agua, desprovisto ya de su práctica función original en beneficio de la no menos ejemplar de servir para el retiro y el ocio», cuyos alrededores ofrecen dos posibilidades, «paseo largo» o «paseo corto», más la sabia e intuitiva mansedumbre de la naturaleza, sea por el paseo fluvial que flanquea ambas márgenes del río Jerte a su paso por Plasencia, catorce o quince kilómetros de hormigón más que suficientes para, a paso raudo, nervioso y solitario, sin diversión auricular alguna, dar forma al pensamiento y caminar con ritmo métrico: «Paseos, cómo no, / de un solitario / por lugares que siguen / suspendidos del tiempo. / Ahora, cada tarde, / junto al río, / repito esas precisas caminatas. / De paso apresurado, / son sendas reiteradas / a la busca incesante / de la vida perdida. / […] / Paseos en silencio, / siempre a solas. / Como forma de ser; / como método, quizás, / de conocerse; / de inmersión en el mundo; / rodeos al encuentro / de uno mismo; / formas de la nostalgia / o de la resistencia; / filosofía elemental / o una manera humilde / de ser hombre». Por mi parte, yo podría dar algún testimonio de las cervezas, raudas también, y coloquiales, a las que Álvaro Valverde aplica el mismo nerviosismo que a sus paseos, un nerviosismo que es rasgo asumido de carácter («soy un hombre nervioso», confiesa en la «Nota del autor» que cierra El centro fugitivo) y que tiene incluso reflejo sintáctico en sus escritos: la frecuencia de un súbito adverbio afirmativo ante vagas y presuntas objeciones, el recurso a fórmulas prosódicas reflejas que en sus escritos funcionan con brusca independencia, cierto minimalismo métrico, etcétera. Pero no creo que en ciertos hábitos haya mucha diferencia entre quienes se dedican al noble ejercicio de leer, pasear, escribir y conversar ante un vaso de vino o una cerveza meridiana. Cabe añadir, sí, lo dice en la misma encuesta, que le escandalizan pocas cosas: el paro, la corrupción política, los recortes y la privatización de la educación y la sanidad, el desprecio hacia la cultura, los desahucios, la pobreza, el hambre; y que se declara «socialdemócrata en suspenso. Sin carné, por supuesto. Y casi sin esperanzas». Pruebas de esa preocupación o de ese escándalo, de su compromiso civil, en suma, ha habido bastantes en sus artículos periódicos, cuando tenía columna semanal en prensa (lo que no dejó de procurarle sinsabores), o, ahora, al hilo del presente, igualmente en el blog, si bien cada vez parece más difícil, por una parte, comulgar con ruedas de molino y, al mismo tiempo, por otra, más inútil martillear en la piedra. No diré que, si, «entre sus muros, en fin, levantó uno / su muro frente al mundo», eso signifique una claudicación, pero sí que cada vez son más los muros y que lo que ante ellos prevalece es la voz serena y lúcida del poeta, la misma voz que en palabras del narrador decía: «Soy una persona solitaria, huraña, distante. Más melancólica que alegre; más depresiva que jovial», y en palabras del poeta: «No he vivido, confieso, / a favor de la noche. / Mi presencia es diurna. / La luz a la que aspiro / es blanca y la refleja / el sol sobre las cosas: / sobre el muro de cal, / en la azotea». Vale así: dar clases, leer, escribir, pasear, tomar algunas cervezas… Lo demás son puntos suspensivos.