10.9.14

Carta de Gijón

Del blog de Paco Nadal
Hacía tiempo que nos debíamos un viaje a Gijón. La excusa de pasar lejos de Plasencia el Día de Extremadura era perfecta. Al lado del leopardiano Elogio del horizonte, fuera de esta atosigante pequeñez provinciana.
La última vez que estuvimos allí fue en 2010, con motivo de la boda de P. Esa ciudad es tan importante para nosotros que la visita era, sí, obligatoria. Por salutífera. Como estaba previsto, primó lo afectivo y sentimental. Sólo P. nos esperaba allí. Nos encontramos apenas un rato en una terraza. Iba camino de Taramundi. Para nosotros, parte de Gijón.
M. y M., y antes sus padres, murieron. Fueron nuestra familia gijonesa. Por mía la tuve y la tengo. Por eso nos alojamos en un hotel de la calle Manso, a un paso de aquella casa, en el barrio de La Arena, frente a la playa de San Lorenzo, en El Muro. (En ese paseo vivía un personaje de Las murallas del mundo, donde esa ciudad es también protagonista.)
El sábado pudimos pasar la tarde en la playa y hasta bañarnos. El domingo dimos un largo paseo en dirección a La Providencia, por la orilla del mar. Y hemos podido degustar los manjares norteños y beber sidra como si, en nosotros, eso fuera natural y caminar y caminar Muro arriba y Muro abajo, por el Paseo de Begoña (donde vimos el Dindurra cerrado por obras y una oleoteca de la placentina firma La Chinata en la cercana Covadonga) y por la calle Corrida y las que forman el centro comercial gijonés, por delante (era festivo) de las librerías La Central y Paradiso y, en, fin, por el barrio de Cimadevilla y el puerto deportivo. Precisamente allí nos topamos por sorpresa con una exposición de nuestro paisano J. Carrero, que expone en el Palacio Revillagigedo. Y con media familia al día siguiente, en la puerta de Casa Fernando (donde comimos de pena), poco antes de que descargara un tormentón de los que hacen época. Y siempre, acá y allá, la memoria de esos sitios donde fuimos felices. Con nuestros hijos pequeños, con las primas y los tíos, con los amigos (Jordi Doce, por ejemplo, a quien conocí allí). Y cuando no estábamos en ruta, mirábamos sin cansarnos por los ventanales de la habitación, viendo el infinito sucederse de la gente que por la playa o por el paseo iba y venía, donde vimos pasar, a pie de acera, la vuelta ciclista a España. 
Los recuerdos nos llevaron al mercadillo dominical del Molinón y no dejaron de hilarse anécdotas en todas partes; en el parque, por ejemplo. Cosa distinta fue la visita (¡lo que nos costó llegar!) al cementerio de Cenero, donde están enterrados los cuatro miembros de la familia Gómez-Castelao a los que tanto echamos de menos.
La vuelta no fue como siempre, carretera adelante. Y. propuso comer en León y visitar un lugar donde uno sólo había estado de paso. La reciente lectura de los diarios de Fierro (y antes, durante años y años, los de Trapiello), harían más grata esa tarea. Y así fue. Comimos estupendamente en Ezequiel y callejeamos por la catedral y el Barrio Húmedo como cualquier turista que se precie. También nos acercamos hasta el Parador de San Marcos, un edificio de impresionante planta.
Las tormentas nos recordaron después que el otoño se acerca y que el verano, con prórroga o sin ella (hacía años que uno no se bañaba tanto en septiembre), se termina. Al final, éste ha merecido la pena.