7.6.15

Las terceritas de Castelo

Hace varios años pudo cambiar mi vida. Llamó a casa José Antonio Zarzalejos, entonces director de ABC, y me citó en su despacho madrileño. Tenía planes para mí. El primero escribir Terceras, esos largos artículos de la tercera página del ABC, donde ha colaborado, a lo largo del tiempo, toda la literatura española, ideas aparte. Después, pensaba reeditar Blanco y Negro y situarla al nivel de otras revistas dominicales. Ahí, me dijo, tengo pensado que escribas un artículo de fondo semanal, como hacen otros en El País Semanal o en El Semanal del Grupo Vasco. Quien sepa lo que significa (o significaba) esto –económicamente digo ahora–, entenderá por qué he dicho lo de cambiar mi vida: vivir exclusivamente de la escritura. Pero antes de que pudiera realizar sus planes, a Zarzalejos se lo cargaron la COPE de Rouco por un lado y la derechona de los viejos chistes de Serafín, por otro, y salió despedido del ABC. Todo eso perdimos. A cambio, yo gané a Santiago Castelo. De hecho lo había ganado desde el principio y gracias, precisamente, a Zarzalejos, que fue quien me puso en contacto con él.
Castelo era quien a partir de ese primer año, llamaba a casa cada dos meses para recordarme que debía enviarles una Tercera que yo iba dilatando en el tiempo. El pasado año –debía de haber sospechado lo que no sospeché– fue sustituido por los correos del periodista Alfonso Armada y pensé que debía llamarle por teléfono pero no lo hice. La voz de Santiago Castelo sonaba, al otro lado del cable, entrañable, operística y campechana: ‘Hosé Cal.lo, mándame una Tercerita, hombre, que ehtamo en ayuna…’ O si cogía el teléfono alguno de mis hijos: ‘Díiile a tu padre que no sea perezoso y me envíe ya una Tercerita’. Pero sobre todo estaba esa manera de identificarse al teléfono: ‘Hoombree, Hosé Cal.lo’, que se ha acabado para siempre.
Tenía un punto valleinclanesco –monárquico y sentimental– pasado por la escuela de Manuel Machado y Foxá. Como un personaje de Lhardy, con sentido del humor. Amaba la literatura de Llorenç Villalonga y quiso a su viuda Teresa Gelabert –doña Teresa, decía, abriendo mucho la boca al final–, como si se tratara de una tía abuela favorita. De hecho fue el único que escribió una necrológica –bastante extensa, recuerdo– de Teresa Gelabert en un periódico nacional, el suyo, cuando ella murió. Los veranos pasados en la isla cubriendo la información de Marivent en los primeros ochenta hizo que se trataran. Tituló Siurell (sigo con Mallorca), uno de sus poemarios. Fue un bon vivant, amante del comer tradicional y el beber divertido, con una querencia habanera –y algunas pasiones griegas– que renovaba en cuanto podía. Fue un confidente con despacho en el periódico, tan sellado para esas confidencias como una mastaba egipcia. De ABC lo sabía y supo todo y era un hombre leal hasta el tuétano a su tradición y a la familia Luca de Tena (y por supuesto a don Juan de Borbón). De otras partes también supo muchas cosas, pero disimulaba. Nunca oí de su voz ningún sarcasmo ni periodístico, ni íntimo, sobre terceras personas. Nunca tampoco un mal gesto o una frase intemperante. El corpachón cubierto a veces por capa en invierno, le daba un aire, buscado, de otro tiempo. Su bonhomía natural, también. Era un hombre respetuoso y respetado, más allá de las bromas en voz baja, que lo hacían todavía más entrañable. 
Lo que más quería de sí mismo era la poesía y nunca dejó de escribir versos. Una treintena de libros de poemas son su legado. El que él habría elegido como mejor legado, aunque ABC fuera su casa y el periodismo su forma de vida. La poesía no era una forma, sino la vida en sí y ahí la dejó, el viernes por la noche, mientras que en el teléfono de casa ya nunca más volveremos a oír ni la palabra Tercerita, ni el nombre de Hosé Cal.lo. 
José Carlos Llop. Diario de Mallorca.