J. Mª. Álvarez y A. Rodríguez en Madrid, 2015
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He seguido a debida distancia la obra poética de José María Álvarez (Cartagena, 1942), uno de los novísimos más genuinos, un auténtico veneciano. Mucho en mis años de formación, que coinciden con la publicación de sus primeros libros de poesía, reunidos luego en Museo de Cera (y cuando ven la luz sus exitosas traducciones de Kavafis en la misma editorial de su inicios: Hiperión), y menos a partir de entonces, décadas en las que ha seguido dando a la imprenta (siempre en Renacimiento, tras pasar por Pre-Textos) nuevas entregas, ya ajenas a aquel ciclo, la última de las cuales, Como la luz de la Luna en un Martini, mereció una de las pocas reseñas que aparecieron con mi firma en ABC Cultural.
Confieso que a su prosa no me había acercado hasta ahora y ha sido gracias a La Pasión de la Libertad, segundo volumen de sus conversaciones con el poeta navarro Alfredo Rodríguez en París, la ciudad donde vive. El primero se titulaba Exiliado en el Arte. De los numerosos tomos de sus diarios, complementarios a la fuerza de estas prolijas conversaciones, acaso el más importante sea Los Decorados del Olvido, que tampoco conozco. (Me sorprende, eso sí, que la mayor parte de su extensa obra esté a golpe de clic y formato pdf en cualquiera de las dos páginas, poesía y prosa, que he señalado más arriba, por lo que no descarto, a pesar de mis preferencias por el papel y mi aversión por la lectura sobre pantalla, dar buena cuenta de lo escrito por Álvarez sobre su vida; un poeta, un escritor, al que algunos ya aplican el tópico de que su mejor libro es, precisamente, su propia existencia.)
En un gesto, por vulgar, muy poco alvareciano, llevé el volumen conmigo de piscina en piscina a lo largo de varias jornadas del pasado, tórrido mes de julio. Tras la entretenida lectura, destacaré lo que esa interminable charla tiene de apasionada declaración de opiniones de un hombre que ha llevado el ejercicio de la libertad personal (de ahí el título) más lejos, a buen seguro, que la mayoría; un gesto, sí, que tal vez le haya pasado factura, de ahí que se considere preterido en el dudoso escalafón de las Letras Hispánicas. La mayor parte de las veces, preciso, uno no coincide con esas ideas, no tanto las literarias (donde la confluencia es mayor) como las de orden moral, contradicciones mediante. Las políticas, por ejemplo, donde no acaba uno de ver esa imagen de old whigs (viejo liberal) que, a su entender, le define, sino más bien la rancias concepciones de alguien que pasaría por reaccionario o, como diría aquél, por anarquista de derechas. Un declarado partidario de la norteamericana Confederación sureña, cuya bandera preside uno de sus escritorios. Un ser de gustos aristocrático (sin necesidad de título nobiliario, en el sentido de grupo o clase de elegidos), poco proclive, en suma, a la Democracia (él gusta de las mayúsculas). Un tic, supongo, de lo más borgeano: por lo que aquélla tiene de abuso de la Estadística. Alguien, en fin, que piensa que el triunfo de la Revolución Francesa, y su mal entendida idea de la Igualdad, está en el origen de buena parte de los males de la mediocre sociedad moderna. Con Franco y su época es también bastante complaciente (aunque al parecer luchara en su contra, del lado de su odiado Comunismo, única oposición ordenada al Régimen) y en cuanto a España, afirma tajante: "ser español es una desgracia". Exiliado a su manera, aunque con casa (Villa Gracia) en su Cartagena natal (una ciudad que admite detestar) y el Mar Menor (cuyos atardeceres sigue echando de menos), está convencido de que el verdadero poeta es un "apátrida".
De su adorado Montaigne tomó el término "ondoyante" para referirse a la vida. Sí, la suya ha sido sinuosa, aunque siempre centrada en un eje: su absoluta dedicación al Arte y la Literatura, a la Poesía, "razón de mi vida".
En esencia mediterráneo (y clásico: Grecia y Roma), el ondulante itinerario de Álvarez, un hombre que ha vivido durante años en hoteles y que se declara a favor del otium, transita sobre todo por algunas ciudades: Venezia e Istambul (como él las escribe), Alejandría, París, Budapest, Nueva Orleans... Y por países (que son, a su vez, culturas): Japón, sobre todo, y Egipto, Túnez...
La curiosidad, siempre presente, como motor. Y la conciencia de la dignidad y de la derrota, dos sentimientos complementarios que tienen que ver con la grandeza perdida y con la lucidez.
El suicidio es uno de sus temas fundamentales. Como el amor y el erotismo, pongo por caso. Las mujeres (que no el Feminismo, una de sus bestias negras, como todo lo politically correct) están en el origen de no pocas de sus composiciones. Y ya que las menciono, bien está citar a algunos de sus autores de cabecera, a los que alude una y otra vez en sus conversaciones con Rodríguez: Sthendal, Borges, Hume, García Gómez, Brines, Kavafis, Cervantes, Onetti, Vargas Llosa, Montaigne, Gil de Biedma, Tucídides, Hölderlin, Rilke...
Si aterrizamos en lo más cercano, me han llamado la atención sus ataques a García Montero (al que califica de "especialmente repugnante") o a Martínez Sarrión (dos novísimo que fueron "uña y carne"). También que destaque nombres de poetas españoles actuales por el mero hecho de que son amigos suyos. Ya se ve que lo cosmopolita no siempre te libra del hispánico mal del amiguismo. Menciona Ardentísima, Fiesta Internacional de la Poesía que, organizado por él, se celebró en distintos lugares entre 1996 y 2006.
Tampoco sabía que fuera padre (de dos hijos) y lo menciono por las alusiones a sus matrimonios. También a su madre (persona central en su vocación y en su vida) y a su padre (del que habla con cierta displicencia: nunca llegaron a entenderse). Y a su abuela materna, otra persona primordial.
Sus estrechos vínculos con el hispanismo explican (al menos a mí y siquiera en parte) cómo ha podido mantenerse y viajar a lo largo de los años; hasta ahora, para uno, pobre poeta provinciano, un verdadero misterio.
En lo negativo, ideas personales al margen, señalaría el desorden de la charla, que salta de un asunto a otro sin ton ni son, por más que luego, en numerosas ocasiones, se vuelva sobre tal o cual tema ya tratado. Ese ir y volver resulta bastante molesto y podría haberse corregido con facilidad. Puede que la intención de los autores haya sido precisamente ésa: la de dar verosimilitud a la conversación.
Eso y la actitud, disculpable, de Alfredo Rodríguez, que no puede negar cuánto y cuánto admira la persona y la obra de José María Álvarez, su maestro y mentor, acaso un poeta ineludible, sí, en el panorama lírico español de entresiglos.
En un gesto, por vulgar, muy poco alvareciano, llevé el volumen conmigo de piscina en piscina a lo largo de varias jornadas del pasado, tórrido mes de julio. Tras la entretenida lectura, destacaré lo que esa interminable charla tiene de apasionada declaración de opiniones de un hombre que ha llevado el ejercicio de la libertad personal (de ahí el título) más lejos, a buen seguro, que la mayoría; un gesto, sí, que tal vez le haya pasado factura, de ahí que se considere preterido en el dudoso escalafón de las Letras Hispánicas. La mayor parte de las veces, preciso, uno no coincide con esas ideas, no tanto las literarias (donde la confluencia es mayor) como las de orden moral, contradicciones mediante. Las políticas, por ejemplo, donde no acaba uno de ver esa imagen de old whigs (viejo liberal) que, a su entender, le define, sino más bien la rancias concepciones de alguien que pasaría por reaccionario o, como diría aquél, por anarquista de derechas. Un declarado partidario de la norteamericana Confederación sureña, cuya bandera preside uno de sus escritorios. Un ser de gustos aristocrático (sin necesidad de título nobiliario, en el sentido de grupo o clase de elegidos), poco proclive, en suma, a la Democracia (él gusta de las mayúsculas). Un tic, supongo, de lo más borgeano: por lo que aquélla tiene de abuso de la Estadística. Alguien, en fin, que piensa que el triunfo de la Revolución Francesa, y su mal entendida idea de la Igualdad, está en el origen de buena parte de los males de la mediocre sociedad moderna. Con Franco y su época es también bastante complaciente (aunque al parecer luchara en su contra, del lado de su odiado Comunismo, única oposición ordenada al Régimen) y en cuanto a España, afirma tajante: "ser español es una desgracia". Exiliado a su manera, aunque con casa (Villa Gracia) en su Cartagena natal (una ciudad que admite detestar) y el Mar Menor (cuyos atardeceres sigue echando de menos), está convencido de que el verdadero poeta es un "apátrida".
En Villa Gracia, 2007
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En esencia mediterráneo (y clásico: Grecia y Roma), el ondulante itinerario de Álvarez, un hombre que ha vivido durante años en hoteles y que se declara a favor del otium, transita sobre todo por algunas ciudades: Venezia e Istambul (como él las escribe), Alejandría, París, Budapest, Nueva Orleans... Y por países (que son, a su vez, culturas): Japón, sobre todo, y Egipto, Túnez...
La curiosidad, siempre presente, como motor. Y la conciencia de la dignidad y de la derrota, dos sentimientos complementarios que tienen que ver con la grandeza perdida y con la lucidez.
El suicidio es uno de sus temas fundamentales. Como el amor y el erotismo, pongo por caso. Las mujeres (que no el Feminismo, una de sus bestias negras, como todo lo politically correct) están en el origen de no pocas de sus composiciones. Y ya que las menciono, bien está citar a algunos de sus autores de cabecera, a los que alude una y otra vez en sus conversaciones con Rodríguez: Sthendal, Borges, Hume, García Gómez, Brines, Kavafis, Cervantes, Onetti, Vargas Llosa, Montaigne, Gil de Biedma, Tucídides, Hölderlin, Rilke...
Si aterrizamos en lo más cercano, me han llamado la atención sus ataques a García Montero (al que califica de "especialmente repugnante") o a Martínez Sarrión (dos novísimo que fueron "uña y carne"). También que destaque nombres de poetas españoles actuales por el mero hecho de que son amigos suyos. Ya se ve que lo cosmopolita no siempre te libra del hispánico mal del amiguismo. Menciona Ardentísima, Fiesta Internacional de la Poesía que, organizado por él, se celebró en distintos lugares entre 1996 y 2006.
Tampoco sabía que fuera padre (de dos hijos) y lo menciono por las alusiones a sus matrimonios. También a su madre (persona central en su vocación y en su vida) y a su padre (del que habla con cierta displicencia: nunca llegaron a entenderse). Y a su abuela materna, otra persona primordial.
Sus estrechos vínculos con el hispanismo explican (al menos a mí y siquiera en parte) cómo ha podido mantenerse y viajar a lo largo de los años; hasta ahora, para uno, pobre poeta provinciano, un verdadero misterio.
En lo negativo, ideas personales al margen, señalaría el desorden de la charla, que salta de un asunto a otro sin ton ni son, por más que luego, en numerosas ocasiones, se vuelva sobre tal o cual tema ya tratado. Ese ir y volver resulta bastante molesto y podría haberse corregido con facilidad. Puede que la intención de los autores haya sido precisamente ésa: la de dar verosimilitud a la conversación.
Eso y la actitud, disculpable, de Alfredo Rodríguez, que no puede negar cuánto y cuánto admira la persona y la obra de José María Álvarez, su maestro y mentor, acaso un poeta ineludible, sí, en el panorama lírico español de entresiglos.