1.10.15

En París

Rubén Martín Díaz (Albacete, 1980) publica en La Isla de Siltolá su cuarto libro, Arquitectura o sueño, palabras tomadas de un verso de Gimferrer. El primero, por cierto, que no obtuvo previamente un galardón. Con el segundo, El minuto interior, ganó los premios Adonais y Ojo Crítico de RNE. 
No hace falta decir que lleva un prólogo. "Los labios de la inteligencia" es un bonito texto del aforista León Molina que se agradece por su concisión, su honestidad y por estar escrito con el debido entusiasmo. Qué menos. En él se nos avisa de que este libro es "poesía verdadera", "auténtica poesía y poesía que dice la verdad". "Habla, añade, del viaje de un hombre joven a una ciudad vieja", donde abandona "el tiempo de la inocencia". Esa vieja ciudad, que Molina no nombra, es París y el hombre joven Martín Díaz que proyecta en cincuenta poemas (diez componen la primera y la última parte y quince cada una de las otras dos) su personal plano de la Ciudad de la Luz, levantado a partir de un intenso verano allí. 
Son poemas en prosa y, a veces, más prosas que poemas. Desde el primer momento, hay un deliberado tono ensayístico (a rachas filosófico) que confirma esa impresión. Un efecto que se agudiza por el matiz diarístico del libro. 
La pintura es un eje central del conjunto. Hay constantes referencias a obras concretas (visitadas en museos muy conocidos) y a pintores. Citemos algunos títulos: "La Gran Odalisca", "Delacroix", "El grito de Munch", "Arcimboldo", "La balsa de la Medusa", "Van Gogh", etc. Y a algunos artistas, amén de los ya mencionados: Manet, Matisse, Lorraine, Velázquez, Constable, etc.
Otra línea central se basa en la reflexión sobre la creación o la propia escritura, mezcla de poética y metapoesía. Así, cuando dice: "Cuando escribo, pues, no soy el poeta, soy la poesía"; "En soledad, escucho el rumor del pensamiento al construir ideas"; "El poeta es el poema"; "El poeta es el cuadro, es su contemplación"; "El poeta es el poema, es el cuadro, no es él"; "El poeta se hace fuerte en el silencio, igual que Nabokov: lee, relee, escribe, reescribe"; y "He cerrado los ojos con motivo de leerme el interior".
Muy pertinente nos ha parecido la mención a Wallace Stevens y a sus adagios. Léase "Breviario". 
Por último, está la vía que aúna las impresiones del viaje (no va solo) con lugares precisos que dan título a otros poemas: "Torre Eiffel", "Midnight in Paris", "6 Place des Vosges", "Crucero por el Sena", "Torre Sain Jacques", etc. El que cierra no miente: "París".
Se podría hablar de culturalismo, sí, pero cómo evitarlo si de esa ciudad de la cultura se trata. No es decorativo. Ni tópico. Basta con leer "Nombres propios" o "Diario anónimo" (con Valente al fondo) o, en fin, "Grandes maestros", donde visita las tumbas parisinas de algunos de ellos. En Pére Lachaise y Montparnasse, donde "garabateo estas pobres, simples, humildes palabras". Distingue, eso sí, entre el hombre (o la mujer) y su obra. 
A la hora de mencionar influencias, señalaría un poema paradigmático: "El bosque", donde uno escucha ecos de María Zambrano, Antonio Colinas o Vicente Valero. Lo borgeano es señal en el verso: "Un grano de arena es en sí mismo un universo", algo que también podría haber escrito Szymborska, 
El sueño, contrapuesto a la arquitectura, delata la veta imaginativa del libro, de la poesía de Martín Díaz. Ese despertar, por ejemplo, "donde todo se funde y no hay quien sepa distinguir realidad de imaginario". "Poesía y realidad" se titula un poema, donde cita a Juarroz. 
También hay una fijación singular por las cosas, por los objetos. 
En un momento dado leemos: "Escribo porque pienso que es la forma más humana y sincera de vivir conmigo mismo". Eso ha hecho para trasladar al lector (y antes a sí mismo) la experiencia de vivir, siquiera de paso, en esa ciudad literaria que supera los márgenes, estrictos o amplios, de la literatura.