20.12.15

Fidalgo: Un arte de vivir

"Santos", un precioso, intenso poema publicado en el último número de la revista Turia (dedicado a España y Portugal, que comentaré como es debido), me confirma que la de Pablo Fidalgo Lareo es una aventura poética sólida e importante, llamada a depararnos grandes momentos de felicidad y de reflexión. Este texto que publico ahora ha aparecido en el libro Tres poemas dramáticos, que ha editado Chema Cumbreño en sus esforzadas Ediciones Liliputienses. Este prólogo y los otros dos que abren el volumen, de Martín Rodríguez-Gaona y Eduardo Pérez-Rasilla, pueden leerse en el blog de Fidalgo, aunque lo mejor sería leerlos en papel; como el resto, que es lo que importa. 
Su último trabajo teatral (aunque para uno es poesía), Habrás de ir a la guerra, ha sido elegido mejor espectáculo de teatro del año en Portugal por el periódico Público. Atentos, sí, a la obra de este gallego que reside en Lisboa y vive en cualquier sitio, que lo mismo te escribe desde Italia que desde Suecia. Grande, Fidalgo. 

UN ARTE DE VIVIR

Lo primero que leí de Pablo Fidalgo fue su tercer libro,  Mis padres: Romeo y Julieta. Me sorprendió, disfruté con su lectura y me atreví a reseñarlo en un suplemento literario de esos que llaman de referencia, aunque éste quizá la tenga ya muy perdida. Allí dije que no dejaba de ser «el relato de una vida, desde antes incluso de nacer: “Fui creado en un hotel, en un viaje, / y eso lo marcó todo”. De su vida y, conviene precisar, de la de sus padres, auténticos protagonistas de esta apasionante, imposible historia de amor que da lugar, ya ven, a un gran poema de amor». Llegó después Autobiografía de mi generación, unido a un proyecto del ciclo Material Memoria perteneciente a la exposición Veraneantes que tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporánea de Vigo (MARCO), entidad que lo editó en forma de libro. Incluye O estado salvaxe. Espanha 1939, una performance, podríamos decir, que uno prefiere denominar, como Fidalgo, “pieza”. ¿Teatral?, cabe preguntarse. Uno se responde: poética, y basta. Sobre ella escribí: «…toman la palabra (…) sus abuelos. “Somos una generación que tiene en sus abuelos a sus referentes vitales”, escribe Fidalgo. Primero su abuelo Manuel (1921), el autor de las películas (donde, según su nieto, grabó el silencio durante cuarenta años), un hombre íntegro que reflexiona con una lucidez envidiable sobre su vida, la de alguien que, del todo condicionado por las circunstancias, sufrió la guerra (que, insiste Fidalgo, no está resuelta) y la Dictadura. Después, le toca el turno a la abuela, Mercedes (convertida en actriz), del 28, que escribe una larga e intensa carta para sus nietas: “Rahel María Ana y Clara”. “Para que sepan que la libertad de las mujeres se consiguió con dolor”. “Soy una superviviente”, dice».
Si traigo la cita a colación es porque ésa es una de las tres piezas dramáticas que componen este libro, junto a Habrás de ir a la guerra que empieza hoy y Sólo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y destruirme.
La primera es una larga carta (el epistolar es un género que rescata con gran sentido de la oportunidad Fidalgo) escrita por Giordano Lareo, tío abuelo del autor, exiliado republicano en Argentina. Además de continuar con su “proyecto de investigación sobre la historia de mi familia” (del que estas piezas forman parte, lo mismo que el libro de poemas comentado al principio), le permite seguir reflexionando sobre la historia de este país que, según él, “es un espacio en blanco”. Al fondo, la emigración, esa forma de exilio. “Un hombre solo, en esta habitación, haciendo pajaritas de papel” (Lareo fue origamista), “un hombre libre”. “Yo soy un hombre de provincias que miró lo suficiente el horizonte”, apunta.
La segunda está destinada a adolescentes y su núcleo acaso se resuma en estos versos: “Sólo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y de destruirme”. La interrelación con el público, igual que en el resto de sus piezas, se logra, entre otras cosas, por la repetición de determinadas frases que, a modo de estribillo, reclaman la atención del espectador; aquí: “Has pagado la entrada” o “Que levanten la mano…” Su propia infancia y adolescencia, recién perdida, le permite levantar un potente monólogo que podría resumirse en otra frase: “Estamos aquí para ensayar el futuro”.
Pero quiero volver atrás, al punto en que afirmé, con el debido convencimiento, que lo que Pablo Fidalgo escribe (“Soy un hombre que escribe”, leemos en O estado salvaxe, lo que me recuerda un verso de mi admirada Sophia de Mello Breyner: “eu escrevo”), que lo que Pablo Fidalgo escribe, estaba diciendo, es poesía. No creo que haya otro término mejor para definirlo. Por teatro que sea y, claro, lo parezca (y del que a uno le gusta, es decir: del todo distinto al habitual, para que el que nunca estuve dotado). Lo que aquí se impone son las palabras. El lenguaje. Ese es el material del que están hechas estas espléndidas piezas que leemos o escuchamos entre la perplejidad y el sobrecogimiento. Su intensidad emocional es tan densa como, aparentemente, frágil o liviana. Tan dulce como amarga.
Digo poesía porque al leerlas uno recuerda “Poetry”, el poema de Marianne Moore: “A mí tampoco me gusta pero si lo lees con un perfecto desprecio puedes encontrar un espacio para lo genuino”. Aquí radica, a mi modesto entender, la clave. Estamos ante lo que es genuino, auténtico, por desgastada que esté la palabra, no digamos en términos líricos. Es algo que uno deduce apenas empieza a leer a Fidalgo, alguien a quien, por cierto, cabe calificar, a la luz de lo leído, de íntegro y honesto, un par de adjetivos más que gastados también y en absoluto desuso, bien sabemos porqué. Esa es, al menos, mi experiencia.
Lo autobiográfico es aquí ley, algo que también contribuye a afianzar ese grado de autenticidad que señalo. Lo mismo que el modelo poético, digamos, adoptado: el del monólogo (acaso sea pertinente añadir “dramático”), aunque, oh paradoja, no deje de ser un diálogo: el que el autor establece, quiérase o no, con el lector o escuchante. Sí, porque los otros, la vida de los otros, lo que otros piensan o sienten o celebran o sufren es inseparable de estos dilatados, lentos versículos de talante humanista, de hondo sentido moral, solidaria y humana por los cuatro costados (social la llamarán algunos), que atiende, sobre todo, a la dignidad de mujeres y hombres. A su libertad. Que observa lo que les pasa, lo que nos pasa, lo que a él le pasa, sin olvidar el amor, la guerra, el dolor y, cómo no, la muerte: “Mi objetivo es ganarme mi muerte”, leemos. Lo real. La realidad que nos alegra y que nos atormenta. En ese sentido, que nadie venga buscando en estas páginas lindezas liricoides, verbosidades enojosas y melifluas vaguedades de esas que algunos confunden con la pobre poesía.
La vida, para Fidalgo, es algo sagrado. Y a “lo sagrado” remite en numerosas ocasiones desde un mundo sin dios.
El lector o el espectador son el público de los aludidos versículos que, si bien están destinados a ser dichos o recitados en voz alta, nunca son altisonantes. Su tono es íntimo, para ser escuchado con la frecuencia en que se ofrecen las confidencias, casi al oído.
Un tono, me gustaría precisar, que percibo inspirado y pleno de pasión, fruto de un natural discurrir de la conciencia –sentimiento y pensamiento-, y no tanto como texto elaborado y formal que uno construye a fuerza de oficio y disciplina. Bien sabemos, es cierto, que la sencillez y la claridad no caen del cielo, pero esa tarea contra la indeseable retórica (en tanto que “uso impropio o intempestivo de este arte” -el de la retórica- y “sofisterías o razones que no son del caso”, según recoge el DRAE), es un acierto que se agradece y que, en suma, reafirma el carácter legítimo de esta propuesta que no renuncia a cierto grado de espontaneidad.
Monólogos que son diálogos, en los que el lector o espectador no puede evitar sentirse arte y parte, protagonista de los hechos que se narran. Sí, porque el componente narrativo –el contar- es también esencial aquí. Las piezas de Fidalgo son testimoniales y, diría más, testamentarias. Dan cuenta de lo que le sucede a él o a los suyos (eso que, no sin ambigüedad, denominaría, familia, esa “enfermedad imposible de extirpar”, otra de las claves de este empeño) y quieren perpetuarse en el tiempo (la memoria es otro motivo recurrente), para que no se olviden. Fidalgo pone voz a personas que han existido o existen, pero que no siempre pudieron verbalizar por sí mismas lo que sentían o recordaban.
El exilio, la huida, es otro de los grandes temas de estas piezas dramáticas. Basta recordar a Giordano Lareo, protagonista de una de ellas. Le gustaría leer a uno esa pieza de Fidalgo que nos permitiera comprender mejor lo que está ocurriendo en Europa con los refugiados sirios. Sirios y, por supuesto, del resto de ese terrible éxodo que procede de medio Oriente Medio y del norte de África. Del resto del mundo. Tan parecido, pongo por caso, al de los republicanos españoles tras la Guerra Civil, que está en el centro de las obsesiones de este autor.
Los personajes de este autor (y digo personajes con reparo: tan reales me parecen) son hombre y mujeres, como él, a la intemperie. Gente que ha resistido. Supervivientes. Hijos, diría, de la pobreza. Muchas veces, nómadas. O viajeros. O emigrantes, lo que salvando el tópico, es casi inevitable para un gallego.
Hay una constante tensión entre el ir y el quedarse que recuerda aquella pregunta que se hacía Elizabeth Bishop en su poema “Question of travel”: “¿Deberíamos habernos quedado en casa, dondequiera que eso quede?” Entre la casa natal con los paisajes de la infancia (a pesar de que “Toda infancia es un infierno) y la que nos espera en cualquier parte: “Yo soy un exiliado”. En Sólo hay una vida… leemos unas elocuentes palabras de Héctor Tizón: “La vida de un hombre es un largo paseo alrededor de su casa”.
El propio Fidalgo es un consumado viajero. Por Italia (con inevitable escala en Sicilia), Portugal (en la actualidad reside en Lisboa) o Argentina (como podemos comprobar en su pieza Habrás de ir a la guerra…, donde visitamos con él la Patagonia, Buenos Aires, Mar del Plata). El viaje como forma de ser. Como manera de estar.
Termino. Aunque a ratos pudiera parecerlo, no estamos ante la obra de un agorero o un pesimista. Detrás de sus palabras, dignas de un ser radical (“ser radical es atajar el problema de raíz”, dijo Marx en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel), siempre nos aguarda el consuelo. La piedad. La compasión. Fidalgo no es un sombrío agonista. Confía. En sus monólogos, que son diálogos, hay esperanza, por desacreditado que esté el término.
Cuesta creer, en fin, que con apenas treinta años alguien pueda tener la lucidez suficiente como para escribir estas piezas extraordinarias que uno esperaría de alguien que ya ha vivido mucho. Y mucho, en rigor, ha vivido Pablo Fidalgo a la vista de lo que ha sido capaz de expresar, y cómo, en estos Tres poemas dramáticos.
Al final, uno resumiría este ambicioso proyecto de investigación (que ya es mucho más que eso: todo un mundo) con este verso: “El arte de vivir es vivir lo que nadie ha vivido”. En esta tarea anda empeñado este hombre joven al que deseamos salud y una larga y feliz travesía.

Álvaro Valverde
Plasencia, septiembre de 2015