"Santos", un precioso, intenso poema publicado en el último número de la revista Turia (dedicado a España y Portugal, que comentaré como es debido), me confirma que la de Pablo Fidalgo Lareo es una aventura poética sólida e importante, llamada a depararnos grandes momentos de felicidad y de reflexión. Este texto que publico ahora ha aparecido en el libro Tres poemas dramáticos, que ha editado Chema Cumbreño en sus esforzadas Ediciones Liliputienses. Este prólogo y los otros dos que abren el volumen, de Martín Rodríguez-Gaona y Eduardo Pérez-Rasilla, pueden leerse en el blog de Fidalgo, aunque lo mejor sería leerlos en papel; como el resto, que es lo que importa.
Su último trabajo teatral (aunque para uno es poesía), Habrás de ir a la guerra, ha sido elegido mejor espectáculo de teatro del año en Portugal por el periódico Público. Atentos, sí, a la obra de este gallego que reside en Lisboa y vive en cualquier sitio, que lo mismo te escribe desde Italia que desde Suecia. Grande, Fidalgo.
UN ARTE DE VIVIR
UN ARTE DE VIVIR
Lo
primero que leí de Pablo Fidalgo fue su tercer libro, Mis padres: Romeo y Julieta.
Me sorprendió, disfruté con su lectura y me atreví a reseñarlo en un suplemento
literario de esos que llaman de referencia, aunque éste quizá la tenga ya muy
perdida. Allí dije que no dejaba de ser «el relato de una vida, desde antes
incluso de nacer: “Fui creado en un hotel, en un viaje, / y eso lo marcó todo”.
De su vida y, conviene precisar, de la de sus padres, auténticos protagonistas
de esta apasionante, imposible historia de amor que da lugar, ya ven, a un gran
poema de amor». Llegó después Autobiografía
de mi generación, unido a un proyecto
del ciclo Material Memoria perteneciente
a la exposición Veraneantes que
tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporánea de Vigo (MARCO), entidad que lo
editó en forma de libro. Incluye O estado salvaxe. Espanha 1939,
una performance, podríamos
decir, que uno prefiere denominar, como Fidalgo, “pieza”. ¿Teatral?, cabe
preguntarse. Uno se responde: poética, y basta. Sobre ella escribí: «…toman la
palabra (…) sus abuelos. “Somos una generación que tiene en sus abuelos a sus
referentes vitales”, escribe Fidalgo. Primero su abuelo Manuel (1921), el autor
de las películas (donde, según su nieto, grabó el silencio durante cuarenta
años), un hombre íntegro que reflexiona con una lucidez envidiable sobre su
vida, la de alguien que, del todo condicionado por las circunstancias, sufrió la
guerra (que, insiste Fidalgo, no está resuelta) y la Dictadura. Después, le
toca el turno a la abuela, Mercedes (convertida en actriz), del 28, que escribe
una larga e intensa carta para sus nietas: “Rahel María Ana y Clara”. “Para que
sepan que la libertad de las mujeres se consiguió con dolor”. “Soy una
superviviente”, dice».
Si traigo la cita a colación es porque ésa es una de las
tres piezas dramáticas que componen este libro, junto a Habrás de ir a la guerra que empieza hoy y Sólo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de construirme y
destruirme.
La primera es una larga carta (el epistolar es un género que
rescata con gran sentido de la oportunidad Fidalgo) escrita por Giordano Lareo,
tío abuelo del autor, exiliado republicano en Argentina. Además de continuar
con su “proyecto de investigación sobre la historia de mi familia” (del que
estas piezas forman parte, lo mismo que el libro de poemas comentado al
principio), le permite seguir reflexionando sobre la historia de este país que,
según él, “es un espacio en blanco”. Al fondo, la emigración, esa forma de
exilio. “Un hombre solo, en esta habitación, haciendo pajaritas de papel”
(Lareo fue origamista), “un hombre
libre”. “Yo soy un hombre de provincias que miró lo suficiente el horizonte”, apunta.
La segunda está destinada a adolescentes y su núcleo acaso
se resuma en estos versos: “Sólo hay una vida y en ella quiero tener tiempo de
construirme y de destruirme”. La interrelación con el público, igual que en el
resto de sus piezas, se logra, entre otras cosas, por la repetición de
determinadas frases que, a modo de estribillo, reclaman la atención del
espectador; aquí: “Has pagado la entrada” o “Que levanten la mano…” Su propia infancia
y adolescencia, recién perdida, le permite levantar un potente monólogo que
podría resumirse en otra frase: “Estamos aquí para ensayar el futuro”.
Pero quiero volver atrás, al punto en que afirmé, con el
debido convencimiento, que lo que Pablo Fidalgo escribe (“Soy un hombre que
escribe”, leemos en O estado salvaxe,
lo que me recuerda un verso de mi admirada Sophia de Mello Breyner: “eu
escrevo”), que lo que Pablo Fidalgo escribe, estaba diciendo, es poesía. No
creo que haya otro término mejor para definirlo. Por teatro que sea y, claro, lo
parezca (y del que a uno le gusta, es decir: del todo distinto al habitual,
para que el que nunca estuve dotado). Lo que aquí se impone son las palabras. El
lenguaje. Ese es el material del que están hechas estas espléndidas piezas que leemos
o escuchamos entre la perplejidad y el sobrecogimiento. Su intensidad emocional
es tan densa como, aparentemente, frágil o liviana. Tan dulce como amarga.
Digo poesía porque al leerlas uno recuerda “Poetry”, el
poema de Marianne Moore: “A mí tampoco me gusta
pero si lo lees con un perfecto desprecio puedes encontrar un espacio para lo
genuino”. Aquí radica, a mi modesto entender, la clave. Estamos ante lo que es
genuino, auténtico, por desgastada que esté la palabra, no digamos en términos
líricos. Es algo que uno deduce apenas empieza a leer a Fidalgo, alguien a
quien, por cierto, cabe calificar, a la luz de lo leído, de íntegro y honesto,
un par de adjetivos más que gastados también y en absoluto desuso, bien sabemos
porqué. Esa es, al menos, mi experiencia.
Lo autobiográfico es aquí
ley, algo que también contribuye a afianzar ese grado de autenticidad que
señalo. Lo mismo que el modelo poético, digamos, adoptado: el del monólogo
(acaso sea pertinente añadir “dramático”), aunque, oh paradoja, no deje de ser un
diálogo: el que el autor establece, quiérase o no, con el lector o escuchante. Sí,
porque los otros, la vida de los otros, lo que otros piensan o sienten o
celebran o sufren es inseparable de estos dilatados, lentos versículos de
talante humanista, de hondo sentido moral, solidaria y humana por los cuatro
costados (social la llamarán algunos), que atiende, sobre todo, a la dignidad
de mujeres y hombres. A su libertad. Que observa lo que les pasa, lo que nos
pasa, lo que a él le pasa, sin olvidar el amor, la guerra, el dolor y, cómo no,
la muerte: “Mi objetivo es ganarme mi muerte”, leemos. Lo real. La realidad que
nos alegra y que nos atormenta. En ese sentido, que nadie venga buscando en
estas páginas lindezas liricoides, verbosidades enojosas y melifluas vaguedades
de esas que algunos confunden con la pobre poesía.
La vida, para Fidalgo, es
algo sagrado. Y a “lo sagrado” remite en numerosas ocasiones desde un mundo sin
dios.
El lector o el espectador son
el público de los aludidos versículos que, si bien están destinados a ser
dichos o recitados en voz alta, nunca son altisonantes. Su tono es íntimo, para
ser escuchado con la frecuencia en que se ofrecen las confidencias, casi al
oído.
Un tono, me gustaría
precisar, que percibo inspirado y pleno de pasión, fruto de un natural
discurrir de la conciencia –sentimiento y pensamiento-, y no tanto como texto
elaborado y formal que uno construye a fuerza de oficio y disciplina. Bien
sabemos, es cierto, que la sencillez y la claridad no caen del cielo, pero esa
tarea contra la indeseable retórica (en tanto que “uso impropio o intempestivo
de este arte” -el de la retórica- y “sofisterías o razones que no son del caso”, según recoge el
DRAE), es un acierto que se agradece y
que, en suma, reafirma el carácter legítimo de esta propuesta que no renuncia a
cierto grado de espontaneidad.
Monólogos que son diálogos, en los que el lector o
espectador no puede evitar sentirse arte y parte, protagonista de los hechos
que se narran. Sí, porque el componente narrativo –el contar- es también
esencial aquí. Las piezas de Fidalgo son testimoniales y, diría más,
testamentarias. Dan cuenta de lo que le sucede a él o a los suyos (eso que, no
sin ambigüedad, denominaría, familia, esa “enfermedad imposible de extirpar”,
otra de las claves de este empeño) y quieren perpetuarse en el tiempo (la
memoria es otro motivo recurrente), para que no se olviden. Fidalgo pone voz a
personas que han existido o existen, pero que no siempre pudieron verbalizar
por sí mismas lo que sentían o recordaban.
El exilio, la huida, es otro de los grandes temas de estas
piezas dramáticas. Basta recordar a Giordano Lareo, protagonista de una de
ellas. Le gustaría leer a uno esa pieza de Fidalgo que nos permitiera
comprender mejor lo que está ocurriendo en Europa con los refugiados sirios.
Sirios y, por supuesto, del resto de ese terrible éxodo que procede de medio
Oriente Medio y del norte de África. Del resto del mundo. Tan parecido, pongo
por caso, al de los republicanos españoles tras la Guerra Civil, que está en el
centro de las obsesiones de este autor.
Los personajes de este autor (y digo personajes con reparo:
tan reales me parecen) son hombre y mujeres, como él, a la intemperie. Gente
que ha resistido. Supervivientes. Hijos, diría, de la pobreza. Muchas veces,
nómadas. O viajeros. O emigrantes, lo que salvando el tópico, es casi
inevitable para un gallego.
Hay una constante tensión entre el ir y el quedarse que
recuerda aquella pregunta que se hacía Elizabeth Bishop en su poema “Question
of travel”: “¿Deberíamos habernos quedado en casa, dondequiera que eso quede?”
Entre la casa natal con los paisajes de la infancia (a pesar de que “Toda
infancia es un infierno) y la que nos espera en cualquier parte: “Yo soy un
exiliado”. En Sólo hay una vida… leemos
unas elocuentes palabras de Héctor Tizón: “La vida de un hombre es un largo
paseo alrededor de su casa”.
El propio Fidalgo es un consumado viajero. Por Italia (con
inevitable escala en Sicilia), Portugal (en la actualidad reside en Lisboa) o
Argentina (como podemos comprobar en su pieza Habrás de ir a la guerra…, donde visitamos con él la Patagonia,
Buenos Aires, Mar del Plata). El viaje como forma de ser. Como manera de estar.
Termino. Aunque a ratos pudiera parecerlo, no estamos ante
la obra de un agorero o un pesimista. Detrás de sus palabras, dignas de un ser
radical (“ser radical es atajar el problema de raíz”, dijo Marx en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel),
siempre nos aguarda el consuelo. La piedad. La compasión. Fidalgo no es un sombrío
agonista. Confía. En sus monólogos, que son diálogos, hay esperanza, por
desacreditado que esté el término.
Cuesta creer, en fin, que con apenas treinta años alguien
pueda tener la lucidez suficiente como para escribir estas piezas
extraordinarias que uno esperaría de alguien que ya ha vivido mucho. Y mucho,
en rigor, ha vivido Pablo Fidalgo a la vista de lo que ha sido capaz de
expresar, y cómo, en estos Tres poemas
dramáticos.
Al final, uno resumiría este ambicioso proyecto de
investigación (que ya es mucho más que eso: todo un mundo) con este verso: “El
arte de vivir es vivir lo que nadie ha vivido”. En esta tarea anda empeñado
este hombre joven al que deseamos salud y una larga y feliz travesía.
Álvaro Valverde
Plasencia, septiembre de 2015