7.1.16

La luz


La luz, en nuestra casa,
blanqueada con cal,
de mi niñez en Granja.
La de los cielos,
ocasos velazqueños,
de joven en Madrid.
La que vi en Grecia,
en Rodas, aquel día sentado
sobre el sol de la historia.
La eterna de Lisboa,
blanca, al Oeste,
hundiéndose en el Tajo.
Y aquella de Mallorca,
interior, entre olivos,
luz de arcilla encalada.
La de ese mar de encinas
que puebla Extremadura,
camino de Trujillo.
La ajada de La Habana,
alegre y melancólica;
como Cuba, un veneno.
La limpia, en Guadalupe,
transparente de otoño,
que observé con Alberto.

La luz, la luz, la luz.
De Ángel, de Fernando.
La de mi hermana Lola.

Sí, para otros la sombra.
La del odio, la envidia,
la tristeza, el destierro.
Para mí, sólo luz.
Ese lugar al sol
donde icé mi mañana. 

NOTA. Un poema no se explica. Malo si es necesario hacerlo. No obstante, me permito un par de puntualizaciones. Que este quiere ser, a su modo, un poema póstumo de Santiago Castelo. No tanto por sus palabras y su tono, indefectiblemente mío, sino porque está inspirado en lugares y versos suyos. Ojalá su espíritu prevalezca. Y que los nombres mencionados se refieren a los apellidos, claro está, Campos Pámpano y Pérez González, nuestros queridos amigos muertos.
Alberto es mi hijo y conoció a José Miguel el día de su cumpleaños, un 26 de octubre, en la Puebla.
Sí, Castelo fue un hombre luminoso, nada sombrío. De ahí este homenaje. Dedicado a cuantos tuvieron la suerte de conocerlo.

© Rafael Trapiello













(Este poema ha sido publicado en Aire por aire. A Santiago Castelo, Vberitas. Don Benito, 2015)