23.9.16

Un diario lírico

Alejandro López Andrada, que acaba de ganar el premio Jaén de novela, es uno de esos poetas, abundan en España, que viven retirados en la oscura provincia, con una obra ya hecha y reconocida con no pocos premios; alguien al que no le faltan elogios (de Llamazares, de Colinas), aunque luego, como les pasa a otros poetas de similares características, se le niegue el pan y la sal del presunto canon y su nombre no esté en los manuales ni en las antologías. 
En esta ocasión, el de Villanueva del Duque (1957) publica en la colección "Contemporáneos" de la editorial Berenice, sin el respaldo de ningún galardón, un diario "atípico y cordial", dicen, que ha titulado, sin ambages, Entre zarzas y asfalto. Y en efecto, de un diario se trata, con entradas breves que no dejan de ser poemas en prosa o como quiera que eso se llame. Anotaciones que acaso nazcan de la improvisación del momento, de la perplejidad y del asombro del hombre que está atento a lo que le ha pasado y le pasa, pero que están trabajadas en el taller para ser ofrecidas como las piezas literarias que en rigor son. 
En un momento trascendental de su vida, una vez abandonado su pueblo natal para vivir en Córdoba, López Andrada sigue con un pie en sus amados Pedroches, fuente y razón de toda su obra, tanto poética como narrativa, y otro en la capital provincial, una ciudad llena de belleza y de historia. Y de recuerdos, claro, y de nuevas realidades y visiones, que son las que le inspiran algunas entradas del libro. 
De nuevo la ciudad (el "asfalto") y el campo (las "zarzas"), esa vieja dicotomía que en este país ha venido marcando, sin porqué, la diferencia entre modernidad y lo contrario, como si no fuera moderno situar unos versos en la naturaleza. 
En el campo del Valle de los Pedroches, por ejemplo, donde está la familia de nuestro autor y sus vivencias más genuinas. Allí, padres, tíos, amigos... Y en cualquier parte, sus obsesiones, las que todo escritor arrastra irremediablemente. Por eso sus lectores reconocemos su mundo, presente siempre en su obra; un signo, se me antoja, de honradez y de coherencia. 
A veces, la sencillez de los sentimientos, la humildad de las visiones o la evocación de los recuerdos se trasladan, por contraste, con un lenguaje de elevado tono lírico. Es una cuestión de estilo, y, por tanto, un recurso legítimo, aunque uno prefiera la baja intensidad de lo natural en lugar de lo excesivamente literario o edulcorado, digamos. 
La melancolía es aquí ley. Todo está teñido de una atmósfera elegíaca, un tanto desesperanzada y pesimista, que se corresponde con la encrucijada a que antes aludí. Estamos, en suma, ante un libro que aporta un ladrillo más a esa bonita casa, habitable por literaria, que con tesón viene construyendo, en el profundo Sur, Alejandro López Andrada. ¡Salud y larga vida!